miércoles, 12 de octubre de 2011

Procesos 1 - Textos del 3º parcial

HALPERÍN DONGHI - Historia Contemporánea de América Latina (Cap. 6)

Las naciones de Latinoamérica llegaban a la hora de la paz con un sector industrial a la vez vertiginosamente expandido y muy frágil, ya que esa expansión se había dado bajo la protección del aislamiento de guerra, que le permitió prosperar con un nivel tecnológico muy bajo. Ahora se daba una oportunidad de corregir esas fallas y seguir avanzando sobre bases más sólidas; para ello se contaba con los saldos acumulados gracias al superávit comercial de tiempo de guerra, y, según se esperaba, con la prosperidad futura del sector exportador, asegurada por la acrecida demanda de una Europa en reconstrucción. Esta solución requería que los fondos creados por el sector primario-exportador fuesen transferidos al industrial, y era éste el punto en torno al cual iba a estallar la discordia. Porque contra esa solución cabía alegar que la innovación traída por la guerra era el retorno de Latinoamérica a lugar en el orden económico mundial que había sido el suyo hasta 1914 y quizá hasta 1929; la industrialización había sido una solución de emergencia impuesta por las perturbaciones introducidas en el comercio mundial por la crisis y el aislamiento de guerra.

La industrialización sólo es viable manteniendo el entendimiento con la clase obrera industrial pero también con las clases populares urbanas en cuanto consumidoras, que hace a su vez necesaria la protección de sus ingresos reales y la ampliación de fuentes de trabajo más allá de lo que el crecimiento industrial puede asegurar por sí solo; estos objetivos se cubrirán en parte por la iniciativa del estado, que extenderá sus actividades a campos muy variados de prevención y servicio social con vistas a mantener la lealtad de las mayorías electorales.
Para mejorar al sector industrial, no bastaba modernizar su tecnología, sino hacer inversiones de infraestructura, mientras no podían postergarse tampoco las demandadas por insuficiencias en otros sectores. Mientras la ya clara tendencia al alza de precios de los productos industriales invitaba a invertir rápidamente las reservas acumuladas durante la guerra, buena parte de los bienes que Latinoamérica aspiraba a importar eran canalizados prioritariamente hacia Europa. Sin que mediara entonces una decisión explícita, las naciones latinoamericanas fueron paulatinamente renunciando a encarar prioritariamente la modernización económica que había sido su primer objetivo para la posguerra, y se fijaron en  cambio el sólo aparentemente más modesto de asegurar la supervivencia de una industria primitiva.
Dos signos alarmante de agotamiento: Uno es una inflación que tiende a acelerarse, en la medida en que se busca en ella un modo de disimular los reajustes que el funcionamiento defectuoso de ese esquema impone; el otro es un desequilibrio de la balanza comercial, debido sobre todo a la languidez de las exportaciones.
Un grupo se había fijado por tarea crear una conciencia colectiva de los problemas económicos de Latinoamérica: se trata de Raúl Prebisch y la “Comisión Económica Para América Latina” por él organizada en el marco de las Naciones Unidas. Este economista argentino que aseguraba que, como gerente del Banco Central creado en su país en 1935, había hecho política keynesiana, adecuadas para salvar del marasmo a economías maduras, eran irrelevantes para una Latinoamérica cuya tarea era alcanzar esa madurez y afrontaba para ello dificultades crecientes. La causa Prebisch la busca examinando las consecuencias de la posición periférica que Latinoamérica ocupa en una economía mundial dominada por un centro industrial cada vez más poderoso. La solución no ha de hallarse en un ataque formal contra esa relación desigual, sino en escapar a ella mediante una industrialización más intensa, que cree una economía nacional acrecida en volumen y dotada de una madurez comparable a las de los países centrales. ¿Cómo conseguirlo? He aquí un problema que Prebisch plantea pero no resuelve.
La expansión de las industrias básicas, comenzando con la siderurgia abordada por Brasil durante la guerra y por la Argentina en la inmediata posguerra, se continúa y en algunos casos se acelera, pero sus avances no tienen aún nada de espectacular, y el núcleo de la propuesta se llamará desarrollista. 
Como promesa de salida, la solución del desarrollismo tenía mucho en su favor: al aliviar el peso que la industrialización había arrojado sobre un sector primario incapaz de seguir soportándolo, daba nuevo aliento a una expansión industrial; a la vez comenzaba a atenuar carencias que, desatendidas desde 1939, se agravaban constantemente, y que eran cada vez más cruelmente percibidas como tales. Esas inversiones eran sobre todo de maquinarias que en la mayoría de los casos habían sido ya utilizadas en el país de origen. Pero una apertura a la inversión extranjera así concebida no anuncia la apertura generalizada de la economía, puesto que su éxito depende del mantenimiento de un estricto control de las importaciones. Pero en otro aspecto sí parece requerir alguna liberalización: la empresa inversora aspira a disponer libremente de sus ganancias. De esta forma, podemos destacar que la industria textil o la química fueron las dominantes durante la primera oleada industrializadora.
La industria tradicional tiene razones políticas y económicas para aceptar encuadrarse en un esquema industrializador que mantenía constante atención a los intereses de los trabajadores y asalariados, esas razones económicas han perdido vigencia para la nueva industria. Pero es difícil medir la incidencia concreta de esa novedad en el curso del proceso político y social latinoamericano, sobre todo porque mientras la nueva industria, que se desinteresa de la salud del mercado de consumo ofrecido por los sectores populares, paga salarios satisfactorios, la tradicional, que depende más de ese mercado pero no recupera su pasada prosperidad, descubre que está cada vez menos en condiciones de hacerlo. La consecuencia es que serán menos las naciones que ingresarán en esa nueva etapa; sólo Brasil y menos sólidamente México serán capaces de afirmarse en ella.
La reforma agraria reaparece así como tema urgente en la agenda latinoamericana, y mientras ya a comienzos de la década de 1950 tanto la revolución guatemalteca como la boliviana la ponen en el centro de su programa de cambio, hacia fines de ella ha ganado también un lugar en los de reforma económica bajo signo no revolucionario. El crecimiento demográfico, sumado a la rigidez del orden rural, se traduce por añadidura en la velocidad nueva con que avanza la urbanización.
La guerra fría era algo más que un conflicto entre grandes potencias, en cuanto la URSS, rival de los Estados Unidos, se identificaba con el nuevo orden económico y social impuesto allí por vía revolucionaria, y la expansión de la hegemonía territorial de esa heredera socialista del imperio ruso sobre la Europa centro-oriental.  Estados Unidos había intentado en la conferencia panamericana celebrada en México en 1945 utilizar el desenlace favorable de la guerra para completar la transformación de la Unión Panamericana en un auténtico organismo regional, La Organización de Estados Americanos.
Ya para  1947 los avances realizados por los partidos comunistas latinoamericanos desde la depresión, estaban siendo eficazmente  contrarrestados. Si Latinoamérica parecía no dar motivos de alarma, otros hechos sugieren que, fuera de los países centrales, el signo sociopolítico bajo el cual avanza la hegemonía norteamericana era una menos segura carta de triunfo que en éstos. Así en 1954 la Declaración en Caracas establecía que la actividad comunista era una intervención en los asuntos internos americanos, y la instalación de un régimen comunista en cualquier estado americano introducía una amenaza la repuesta a la cual sería una reunión consultiva para adoptar las medidas del caso.
El desenlace socialista de la revolución cubana vino a reestructurar para siempre el campo de fuerzas que gravitaba sobre las relaciones entre el norte y el sur del continente, en cuanto hacía real y tangible una alternativa hasta entonces presente sólo en un horizonte casi mítico.
Nacen así los dos ejemplos más puros de lo que luego los estudiosos de la política latinoamericana llamaran popularismo, los únicos quizá en los cuales ese elusivo movimiento es algo más que una criatura de la imaginación de observadores retrospectivos dispuestos a imponer una artificial regularidad de líneas a un proceso excesivamente heterogéneo y confuso.
En Brasil, Vargas se disponía a inaugurar una nueva etapa en su carrera bajo el signo de la restaurada democracia; y con vistas a ello a partir de 1942 imprimió nuevo ritmo a la sindicalización suscitada desde el Ministerio de Trabajo y mayor vigor a la acción de éste en apoyo de las reivindicaciones obreras. Luego con la opaca gestión del gobierno Dutra, y la orientación cada vez más conservadora que vino a adquirir bajo el influjo creciente de las fuerzas políticas tradicionales, y también del ingreso de Brasil en la Guerra Fría iban a permitir al ex- presidente marcar distancia que vinieron a justificar el lanzamiento de su candidatura para la renovación presidencial de 1950 bajo etiqueta laborista, y con apoyo del Partido Comunista.  La nueva gestión presidencial de Vargas iba a ser difícil; su victoria había sido facilitada por el malestar social que era consecuencia del agotamiento de la primera etapa de industrialización, continuada en la posguerra gracias al uso sistemático de la sobrevaluación de la moneda. El acorralado presidente hizo de su suicidio el más eficaz de los gestos espectaculares que puntuaron las cuatro décadas de su carrera pública. El Vicepresidente Cafe buscó impedir desde el poder una sucesión presidencial favorable a los herederos del varguismo. Su derrocamiento por el ejército, que no contó con el apoyo unánime de las fuerzas armadas, abrió el camino para la victoria electoral, en 1955 de Juscelino Kubitschek. Al proponer el desarrollismo como solución a los problemas económicos brasileños el nuevo presidente lo declaraba capaz no sólo de sacar a la economía nacional del estancamiento, sino de impedirle un ritmo de avance desconocido en el pasado , que lo haría avanzar medio siglo en sólo cinco años. No es sorprendente que en 1960 esas promesas desmesuradas no se hubiesen cumplido del todo.
En la renovación presidencial de 1960 el temprano agotamiento de la solución presidencial desarrollista que, si bien dejaba un legado indeleble en la estructura de la economía nacional, parecía incapaz de seguir impulsando su avance. El Brasil de 1960 ha avanzado ya demasiado en su gigantesca metamorfosis para que le sea aún posible volver sobre ella, los cambios ya madurados están lejos de haber hecho avanzar la transferencia de influjo político al sector cuyo desarrollo impulsa, hasta el extremo que muchos creen ya alcanzado para entonces; de hecho ella ha progresado menos de lo que sugiere tanto la aproximativa paridad que ha terminado por establecerse entre los partidos integrados en la alianza socialdemócrata -laborista. Las diferencias que corren entre Brasil y Argentina se reflejarán también en las de sus experiencias populistas. En este país más urbanizado e industrializado, marcado históricamente por una crónica escasez de población sólo corregida mediante un aluvión inmigratorio proporcionalmente mucho más cuantioso que el recibido por Brasil, la población viene creciendo con una lentitud que no deja de provocar alarma; ya que en las primeras etapas del proceso de industrialización, las fuentes obvias de mano de obra derivadas de la migración a las ciudades se anuncian menos inagotables que las que proporciona el Brasil rural.
La victoria de Perón, en 1946, marcó un nuevo rumbo para Argentina. Esa victoria dio al peronismo el control del Ejecutivo y el casi total del Congreso; su fundador la iba a utilizar para acrecentar el papel del estado en la economía y asegurar una gradual conquista de todos los resortes del poder y la opinión. Para 1947 las últimas veleidades autónomas de la dirigencia sindical fueron aplastadas, y todas las fuerzas peronistas fueron unificadas en un partido al que su estatuto colocaba bajo la autoridad suprema de Perón. La mayor parte de los afiliados sindicales no contaba ya con experiencias de militancia previas a su incorporación a un movimiento definido a partir de la lealtad personal a su jefe; por añadidura el peronismo pasó a contar con mayorías electorales ampliadas, en las cuales la contribución del voto sindical era ya menos decisiva que en 1946.
Debido a su identificación con una clase obrera menos sumista que nunca, un régimen que sacrificó permanentemente a los intereses del sector industrial los de la economía rural no contó nunca con el apoyo sincero de los patronos industriales. El peronismo se había consolidado de 1946 satisfaciendo las expectativas de trabajadores y consumidores urbanos.
Pero por otro lado, la agricultura argentina comenzaba ya a sufrir las consecuencias de un retraso tecnológico agravado por los avances norteamericanos. Sumado a esto, las presiones cada vez más insoportables contra la paridad internacional del peso, la inflación en avance, la pérdida de velocidad del crecimiento industrial y el fin de la etapa de dramático avance en el nivel de vida popular; hicieron que Perón a partir de 1951 comenzara cautelosamente una reorientación económico-social cuyos peligros políticos advertían muy bien. La muerte de Eva Perón iba a ser vista por muchos como el momento definitorio de un cambio de ruta con el cual coincidió accidentalmente. En este caso, buscaba canalizar la inversión extranjera hacia el sector industrial, y aliviar así el peso negativo que su importación arrojaba sobre la balanza comercial. Esa iniciativa, creó una oportunidad que la acorralada oposición utilizó hábilmente; y lo llevó a Perón a lanzar una campaña anticlerical que socavó la lealtad nunca totalmente segura de las fuerzas armadas. En septiembre de 1955 se daba finalmente el derrocamiento del régimen, que arrojó a Perón a un largo exilio.
El gobierno militar surgido de su derrota fue presidido primero por el general Eduardo Lonardi, reemplazado ya en noviembre de 1955 por el general Aramburu, como consecuencia de la alarma del cuerpo de oficiales ante las tentativas de captación de las organizaciones sindicales peronistas por las corrientes de derecha católica volcadas en la oposición durante la reciente campaña anticlerical. Confiaba en socavar rápidamente el influjo peronista mediante reformas electorales y la proscripción del partido y la depuración de la dirigencia obrera; en 1957 se hizo evidente que ambos recursos habían fracasado. +
Así, en Argentina como en Brasil, parecían apagarse los últimos ecos del avance populista que en uno y otro país había sido promovido desde la cúspide del Estado por quienes desesperaban de otro modo de mantenerse en ella en el clima nuevo de la posguerra, y que se había revelado con todo más duradero que las experiencias de signo menos inequívocamente democrático que en Perú, Venezuela y Guatemala surgieron bajo el estímulo de ese clima. En Perú él se reflejó en la victoria lograda por la coalición democrática que, hecha posible por la aquiescencia de las fuerzas hostiles al APRA tanto en el campo político como en el militar, iba a ser usada por ésta para rehacer y ampliar las organizaciones sindicales adictas en Lima y en las plantaciones de las costa norteña, mediante el recurso frecuente a ese gran instrumento de reclutamiento que es la huelga.
Las tensiones que llevaron a la crisis precoz de esa experiencia de democratización surgieron en cambio en el campo político.
La frustración de los apristas, que descubrían que su victoria electoral no los había salvado de la marginación, volvió a expresar en atentados personales y finalmente, en 1948, en una tentativa insurreccional con significativo apoyo en la marina de guerra pero muy escaso en el ejército. El presidente respondió devolviendo al APRA a la ilegalidad, pero se rehusó a modificar su política económica en sentido favorable al sector exportador; en octubre de ese año era derrocado por un golpe militar que instaló en la presidencia el general Manuel Odría. La persecución del aprismo alcanzó ahora intensidad mayor que nunca en el pasado. El régimen reencontraba la base política de los de la década anterior; la derecha peruana, reactualizaba su alianza con el ejército. Frente a una economía mundial en alza podía por otra parte retornar más plenamente que en los años de la depresión a las soluciones de los años dorados de la república oligárquica. Perú volvía a una apertura desconocida en casi todas partes desde 1929, las consecuencias estaban lejos de ser negativas, y hasta 1955, por el contrario, la economía nacional se mantuvo en ascenso.
A la vez los nuevos gobernantes no dejaban de advertir que la base ofrecida por la alianza oligárquica-militar no era ya suficiente para implantar ninguna solución política sólida; el presidente y su esposa parecieron dispuestos a utilizar las elecciones del peronismo, otorgando el voto a las mujeres, entre las cuales la señora María Delgado de Odría esperaba reclutar nuevos apoyos a su marido. Era el momento que el aprismo había esperado pacientemente. Las elecciones de 1956 dieron la presidencia al candidato favorecido por el aprismo, que era el veterano Manuel Prado. El arquitecto Fernando Balaúnde, que había sólo tenido fugaz participación política como candidato independiente en las filas apristas, apuntó a aquellos lugares en donde el APRA había perdido su mayoría, esto es, Lima y su fortaleza norteña. Balaúnde no sólo encontró apoyo en Lima, donde atrajo a los sectores ansiosos de cambio perdidos por el APRA, y en su nativa Arequipa; también los reclutó en la sierra del sur.
De esta manera, la gestión de Prado iba a mantener la economía peruana en el rumbo fijado por Odría.
Mientras en Perú la democratización de posguerra fue hecha posible por el avance de fuerzas opositoras de base popular, consentido pero no apoyado desde las alturas del poder, en Venezuela y Guatemala iba a sostener en la alianza entre quienes debían consolidar el control recientemente adquirido del aparato estatal y fuerzas político-sociales hasta la víspera marginadas o reprimidas. En Venezuela la oportunidad abierta a Acción Democrática cuando su jefe Rómulo Betancourt fue puesto al frente de la Junta de Gobierno por los oficiales de rango medio protagonistas del golpe militar de octubre de 1945 iba a ser utilizada para llevar adelante no sólo una vertiginosa ampliación de las funciones asistenciales del estado, y una reforma de legislación laboral y de prevención muy favorable a los asalariados, sino también una arrolladora expansión del partido y los sindicatos. En 1947 una abrumadora mayoría eligió a Rómulo Gallegos. Con el beneplácito de los otros partidos, que se temían también condenados a perpetuar marginalidad, éstos derrocaron en 1948 a Gallegos. La tentativa de crear un poder de base militar, que se espera legitimar por vía electoral, en beneficio de su sucesor en el poder, el coronel Pérez Jiménez. Pero éste no obtiene el apoyo de los partidos rivales de Acción Democrática, y en 1952 sólo llega a la presidencia constitucional gracias a la abierta falsificación de los resultados electorales. El nuevo régimen militar abandona los esfuerzos por mantener y acentuar la diversificación económica, y prefiere bogar sobre la cresta de una coyuntura más favorable que nunca, ganando adhesiones múltiple entre empresarios extranjeros y locales. La dictadura de Pérez Jiménez aparecía lo bastante consolidada para servir de huésped al aerópago panamericano que en 1954 descubrió en la acción comunista un peligro para la democracia continental. Pero la solidez del régimen dictatorial dependía de la euforia petrolera; y cuando Pérez Jiménez decidió hacer de la renovación presidencial de 1958 la ocasión para una nueva victoria electoral obtenida del mismo modo que las suyas anteriores, esa euforia había disminuido ya considerablemente. La ascendente producción de petróleo en el mundo árabe afectaba negativamente tanto los precios como las posibilidades de expansión de la venezolana.
En enero de 1958 una junta militar tomó el poder y convocó  a elecciones, en ellas Betancourt fue elegido presidente gracias al apoyo del voto rural, mientras en Caracas el primer puesto correspondía al almirante Wolfgang Larrazábal. Así la nueva prudencia de Acción Democrática se contó entre las causas del deterioro electoral que la obligaría luego a perseverar en ella.
En Guatemala, un proceso comenzado bajo análogos, auspicios va a tomar un curso muy diferente. Poco meses después de la caída de Ubico, un alzamiento exitoso de oficiales jóvenes, que elimina a la cúspide militar y convoca a elecciones; en ellas es elegido presidente Juan José Arévalo. Al llegar el momento de elegir el sucesor de Arévalo se perfilaron dos candidatos militares, pero uno de ellos el mayor Arana, murió en circunstancias que sus adictos juzgaron sospechosas. Su rival, el coronel Jacobo Arbenz, que de ese modo tan poco auspicioso alcanzó la presidencia en 1950. Arbenz procuró intensificar el esfuerzo de movilización y organización popular, entendiéndolo a áreas rurales antes no afectadas.
La caída sin lucha del gobierno de Arbenz fue seguida de la destrucción de las organizaciones obreras y campesinas destinadas a crear finalmente una base sólida para la revolución guatemalteca. El primer beneficiario de ese vacío político algo artificial fue el coronel Carlos Castillo Armas, jefe de la pequeña fuerza disidente ahora victoriosa, que iba a ocupar el poder hasta su asesinato, en 1957. En 1958 fue elegido para reemplazarlo el General Miguel Ydígoras Fuentes, cuya identificación con el orden político y militar anterior a 1944 lo hacía menos odioso.
La oleada democratizadora que, estimulada primero por la esperada victoria de las Naciones Unidas, iba a adquirir aún mayor ímpetu en la inmediatas posguerra, alcanzó en el resto de Latinoamérica resultados aun más efímeros o superficiales. En Ecuador, ésta se había traducido ya en 1944  en un retorno de Velasco Ibarra al poder, esta vez bajo los auspicios de un frente de liberales disidentes, socialistas y comunistas. Bajo égida militar fue elegido presidente Galo Plaza, que bajo su gobierno el litoral iba a completar su transformación en gran productor de bananas. Pero ni esa prosperidad bananera (cuack) ni su impacto social pudieron impedir el retorno de Velasco Ibarra, victorioso en la elección presidencial de 1952.
Es el vació político y social creado por una transición que está destruyendo silenciosamente mucho del viejo orden, pero no parece aun estar erigiendo otro en su lugar, el que los ecuatorianos esperan ver llenado por ese irrisorio redentor que es Velasco Ibarra, y su historia tragicómica es a la vez la de un siempre contrastado comienzo de democratización de la vida ecuatoriana.
En Paraguay, el resurgimiento de una exigencia antidictatorial, estimulado por la victoria mundial de las democracias, pudo en cambio ser aplastado. En 1945 el general Higinio Morínigo, que había gobernado como dictador desde 1941 con el apoyo del partido colorado, creyó oportuno inclinarse a los nuevos vientos y dirigir la democratización del régimen. El ensayo de liberación duró pocos meses, pero en 1947 la dictadura debió afrontar una revolución apoyada por los liberales, febreristas y comunistas. El desenlace incluyó una convocatoria a elecciones generales destinada a transferir el poder a Natalicio González. Desde el gobierno, González buscó reemplazar la dictadura militar con la de su partido, creando organizaciones coloradas paralelas a la policía y al ejército. El reemplazo de González por Federico Chaves, buscó perpetuar el predomino alcanzado por su partido.
El ejército reconoció también en ella una amenaza a su hegemonía, y en 1954 el general Stroessner derrocó y reemplazó a Chaves; desde entonces gobierna Paraguay un régimen esencialmente militar, que ha hecho del partido colorado un agente sin autonomía real, y reprime con dureza cualquier manifestación políticamente independiente. Hasta 1960 sus esfuerzos a favor del desarrollo económico alcanzaron resultados casi imperceptibles.
Por otro lado está Uruguay, que durante la guerra ha realizado ya su restauración democrática, cerrando el leve paréntesis dictatorial abierto en 1933, y lo ha hecho bajo el signo de una adhesión militante y obsesiva a la causa de las Naciones Unidas. Des esta manera, se destaca la figura de Luis Alberto de Herrera (veterano jefe de la fracción mayoritaria del partido colorado) quien en su campaña electoral de 1946, remozó su temática con motivos tomados del peronismo argentino, aunque no le dio la victoria. Pero abrió el camino para la reunificación bajo su jefatura del partido colorado.
El retorno del batllismo al poder que le había arrebatado el golpe de estado de 1933 tenía entonces muy poco de triunfal, y el vicepresidente Luis Batle Berres, sobrino del triunfador de esa fracción mayoritaria dentro del coloradismo, advertía la necesidad de darle nuevo vigor adaptando sus orientaciones a la conyuntura de posguerra.  La variante que Batle Berres propugnaba, era que sin romper con las orientaciones populares del batllismo buscaba hace de él el representante político de una nueva clase industrial a la que favorecía mediante un proteccionismo justificado con motivos ideológicos nacionalistas. Pareció de pronto la más adecuada para esa inesperada coyuntura que vivía Uruguay. Batle Berres alcanzó auténtico control del gobierno sólo en 1954, pero ya entonces la afiebrada prosperidad había comenzado a desvanecerse.                          
Surgió así una alianza política (del Interior blanco, de los departamentos granjeros, algunos de ellos tradicionalmente colorados, del difuso descontento de Montevideo) que ese año llevó al poder al partido que lo había perdido en 1865. Era para Herrera una victoria. La coalición triunfante no intentó seriamente destruir la burocracia parásita, y buscó aliviar la crisis de la industria que había condenado por artificial. Uruguay era el país que había sabido restaurar y conservar el orden democrático en una Latinoamérica convulsionada.
En América Central esa misma oleada democratizadora de la que brotó la revolución guatemalteca, cuyo derrocamiento iba a marcar quizá el punto extremo de su reflujo, iba a tener un impacto tan desigual como en el resto de Latinoamérica. En Nicaragua no alcanzó siquiera a turbar la solidez del dominio en Somoza (ni aun el asesinato de éste en 1956 iba a poner fin al predominio de esa empresa dinástica y política a la vez, de la que la elección de 1957 hizo titular a su hijo Luis), mientras el grupo gobernante acrecía sus provechos promoviendo una modernización económica centrada sobre todo en la agricultura de exportación, que agregó a los rubros ya tradicionales (café, productos de la ganadería y bananas), el algodón y otros.. Mientras en Honduras y El Salvador la transición a regímenes más oligárquicos que dictatoriales iba a mantenerse, en Costa Rica la guerra fría, en cuyos escollos naufragó la revolución guatemalteca, favoreció en cambio el éxito de otra a la que las circunstancias llevaron a definirse frente al conflicto mundial de modo muy distinto.
Desde 1940 un gobierno de base oligárquica había introducido a Costa Rica en el camino de la reforma social. A la oposición conservadora vino a sumarse en 1946 la de un nuevo partido de orientación socialdemócrata, fundado por un finquero de pasado conservador, José Figueres. Cuando en 1948 el presidente Teodoro Picado buscó imponer como sucesor a su predecesor José Calderón Guardia, una coalición del partido de Figueres y de la Unión Nacional conservadora conquistó la mayoría para el jefe de ésta, Otilio Ulate. El congreso desconoció ese resultado, y a ello siguió una guerra civil. Por un año y medio Costa Rica fue gobernada por una junta presidida por éste, que disolvió el ejército, nacionalizó la banca, introdujo un plan de fomento agrícola y desarrollo energético, costeado con un impuesto al capital, y arrojó al comunismo a la ilegalidad. Pero las elecciones para una asamblea constituyente, en abril de 1949, constituyeron un revés para las fuerzas de Figueres y un triunfo aplastante para las conservadoras, y a fines de ese año Ulate era elegido presidente. Su gestión presidencial, inspiró un descontento generalizado, que facilitó el resurgimiento del comunismo sindical, y abrió el camino para el desquite de Figueres, cuyo Partido de Liberación Nacional obtuvo en 1952 una victoria igualmente abrumadora.
Otra revolución era la boliviana. En 1946 fue el trágico derrumbe del régimen militar nacionalista rodeado entonces de tan intensa impopularidad. La coyuntura de posguerra se revelaba desfavorable a la economía boliviana; el monopolio del estaño creado por las victorias japonesas se había desvanecido irrevocablemente, y ese núcleo dinámico del sector exportador volvió a su anterior atonía.
Víctor Paz Estenssoro, candidato presidencial del MNR así reestructurado, fue en la elección de 1951 el más votado por el electorado de élite creado por la legislación aún vigente, aunque sin alcanzar la mayoría absoluta. Ese resultado bastó para poner en crisis el régimen; un golpe de estado promovido por las autoridades constitucionales que eran formalmente sus víctimas colocó en el poder al general Ballivián, pero suscitó bien pronto una sublevación, que compensó su mínimo apoyo militar con el muy eficaz de las improvisadas milicias mineras y el de un alzamiento popular. Esa victoria sobre el ejército regular cerraba la larga agonía del régimen oligárquico; desde abril de 1952 la revolución estaba en el poder. Y ella no sólo colocó a Paz Estenssoro en la presidencia, sino la lucha que lucha que le dio el triunfo había ya transformado al ejército en una sombra de sí mismo y creado en las milicias mineras un heredero de su poderío militar. Paz Estenssoro y sus camaradas del viejo tronco del MNR temían los efectos más generales que ese poder nuevo podía tener en una etapa de redefinición radical del orden político y social boliviano; de inmediato buscaron limitarlos promoviendo a otros poderes rivales. La reforma agraria fue en cambio el instrumento que permitió improvisar un foco alternativo de poder a la vez político y militar capaz de poner dique inmediato a la expansión del minero. En 1956 Hernán Siles Suazo reemplazó a Paz Estenssoro, tomó a su cargo imponer esa reflexión en el rumbo revolucionario, pero, aunque realizó progresos reales en el camino de la estabilización económica, no logró atenuar los problemas que debía afrontar la población urbana ni tampoco introducir cambios decisivos en la explotación del estaño, luego de que los primeros intentos en ese sentido chocaron en la resistencia irremovible de los sindicatos mineros. En 1960 Estenssoro reemplazaba en la presidencia a Siles Suazo.
La revolución boliviana seguirá siendo el de crear un orden económico a la vez viable y adecuado al marco sociopolítico tan vigorosamente implantado por la victoria revolucionaria de 1952; en la etapa que se avecina la solución para ese problema seguirá sin hallarse, y el bloqueado proceso revolucionario se instalará permanentemente en la crisis.
En Colombia, sin duda el presidente Ospina Pérez (triunfante en 1946 gracias a la división liberal) abandonó su esperada moderación para rehacer la hegemonía conservadora. El control de las fuerzas conservadoras había pasado de manos del presidente a las del jefe del sector más intransigente de ese partido, Laureano Gómez, decidido a poner los recursos del gobierno tras de su candidatura presidencial. El deterioro del clima político era tan avanzado que los liberales no osaban ya usar instrumentos de protesta que el silencio; contaban ahora para ello con un jefe, Jorge Eliécer Gaitán, capaz de conducir a las gigantescas muchedumbres antes movilizadas por su oratoria. El asesinato de Gaitán ofreció el punto de partida para el más devastador tumulto urbano de la historia hispanoamericana. El bogotazo hizo vacilar por un instante al gobierno de Ospina. De esta manera, es innegable que las vastas migraciones suscitadas por el ciclo de matanzas. Pero esos efectos sólo iban a aflorar más tardíamente, y en lo inmediato la violencia se presentaba, sobre todo desde que Laureano Gómez tomó la presidencia en 1950, como el instrumento por excelencia para una reestructuración de la vida colombiana. Mientras el liberalismo, el comunismo y los sindicatos a ellos adictos eran sometidos a persecución sistemática. Gómez no vaciló en desafiar a la opinión pública norteamericana extendiéndola también a las misiones protestantes y su todavía exigua grey de conversos. Hacia 1953 el ejército se resolvió a poner fin a la tentativa restauradora de Gómez, e instaló en su lugar al general Gustavo Rojas Pinilla, identificado con las corrientes moderadas del partido conservador. Rojas Pinilla buscó una base política más personal en el antiguo séquito de Gaitán. Cuando se hizo claro que Rojas Pinilla no renunciaba a ese proyecto, el doctor Alberto Lleras Camargo, jefe del liberalismo, emprendió una peregrinación al balneario español donde transcurría su deterioro el doctor Laureano Gómez, y llegó con él a un acuerdo por el cual los dos partidos históricos convenían en restaurar más sólidamente la democracia. La concertación del Pacto Nacional tuvo efectos inmediatos; la Iglesia se sumó a la lucha contra el régimen de Rojas Pinilla, y a ello siguió una huelga general.
En Chile la transición política inaugurada por el triunfo del Frente Popular, no vino a exceder un marco institucional que parecía haber recobrado su proverbial firmeza. La victoria de las Naciones Unidas hallaría eco local en la resurrección del Frente Popular. Gabriel González Videla, es así electo en la elecciones presidenciales de 1946. Las elecciones municipales de 1947 reflejaban un dramático avance del electorado comunista. González Videla decidió entonces llevar su reorientación política hasta sus últimas consecuencias, lo que le permitiría no sólo resolver su problema más inmediato, sino alinear firmemente a Chile en la guerra fría, y conservar así las simpatías que en Washington habían encontrado las sucesivas administraciones de Frente Popular; tras de reprimir la huelga general con que vino a desafiarlo el comunismo, puso a éste fuera de la ley, despojó a sus militantes de sus derechos electorales y sindicales. Así se extinguió el Frente Popular, mientras la transformación del radicalismo en el núcleo de un nuevo alineamiento conservador comenzaba por hacer de éste el primer partido chileno.
Carlos Ibáñez, fue el propulsor de una renovación radical puesta al servicio de objetivos socioeconómicos que incluían el fin de la inflación, la reforma agraria, la modernización rural y la aceleración del avance industrial. Así, fue el candidato más votado en 1952, no alcanzó tampoco él mayoría absoluta, pero el congreso se apresuró a elevarlo a la presidencia. Su gestión iba a ser muy poco afortunada. Las elecciones de 1958 marcaron un momento decisivo en la transición política abierta veinte años antes por el triunfo del Frente Popular. Allende, como campeón de la izquierda, era uno de los dos mayores rivales de la contienda presidencial, alianza de izquierda por él liderada iban a ofrecer a partir de entonces, y hasta la abolición del sistema democrático en 1973, el único polo permanente en un espectro político en que la frontera que separaba a esa izquierda del resto de las corrientes partidarias era universalmente reconocida como la que realmente contaba. La súbita transformación de la izquierda en el único protagonista necesario del drama político chileno encerraba para ella quizá más riesgo que promesas.
El comunismo advertía muy bien, y por ello se obstinaba en oponer la noción de frente popular a la de frente de trabajadores preferida por el socialismo que si se atenía a esta última era en parte porque quería redefinirse. En ese frente más amplio al que aspiraba el comunismo el papel de vocero del reformismo de clase media no correspondía a un nuevo partido, el Demócrata Cristiano, creado en 1957 al incorporarse a Falange Nacional, el ala izquierda del partido conservador; ya en las elecciones presidenciales de 1958 esa formación tan reciente ganaba al tercer lugar para su candidato Eduardo Frei.
Mientras en Colombia el curso político se hundía en la tragedia, y en Chile continuaba avanzando entre oposiciones sociopolíticas meticulosamente explicitadas por partidos que se identificaban con ellas, en México su rumbo de avance seguía fijado por una élite gobernante que desde 1940, sin dejar de proclamar su lealtad a los objetivos sociales de la revolución, los había sacrificado sistemáticamente a la aceleración del avance económico; durante el gobierno de Avila Camacho, la izquierda política y sindical, que había acatado disciplinariamente la pausa a las reformas sociales. La elección del sucesor de Avila Chamaco pudo así darse en un marco político cuya solidez se reflejaba en la ausencia de desafíos al heredero designado por el presidente saliente tras de arcanas consultas con quines ocupaban las cumbres del poder en el partido y el estado. Era éste Miguel Alemán, que a diferencia de sus predecesores no provenía del ejército, y pertenecía a una generación que no había participado en las luchas de la revolución. Bajo su égida México entraba por fin de lleno en la etapa posrevolucionaria.
Aunque la economía mexicana introducía soluciones también ensayadas en el resto de Latinoamérica, lo hacía combinándolas de un modo que le era peculiar; detrás de esa peculiaridad se ha descubierto ya el factor diferencial constituido por la intimidad necesariamente mayor entre la economía mexicana y la estadounidense. Por otra parte, en esa sociedad más resignada a aceptar los límites que imponen a sus aspiraciones las políticas socioeconómicas adoptadas por quines pueden hacerlo, resultaba más fácil a éstos limitar también el influjo político de la fuerza armada, que en el resto de Latinoamérica se estaba transformada, en un marco de acrecida tensión sociopolítica, en un grupo de presión aun más temible que en el pasado. Con ello se acrecienta aun más la libertad con que la élite gobernante mexicana puede decidir su política económica y financiara.
El balance de la gestión de Alemán era en verdad impresionante: mientras el avance industrial figuraba entre los más rápidos del planeta, sorprendentemente el de la agricultura lo dejaba atrás. En 1952 Adolfo Cortines sucedía a Alemán; aportaba al régimen una reputación de probidad casi anacrónica, y desde el gobierno no sólo se esforzó por eliminar los ribetes más escandalosos del estilo administrativo de su predecesor, sino innovó profundamente en la política financiera de éste.
En 1958 la elección de Adolfo López Mateos pareció anunciar una nueva inflexión de la política y la economía mexicanas. Así creyeron entenderlo organizadoras sindicales cercanos al Partido Comunista, pero la huelga ferroviaria con que se prometían inaugurar con beneplácito del estado una nueva etapa de acción sindical espontánea provocó una represión extremadamente brutal.
La inflexión en la política obrera resultó a la postre menos significativa que la de la política agraria, que iba a seguir líneas aun más ambiguas. López Mateos dio un nuevo impulso a la reforma. Por una parte, en el México central la creciente presión campesina sobre la tierra era aliviada gracias a la entrega de la aún no afectada. En el norte del país el avance de la reforma es en cambio un aspecto decididamente menor de una transformación de gigantesca envergadura. De este modo México, si no había creado la sociedad más igualitaria que la revolución había prometido, y por el contrario mantenía después de décadas de gestión revolucionaria desigualdades más marcadas que otros países latinoamericanos gobernados por regímenes abiertamente conservadores.
Por otro lado, la anexión de Puerto Rico a los Estados Unidos había sido seguida de un intento de asimilación a través de la escuela, pronto fracasado y paulatinamente abandonado, pero también de progresos sanitarios que contribuyeron a un aumento  de población cada vez más rápido, y de la conquista reglada de las tierras fértiles por intereses azucareros norteamericanos, que erigen rápidamente una nueva economía casi tan cercana al monocultivo como lo había sido la de las West Indies durante el florecimiento de la plantación.  El ingreso de la política de masas en Puerto Rico fue en buena medida el resultado de la acción tenaz de un hijo del patriciado autonomista, Luis Muñoz Marín. El Partido Popular Democrático por él fundado puso en primer plano temas que una clase política obsesionada por el lazo colonial había ignorado. En 1947 triunfó en las primeras elecciones de gobernador.
Sólo la Revolución Cubana, al devolver al nacionalismo antiimperialista al centro mismo de la problemática política latinoamericana, vino a privar al experimento político y socioeconómico del Estado Libre Asociado de todo valor ejemplar. Desde 1902 la Cuba que se dice independiente está sometida a la tutela política de los Estados Unidos, y la situación no cambia cuando en 1933 su huellas son borradas de la constitución cubana por la derogación de la llamada Enmienda Platt. En 1944 la nación va a conocer por primera vez gobiernos elegidos por mayorías no forzadas o falsificadas, esta es la presidencia de Ramón Grau San Martín. Desde la presidencia, Grau San Martín consolidó el predominio electoral de su partido mediante un uso sistemático de la corrupción. Su ministro de trabajo, Carolos Prío Socarrás, es quien surgiese como su sucesor en 1948, en elecciones razonablemente liberales de fraude y violencia. Con Prío Cuba entraba de lleno en la guerra fría. Una reacción patriótica y moralizante, que tocaba una fibra siempre sensible de la conciencia nacional, encontró un vocero eficacísimo en Eduardo Chibás, que como candidato del nuevo partido ortodoxo comenzaba a perfilarse como seguro vencedor en la elección presidencial de  1952. Quien no sería electo era el tercer candidato en la contienda: Batista, luego de una breve etapa en que se lo vio militar en el Movimiento de la Paz y otros igualmente cercanos a sus antiguos aliados comunistas, se había ya alineado sin equívocos en la guerra fría, esperando ganar con ello tolerancia norteamericana para una intervención militar que corrigiese las consecuencias de la invencible frialdad que le seguía mostrando la opinión cubana. En 1952 esa intervención le entregó el poder, que debió ejercer de modo mucho más represivo que en el pasado. Fue precisamente un joven abogado incluido como candidato en las listas parlamentarias de la ortodoxia, Fidel Castro, quien el 26 de julio de 1953 capitaneó el asalto al cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, que en la mente de sus promotores debía marcar el comienzo de una insurrección generalizada. En 1954 Batista es elegido presidente en comicios en los que es candidato único.
La huelga proclamada por Castro fracasa cuando ni los sindicatos antes auténticos, que se han apresurado a acercarse luego del golpe a Batista, ni el comunismo, que rechaza la táctica insurreccional, le conceden el apoyo. Pero la guerrilla comienza ya a incursionar en el llano, y los incendios de cañaverales sugieren que el gobierno de orden que quiere ser Batista es cada vez menos capaz de mantener el orden.
En agosto de 1958 comienza la ofensiva final del ejército rebelde, que enfrenta a un adversario ya totalmente desmoralizado; el primero de enero de 1959 los barbudos guerrilleros entran en triunfo en una capital en delirio. En el marco de esa vertiginosa metamorfosis Fidel Castro, que ha emergido en el día de la victoria como jefe del más importante de los focos insurreccionales y cuya primicia en el movimiento triunfante. Así, se transforma en el Jefe Máximo de un régimen cuyo autoritarismo conduce a una extrema concentración del poder en la solitaria cima que él ocupa.

MIRES – Cuba: entre Martí y las montañas.

Pocos procesos históricos han ejercido tanta fascinación como la Revolución Cubana. Partidos y movimientos nacionalistas, marxistas y cristianos se sentían atraídos por el ejemplo cubano y aparecían grupos dispuestos a emular la odisea de Castro y el Che. La Revolución Cubana se dio en los términos de la más estricta continuidad con la historia del país, lo que dista de ser un factor secundario pues Cuba es el único país de América en donde la emancipación respecto a España pudo vincularse con las luchas sociales del S XX.
LA TRADICIÓN NACIONAL. El Movimiento 26 de Julio (M26J) parece ser un punto de concentración de la tradición política de Cuba. Como lo definió el mismo Fidel Castro en 1955 en un mensaje al Partido Ortodoxo: “el M26J no constituye una tendencia al interior del Partido Ortodoxo; es el aparato revolucionario del chibasismo que ha surgido para luchar contra la dictadura cuando la ortodoxia ha demostrado ser impotente debido a sus divisiones”.
LA TRADICIÓN SOCIAL. La guerra de independencia contra España ocurrió en un período en el que en Cuba ya se habían establecido algunas relaciones sociales de tipo capitalista. Por ejemplo, una precaria burguesía comercial y una clase obrera bien organizada. Por tal razón, la ideología de Martí no es solo nacional sino también social. Martí comprometió su práctica por una independencia respecto a España y también a EEUU.
LA DICTADURA DE MACHADO. No es difícil imaginar la historia cubana como un drama en tres actos. El 1º hecho fue la lucha por la independencia, el 2º la revolución antimachadista, y el 3º, la revolución castrista.
Machado era el representante de una dictadura con los siguientes rasgos: subordinación a EEUU, ejercicio militar del aparato del Estado, incapacidad congénita de las clases dominantes para convertirse en clases dirigentes.
El principal factor desestabilizador del régimen de Machado fue la crisis de 1929. Un ejemplo es la baja en las exportaciones de azúcar, y también su precio. La crisis sólo podía tener consecuencias políticas. Por una parte, en el propio bloque de dominación algunos empresarios desertaron culpando a Machado de no proteger sus intereses frente a EEUU. En tanto que otros lo culpaban de no integrarse aún más a la economía norteamericana. Estos últimos no vacilaron en solicitar al Departamento de Estado de EEUU la invasión, a fin de que lo liberaran de un mal gobernante. Esta petición se basaba en hechos precedentes. A fines del S XIX EEUU invadió Cuba para preservar el “orden interno”. En 1901, Cuba obtuvo la independencia, pero su gobierno tuvo que suscribir la llamada Enmienda Platt, reconociendo el derecho de EEUU a controlar la economía exterior del país e intevenir para proteger al país.
LA REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA. El foco catalizador de la lucha contra Machado fue la universidad. Esto no es por lo demás extraño en los movimientos sociales del S XX. La principal organización política surgida del estudiantado fue el Directorio Estudiantil Universitario donde militaron quienes después serían figuras políticas como Chibás, Raúl Roa, y el ex presidente Prío Socarrás. El líder del directorio fue el legendario Antonio Guiteras. Una segunda fuerza política de importancia fue el ABC, inspirado en ideologías populistas a fines de la década del ’20. Particularmente decisiva en el derrocamiento de Machado fue el movimiento obrero. Conjuntamente con los esclavos, los obreros coexistían con una enorme masa de desempleados: el azúcar sólo podía ofrecer 20.000 empleos estables. La resistencia obrera a Machado tendió a concentrarse entre los trabajadores del tabaco. Allí los comunistas encontraron un medio de inserción gracias sobre todo al activismo obrero del líder juvenil Julio Mella, aunque por lo general predominaban las posiciones anarquistas.
Cuando el 20 de marzo de 1925 Machado asaltó el poder, se encontró con un movimiento obrero pequeño pero que venía utilizando la huelga como arma política. Entre 1918 y 1919 hubo varias huelgas generales convocadas por “comandos provisorios” en cada provincia.
La resistencia a Machado tomaría muy pronto un carácter popular y masivo. Frente a una resistencia en la que se cruzaban reivindicaciones democráticas y las luchas obreras, la dictadura no tenía más recurso que el de reprimir. El prontuario criminal de Machado es portentoso: masacres estudiantiles, asesinatos a figuras políticas de peso, actos de salvajismo arrojando a la bahía de La Habana los cadáveres mutilados de prisioneros políticos, asesinatos por encargo, etc. En esas condiciones, hasta algunos machadistas abandonaban el gobierno.
Machado perdió la batalla decisiva cuando en 1930 levantó la consigna: “En Cuba no habrá huelga que dure más de 24 hs.”, y se produjo una huelga que duró mucho más y paralizó a todo el país. Un caso fue la gran huelga general de 1933. Por si fuera poco, EEUU y la Iglesia retiraban su apoyo a Machado, y prácticamente todos los partidos se pronunciaban en contra de la dictadura. Machado sería derribado el 12 de agosto por un movimiento de masas.
EL RETORNO DE LOS UNIFORMES. Machado fue sucedido por un breve gobierno de transición dirigido por Carlos Manuel de Céspedes. Inmediatamente, el directorio se opuso al nuevo gobierno con la consigna: “Céspedes no es un tirano, es un inútil”, exigiendo su renuncia. La caída de Machado había sido facilitada por la debilidad del ejército. Del interior del ejército surgió el “movimiento de los sargentos” dirigido por Pablo Rodríguez. Dentro de ése ejército se formó una junta revolucionaria, alternativa al gobierno oficial. Allí comenzaba a hacer sus primeras experiencias un hábil cabo llamado Fulgencio Batista. Así, el “futuro Machado” haría su entrada en la política, cubierto con el manto de la revolución democrática y popular.
Los sargentos se unieron al directorio proclamando la “reagrupación revolucionaria de Cuba”, destituyendo a Céspedes y entregando el gobierno a la llamada “pentarquía” presidida por Ramón Grau San Martín. La pentarquía era un gobierno de compromiso y su función era coordinar los distintos poderes que habían cristalizado en el período de lucha contra Machado.
CONTRARREVOLUCIÓN EN LA REVOLUCIÓN. San Martín decidió situarse en una posición intermedia entre los restos del antiguo bloque de dominación y los grupos revolucionarios. Pero, como suele ocurrir en estos casos, no satisfizo a ninguno de esos extremos.
Batista comprendió que su hora se acercaba en la medida en que el gobierno de San Martín se desintegraba a causa de sus propias contradicciones internas. Mientras tanto, el militar dedicaba sus esfuerzos a consolidar sus posiciones dentro del ejército. Y los hechos le dieron la razón: los miembros del antiguo directorio estaban aislados políticamente en el gobierno. Por si fuera poco, debían soportar la oposición del PC que los acusaba de “socialfascistas”. El gobierno estaba carcomido por divisiones internas y además cercado desde todos los frentes. Ante esa situación, el ejército aparecía como el único garante del orden. El 18 de enero de 1934, San Martín abandonó el gobierno y su cargo fue ocupado por el coronel Mendieta. Batista, por entonces, sólo era una “eminencia gris” y su juego consistía en que Mendieta y otros títeres realizaran el trabajo sucio de eliminar a sectores más radicales. De este modo, desde 1934 hasta 1940 gobernó un régimen batistiano sin Batista, y desde 1944, con el dictador.
LOS EQUILIBRIOS DE BATISTA: Batista se encargó de destruir los restos del machadismo, y metódicamente, al guiterismo. Guiteras, a la cabeza de una nueva organización revolucionaria llamada Joven Cuba, intentaría retomar la continuidad de las luchas contra Machado. Pero Batista no era (todavía) Machado, y contaba con la suficiente legitimación social para impedir que la lucha de Guiteras pudiese pasar de un estado militar a uno político. El 8 de mayo de 1955, cuando Guiteras se disponía a abandonar Cuba para preparar desde el exterior un desembarco armado en la isla, fue asesinado por los esbirros de Batista. De la misma manera, Batista ejerció una dura represión en contra de los comunistas. Estos identificaron a Batista como fascista. Aunque en un sentido estricto Batista no lo era, la política del frente popular permitió al menos al PC salir del aislamiento a que lo había conducido su política ultraizquierdista durante el gobierno de San Martín.
La dictadura de Batista no estaba en condiciones de llevar hasta sus últimas consecuencias la lenta contrarrevolución iniciada en 1933. La base social de la dictadura era contradictoria. A comienzos de 1935 parecía tener lugar en Cuba una reedición de aquel bloque social que liquidó a Machado. Algunos sectores empresariales manifestaban su disconformidad con la dictadura. Los obreros urbanos y rurales desataban una escalada de huelgas. Los comunistas practicaban una política unitaria. Hasta los campesinos se revelaban. Como resultado de la concertación de todos esos intereses, tuvo lugar una exitosa huelga general cuya consigna central era política: “gobierno constitucional sin Batista”. Las movilizaciones tuvieron el mérito de paralizar la contrarrevolución. A partir de ahí la dictadura asumiría un papel administrativo. Incluso dentro del régimen hubo algunas aperturas, que culminarían con la dictación de la Constitución de 1940, la más democrática de todas pero que nunca de aplicó. En nombre de esa constitución, Fidel Castro llamaría a empuñar las armas años después.
La contrarrevolución militar tampoco encontró apoyo en el exterior. El gobierno de EEUU postulaba la no intervención en asuntos internos de países latinoamericanos. Pero en los momentos en que la dictadura militar hacía equilibrios para mantenerse en el poder, recibió un regalo de Moscú: el apoyo que le otorgaron los comunistas. Así, a partir de 1938, Batista pasó a ser considerado por el PC como un gobernante democrático y progresista.
LA FRAGIL DEMOCRACIA. Después de finalizado el gobierno de Batista (1944), San Martín accedió al gobierno con el 55% de los sufragios. El PC, después de sus absurdas políticas junto a Batista, decidió concentrarse en la actividad sindical donde obtuvo algunas plazas gracias sobre todo a un paciente trabajo burocrático. Por otro lado, los militares, con Batista a la cabeza, volvían tranquilamente a los cuarteles a la espera de un momento más propicio. Durante los gobiernos democráticos de San Martín y Prío Socarrás tuvo lugar una surte de modernización de las relaciones de dependencia tradicionales. En EEUU se perfilaban proyectos destinados a descongestionar las simples vinculaciones a través de los enclaves, a fin de desarrollar un tipo de penetración económica que diese ciertas preferencias a inversiones en el área industrial. En países como Cuba esto significaba recomponer la estructura interna del bloque de dominación.
A fines del gobierno de Socarrás (1948-1952), la comisión norteamericana Truslow recomendaba la sustitución de estructuras arcaicas por la industria. Se quería desarticular el andamiaje central del sector oligárquico residente en La Habana y dar oportunidades a nuevos inversionistas. El proceso no podía imponerse sin una redefinición de fuerzas en el interior del sistema tradicional de dominación teniendo lugar así un aumento de las contradicciones entre las clases propietarias. De este modo, los gobiernos de San Martín y Prío Socarrás se vieron obligados a desempeñar la función arbitral que antes había cumplido Batista.
El enorme grado de dependencia de los empresarios cubanos hizo imposible que los enfrentamientos en el interior del bloque dominante se hubieran dado entre un sector nacional y otro extranjerizante de la economía. En un país donde las únicas inversiones extranjeras de importancia provenían de EEUU, y en donde la participación de EEUU era decisiva, había poco lugar para ese tipo de enfrentamientos. Ni el gobierno de San Martín ni el de Socarrás estaban en condiciones de definir a favor de uno u otro grupo. Dada las indefiniciones, los grupos económicos aprovecharon la oportunidad para obtener prebendas y favores, teniendo lugar así una visible corrupción que sería utilizada en 1952 por Batista como pretexto para justificar su golpe de estado.
LA MORAL DE LA POLÍTICA. La oposición al sistema imperante saldría de las propias filas del gobierno representada en un místico personaje: Eduardo Chibás. En el PRC era uno de los representantes de sus fracciones más radicales. En 1947 se produjo la ruptura de Chibás con el PRC, naciendo el Partido Ortodoxo opuesto a los gubernistas. De inmediato Chibás levantó una política que denunciaba la corrupción imperante.
El nuevo partido intentaba situarse en continuidad con las tradiciones revolucionarias de 1933 y se entendía como una prolongación del “guiterismo”. Aparte de esas buenas intenciones carecía de un programa económico y político definido. Pero la simple apelación a la moral pública surtió efecto para contrarrestar la omnipotencia del partido de gobierno. De esto modo se creaban las condiciones para una oposición democrática. Fidel Castro, joven estudiante de derecho, vio también en ese partido la posibilidad de una alternativa dentro del precario sistema democrático vigente y por eso aceptó su postulación a diputado por la Ortodoxia.
El PRC, autodenominado Auténtico, levantó una campaña en contra de Chibás, acusándolo de corrupción. El sensible Chibás reaccionó emocionalmente. El 5 de agosto de 1951, poco después de un discurso radiofónico, se suicidó. Rápidamente, su nombre se convirtió en símbolo de la lucha en contra de la corrupción y se hizo patente un sentimiento de simpatía hacia la Ortodoxia. Los ortodoxos estaban seguros de ganar las próximas elecciones. Sin embargo, sus esperanzas se derrumbaron por el golpe de estado de 1952 encabezado por Batista.
EL FIN DE LA CONTINUIDAD POLÍTICA. El golpe destruiría la frágil democracia cubana. El propósito de Batista era impedir que el candidato de la Ortodoxia, Roberto Agramonte, ganara las elecciones. Lo que el dictador no había previsto era que, a partir de ese momento, se crearían las condiciones necesarias para una unidad política nacional, pero en contra suya. Batista había calculado mal. La primera vez que había llegado al gobierno, lo había hecho nadando sobre la ola antimachadista. Pero ahora llegaba en contra de un gobierno constitucional legítimo. La resistencia se vio facilitada por la incapacidad del régimen para obtener una mínima legitimación. Así, los enemigos “legales” e “ilegales” de Batista se mezclaban y la lucha armada era aceptada como una posibilidad de salida.
Fue en el movimiento estudiantil vinculado a la Ortodoxia donde comenzó a configurarse una tendencia política basada en tres premisas: la 1º planteaba la necesidad de restaurar las libertades democráticas; la 2º era una diferenciación con el Partido Auténtico, y la 3º planteaba recurrir a las armas a fin de secundar un eventual movimiento de masas. Quien más insistía en estas premisas fue Fidel Castro. Una de las preocupaciones de Castro era dejar sentada la legitimidad democrática de la lucha: desde el momento en que los tribunales sancionaban a la dictadura como legal, sancionaban su propia ilegitimidad. En consecuencia, la revolución era legal.
EL ASALTO AL CUARTEL MONCADA. La primera puesta en escena de un plano insurreccional que estaba naciendo fue el asalto al cuartel Moncada, el 26 de julio de 1953. El asalto estaba combinado en principio con acciones subversivas. El plan formaba parte de una estrategia que debería culminar en una insurrección popular. El asalto parecía una loca aventura. Sin embargo, años después Castro seguía afirmando que el Moncada era posible de tomar. Además, la creencia de que el pueblo se levantaría al llamado de los revolucionarios se apoyaba en ciertos datos: la dictadura no pisaba fuerte, la Iglesia se manifestaba en defensa de los derechos humanos, los estudiantes ocupaban las calles, etc.
En el Castro del Moncada, la noción de pueblo predominaba sobre la noción de clase. Pero al mismo tiempo es necesario destacar que tal noción correspondía a un pueblo concreto, dividido a su ve en diversas clases. ¿Cuál era el pueblo de Fidel Castro? Él proponía una alianza entre pobres del campo y la ciudad, campesinado pequeño propietario y sin tierras, subproletariado agrícola, proletariado industrial, fracciones de las capas medias y de la pequeña burguesía. Se trataba de una alianza de todas las clases subalternas de la sociedad, sin la hegemonía específica de ninguna en particular. Lo expuesto significa que el sentido democrático de la revolución debería ser condicionado por su carácter popular.
EL MOVIMIENTO 26 DE JULIO. El M26J surgiría como un producto de una verdadera confluencia histórica, pues se encontraba ligado a las tradiciones revolucionarias de los ’30, al chibanismo de los ’40, al nuevo movimiento estudiantil y a toda la oposición democrática en contra de la dictadura.
La amplitud ideológica del movimiento se complementaba con una dirección política cerrada y centralizada, relativamente autónoma respecto al resto de la organización. Este movimiento surge como producto de aquellas condiciones determinadas por la lucha en contra de la dictadura. Extraña combinación de movimiento social, frente popular y partido político; coexistían en su interior la extrema amplitud con el centralismo extremo.
LOS SUPUESTOS DEL DESEMBARCO. Después del asalto al Moncada, el segundo capítulo relevante de la revolución cubana fue el legendario desembarco del Granada, el 2 de diciembre de 1956. Los puntos nodales de la estrategia política de 1953 seguían vigentes en 1956, pues el desembarco se realizaría, al igual que el asalto, con base en la creencia de que un movimiento popular urbano estaba pronto a levantarse en contra de la dictadura.
Entre 1953 y 1956 había tenido lugar en La Habana una notable activación del movimiento estudiantil y sobre la base de la Federación Estudiantil Universitaria, había surgido una organización política llamada El Directorio, agrupado en torno a un líder católico: José Echeverría. El Directorio se expresaba en dos vertientes: la lucha callejera y la lucha armada, y era una fuerza política autónoma y competitiva respecto al 26. Tan parecido y competitivo era que el 13 de marzo de 1957 asaltó el Palacio Presidencial para ajusticiar a Batista, pero allí perderían la vida Echeverría y otros dirigentes.
LA DIFICIL UNIDAD. Aunque los rebeldes así lo creían, no fueron sólo razones técnicas las que impidieron el estallido de la insurrección. Todavía les llevaría tiempo entender que tal insurrección sería el resultado de una unidad social y política cuidadosamente elaborada. Lograr esa unidad era imperativo para el 26 si no quería permanecer aislado en las montañas esperando el estallido de la soñada insurrección de masas.
Hasta la primera mitad de 1957, Castro y sus compañeros trataron de consolidar sus posiciones en la sierra. Algunas batallas victoriosas como las de La Plata y el Uvero, aunque no significativas, devolvieron la moral a los combatientes. Pero el asalto al Palacio realizado por El Directorio les demostró que el 26 no era la única “vanguardia” y que ese papel deberían conquistarlo no sólo en el terreno militar sino también en el político. El 25 dio a conocer, el 12 de julio del ’57, el llamado “Manifiesto de la Sierra”. Allí era postulada la unidad más amplia llamando a la realización de “elecciones democráticas e imparciales” a fin de restituir el régimen mediante la previa formación de un gobierno provisional.
El 26 se preocupaba por la unidad y por establecer su identidad respecto de otras organizaciones. Tal preocupación se manifiesta a fines de 1957 en una carta que desmentía que se hubiese firmado una declaración conjunta con el Partido Revolucionario Cubano, el Partido del Pueblo Cubano, El Directorio Revolucionario, el Directorio Obrero Revolucionario y la Federación Estudiantil Universitaria. La razón por la cual el 26 no suscribía tal declaración era que allí se habían violado principios expuestos en el “Manifiesto de la Sierra”, como por ejemplo el referente a la no-injerencia extranjera en asuntos cubanos. Con ello, el 26 pasaba a ser la 1º organización que daba un sentido antiimperialista a la cuestión nacional. Igualmente, el 26 volvía a rechazar la posibilidad de que después de la caída de Batista se estableciera una junta militar. Para el 26 había dos puntos: que la lucha armada no se realizaba contra Batista sino contra el sistema político dictatorial, y que no postulaban sólo la ocupación del poder formal sino del poder real.
EL FRACASO DE LA HUELGA INSURRECCIONAL Y SUS CONSECUENCIAS. La realidad era más dura que cualquier obsesión. La huelga general, convocada por el 26 para el día 9 de abril del ’58, fracasó. Los hombres del 26 habían sido encandilados por los acontecimientos ocurridos en la provincia de Oriente después del asesinato de Pais: creyeron que se repetirían automáticamente en el resto de Cuba. Por otra parte, el 26 había actuado como si hubiese sido la única conducción del proceso pasando por alto a otras organizaciones, incluyendo a los comunistas, que por lo menos tenían más experiencias entre los obreros que los rebeldes de la montaña. Después de abril, Batista intentó realizar la ofensiva en contra de la guerrilla desplazando las tareas del 26 hacia un terreno militar. Concebido como un movimiento armado al servicio de la insurrección, el 26 tuvo que convertirse en el sujeto mismo de la lucha. Así, a partir de abril, las estructuras urbanas fueron subordinadas al aparato guerrillero. La centralización alcanzó un grado máximo y Castro se convertía en conductor político y militar al mismo tiempo.
LAS ALIANZAS POLÍTICAS DEL M26J. El talento político de Castro se manifestaría en la política de alianzas llevada a cabo antes de la toma del poder. En medio de la fase más ascendente de la lucha militar, suscribió junto con las demás organizaciones de oposición un acuerdo: el Pacto de Caracas. Ese acuerdo se refería a la concertación de una “estrategia común para derrocar a la tiranía mediante la insurrección armada”. La huelga general de masas aparecía como un objetivo estratégico, pero ya no como el único. El 2do punto del acuerdo se refería a la constitución de un gobierno provisional después de la caída de Batista, cuyo objetivo debería ser conducir al país a la normalidad democrática. El 3er punto proponía un programa mínimo de gobierno que garantice el castigo de los culpables, los derechos de los trabajadores, el orden, la paz, la libertad. Cabe destacar que los puntos de desacuerdo entre el 26 y otras organizaciones, aparecen muy moderadas. A EEUU se le pedía que no apoyara a Batista y los militares eran mencionados en términos cuidadosos. Este último hecho tiene un antecedente: Castro ya había tenido una entrevista secreta con el Gral. Cantillo, disidente de Batista, y con él había llegado al acuerdo de impulsar en conjunto un movimiento militar-revolucionario. Según tal acuerdo, el día 31, a las 3, se sublevaría la guarnición de Santiago de Cuba; inmediatamente varias columnas rebeldes penetrarían la ciudad y el pueblo con los militares y los rebeldes confraternizarían inmediatamente lanzándose al país una proclama revolucionaria e invitando a los militares honorables a unirse al movimiento.
Si Castro se permitía jugar con fuego era porque el 26 había obtenido victorias decisivas, como la de Santa Clara, bajo la conducción del Che Guevara. Pero, contrariamente a lo acordado, Cantillo intentó en el último momento un golpe de estado nombrando como presidente al magistrado Piedra y formando una junta militar provisional. Castro reaccionó de inmediato llamando a una huelga general. La esperada huelga se produjo al fin, siguiendo la consigna central del momento: “revolución sí, golpe de estado no”. Castro no perdió la oportunidad para hacer una de sus jugadas designando al conocido contradictor de Batista, el coronel Barquín, como jefe del ejército oficial. Con ello neutralizaría a los militares y ganaría un tiempo precioso. El 2 de enero designaría en ese puesto al comandante rebelde Camilo Cienfuegos.
La política de alianzas del 26 puede ser considerada uno de los factores clave en el triunfo militar. El proceso que culminó en la toma del poder fue una combinación de fuerza militar y extrema delicadeza política. Por si quedaban dudas todavía acerca del talento de Castro, él se encargó de despejarlas poco antes de la toma del poder. Ello ocurrió cuando el Directorio pretendió reivindicar para sí la revolución ocupando el Palacio Presidencial. Una inteligencia menos política que la de Fidel Castro hubiera respondido violentamente, comenzando la revolución con una lucha fratricida. En cambio, pronunció un discurso unitario, socializando un triunfo que en verdad pertenecía más que a nadie al 26 y a él.
CAMPESINOS Y OBREROS. Hasta la toma del poder la revolución había tenido un carácter democrático y popular. Después de la toma del poder pasó a tener además un carácter nacional, pues entró en contradicción con intereses de EEUU. En un país azucarero, una reforma agraria efectiva implicaría la nacionalización de la tierra, ya que la mayoría se encontraba en manos extranjeras. Junto a la desnacionalización del suelo, el otro gran problema era su extrema concentración. Según el censo agrícola de 1945, había en Cuba 159.958 fincas agrícolas que ocupaban una superficie total de 9.007.155 hectáreas. El número de propietarios era aún más reducido, pues con frecuencia una misma persona tenía varias fincas de gran tamaño.
De acuerdo con la 1º ley agraria, dictada en mayo del ’59, serían expropiadas todas aquellas propiedades cuya extensión excediera de 30 caballerías, es decir de 402.6 hectáreas. La ley garantizaba la conservación de la propiedad de la tierra de las parcelas medias y pequeñas con una extensión de 5 a 30 caballerías. La 2º ley de reforma agraria se promulgó en octubre del ’63 y estableció como máximo aquellas parcelas que no rebasaban las 67 hectáreas. Con esta medida, pasó a manos del estado el 70% del suelo cubano. Lo que interesaba al gobierno revolucionario era ganar el apoyo de las grandes masas campesinas. Los pequeños campesinos y arrendatarios se vieron favorecidos con la supresión del pago de la renta de la tierra en todas sus formas. Aunque se favoreció a la pequeña propiedad, no tendió a multiplicarse: por el contrario, el gobierno estableció una amplia área agraria estatal. Esto se realizó teniendo como objetivo el principal problema en el campo: la desocupación. Lo que reivindicaban los ejércitos de desocupados agrarios no era el derecho a una propiedad que nunca habían tenido, sino el derecho al trabajo, que rara vez tenían. Las haciendas estatales surgieron en una relación de continuidad con los antiguos latifundios y no hubo así necesidad de producir quiebres demasiado bruscos en la tradicional estructura agraria.
El hecho de que la revolución no haya sido una típica revolución campesina, no autoriza a designarla como una revolución obrera. Los trabajadores urbanos se hubiesen sumado a la revolución en forma masiva solo después de que el Ejército Rebelde hubo ganado la guerra. Lo dicho no significa negar el papel que cumplieron los trabajadores con sus huelgas.
La revolución no sólo careció de carácter obrero, sino que además en su fase nacional (antiimperialista) tuvo que entrar en contradicción con las propias instancias organizativas de los trabajadores. En vista de los conflictos que se presentaban, Castro decidió intervenir en los sindicatos. 
LOS DESPLAZAMIENTOS POLÍTICOS. La popularidad de Castro al tomar el poder era inmensa. Eso se transformaría en apoyo social orgánico tan pronto se pusieron en práctica reformas que mejoraban el nivel de vida de los sectores subalternos. Tan importantes como las reformas agrarias fueron las urbanas, iniciadas por la Ley de Alquileres. Con esta ley fueron reducidos los arriendos de viviendas en un 50% para quienes pagaban más de 100 pesos mensuales y de un 40 a un 30% a las categorías más altas. Además se otorgaban facilidades a los arrendatarios para que compraran sus casas a largo plazo. La erradicación del latifundio y la del capital usurario parecían allanar el camino a un empresariado con ímpetu capitalista. Pero esa clase no existía en Cuba. Castro incluso habló de proteger la industria local, estimular la iniciativa privada y modificar las leyes impositivas. Sugería a los industriales que invirtieran en la agricultura. Fue en vano, esos empresarios no sabían reaccionar como verdaderos capitalistas, y acusaron a Castro de comunista. La acusación era peligrosa. En América Latina ha equivalido a una sentencia de muerte. Gracias a esa acusación, una nueva línea divisoria era impuesta. Los que estaban con Castro eran señalados como comunistas, y los que no, eran anticomunistas. El único problema es que en ese tiempo toda Cuba estaba a favor de Castro.
El escenario donde chocaron distintas tendencias estaba determinado por la existencia del gobierno provisional presidido por Urrutia. Castro no aceptó inicialmente un cargo de gobierno. Pero sus fuerzas se tomaban el gobierno “por dentro” desarticulando los mecanismos del aparato de Estado, particularmente del ejército, que fue reemplazado por el Ejército Rebelde. Castro, sin estar en el gobierno, adquiría cada vez más poder. Bajo la cobertura que les brindaba el jefe de la revolución, los comunistas iban desplazando a representantes de partidos tradicionales. Fue precisamente la “cuestión de los comunistas” la que determinó la caída del gobierno de Urrutia, siendo ya Castro primer ministro en 1959. A raíz de los ataques de Urrutia y las respuestas de Castro, ambos renunciaron a sus cargos el 16 de julio de 1959. Como Castro esperaba, la población se pronunció a su favor y regresó al gobierno.
EL DESPLAZAMIENTO POLÍTICO INTERNACIONAL. El boicot de EEUU a las exportaciones obligaba al gobierno a tomar posesión de gran parte de la industria privada acelerando el proceso de expropiaciones. En 1960, el gobierno de EEUU rechazaba la cuota azucarera. De inmediato los cubanos acudieron al mercado soviético. Los rusos se comprometieron a comprar medio millón de toneladas anuales durante cuatro años a precio de mercado. Che Guevara redobló el proceso de expropiaciones y EEUU dejó de enviar petróleo. Los cubanos recibieron petróleo ruso. La isla se había convertido en un “tema mundial” y sola, frente a esa terrible potencia vecina, estaba condenada a muerte. Castro eligió la única alternativa que le restaba para salvar parte de la revolución. La entrada de Cuba en el bloque socialista estaba condicionada por la propia seguridad externa del país.

ANSALDI – Aproximación a los ’60 latinoamericanos.

Si hay una nota distintiva de los ’60 latinoamericanos, ella es la revolución cubana. Un grupo de jóvenes barbudos realiza el proceso de transformación socio-político más radical del continente. Según el Che Guevara, el proceso cubano aporta 3 evidencias: 1) las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército, 2) no es necesario que estén dadas todas las condiciones para el asalto al poder, pues ellas pueden ser creadas por el foco guerrillero, 3) en América, el terreno de la acción insurreccional debe ser el campo.
De igual modo, es imposible escindir del estudio de los ’60 el fenómeno del boom literario que recorre toda la geografía de la región y hace célebres a autores y títulos que expresan el realismo mágico que la caracteriza. El clima de la década muestra una preocupación por la nacionalización-regionalización de las ciencias sociales y por la jerarquización de la enseñanza y la investigación científico-social coexistiendo con una fuerte preocupación por cambiar radicalmente las estructuras de las sociedades.
Revolución, realismo mágico y ciencias sociales críticas constituyen un entramado de los ’60. El entrelazamiento pone en el centro el papel de los intelectuales, resignificada hasta el punto de la casi inexorable toma de posiciones definida por el dictum cubano: el deber de todo revolucionario es hacer la revolución. El mismo Guevara escribe que la acción guerrillera es el tipo de lucha que nos da la oportunidad de convertirnos en revolucionarios, el escalón más alto de la especie humana, pero también nos permite graduarnos de hombres.
Si bien es cierto que los científicos sociales no se enrolan en masa en las acciones militares, no menos cierto es que la reflexión de muchos de ellos se orienta en la dirección de generar una interpretación del pasado y del presente de las sociedades latinoamericanas que sirviese de fundamento a la política revolucionaria.
Las ciencias sociales latinoamericanas viven en crisis permanentes porque las sociedades de la región también están en crisis. Esas ciencias sociales plantea, abordan y desarrollan cuestiones relevantes de las sociedades de la región y algunos de tales abordajes, como el de la cuestión de la dependencia, les dan singularidad en el plano mundial. Cuando la CEPAL plantea la búsqueda de la especificidad de América Latina, a partir de la original construcción de equivalencia entre subdesarrollo la región y destrucción económica europea, encuentran la clave del primero en la relación centro-periferia y la solución en el desarrollo. Éste, a su vez, se basa en la industrialización. Pero industrialización y desarrollo son parte del pasaje de sociedades tradicionales a sociedades modernas.
Germani sostiene que es clara la existencia “de varios modelos de sociedad industrial y varios modelos de transición”. A su juicio, los cambios tienen carácter asincrónico y esa asincronía es múltiple: geográfica, institucional, en los diferentes grupos sociales, motivacional. Otra certeza campea entre quienes sustentan la teoría de la modernización: las sociedades latinoamericanas son duales, esto es, coexisten en ellas dimensiones “tradicionales” con “modernas”, con una tendencia a la absorción de las primeras por las segundas. Una derivación de esta concepción será la del colonialismo interno. El colonialismo no es sólo internacional sino intranacional, y como tal designa a “una estructura de relaciones sociales de dominio y explotación entre grupos culturales homogéneos, distintos”, distinguible de la estructura de clases por ser “una relación de dominio y explotación de una población (con sus distintas clases) por otra población que también tiene distintas clases (propietarios y trabajadores)”.
LAS CIENCIAS SOCIALES Y LA BÚSQUEDA DE A. LATINA. América se encuentra, durante la segunda posguerra, en una coyuntura signada por el comienzo del agotamiento de las respuestas. El continente no consigue afirmarse o estabilizarse. Ni las dictaduras militares autocráticas, ni las experiencias populistas, ni las excepciones democrático-liberales han podido conjurar crisis político-sociales renuentes a toda solución más o menos consolidada.
En dos sociedades predominantemente campesinas se intentan soluciones por la vía de la revolución: en Bolivia (1952), con éxito relativo, y en Guatemala (1954) con un fracaso al que no es ajeno el celo estadounidense por una alteración supuestamente radical en su patio trasero. En cambio, en otras dos, mucho más urbanas y con presencia proletaria, se intenta salir de la crisis mediante la aplicación de la panacea del desarrollismo, una concepción que propugna una transformación amplia de la economía, capaz de equilibrar la agricultura y la industria, e integrar, social y políticamente a las masas asalariadas y, donde cabe, campesinas, todo ello dentro de la matriz societal existente. Éste populismo sofisticado se practica en Brasil y Argentina, bajo los gobiernos de Kubitschek (1955-1960) y de Frondizi (1958-1962), respectivamente.
Es en este contexto que comienza, ya en la década del ’50, a pensarse de un modo diferente el conjunto de problemas y de soluciones necesarias, puesto de relieve por el entramado de comienzo del agotamiento del modelo de industrialización por sustitución de importaciones, insurgencia social, la recomposición del capitalismo a escala mundial y la guerra fría. Es ahí donde aparece la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Su creación es decidida por la Organización de las Naciones Unidas en 1947. Su primera reunión tiene lugar en Chile en 1948. En 1950, sorteando la oposición de EEUU y sostenido por el apoyo de Chile y Brasil, comienza a consolidarse bajo el liderazgo de Prebisch, quien ejerce la Secretaría General entre 1950 y 1961. Con la CEPAL adquiere dimensión regional el proceso de construcción institucional y teórica de las ciencias sociales latinoamericanas, un proceso en el que interactúan institutos universitarios, centros académicos independientes y organismos internacionales regionales, como la Facultad Latinoamericana de Cs. Sociales (FLACSO) y el Consejo Latinoamericano de Cs. Sociales (CLACSO), creados en 1957 y 1967, respectivamente.
La noción de dependencia se sitúa en el centro de la atención, el debate y la polémica de las ciencias sociales latinoamericanas. Constituye un momento de ruptura en el desarrollo de aquellas y les otorga un rango distintivo a nivel mundial, al punto que no son pocos quienes hablan de una teoría de la dependencia. Como noción, dependencia no es nueva, pero hasta entonces ha sido considerada como una variable externa: “La novedad de la hipótesis no está en el reconocimiento de la variable de dominación externa –proceso evidente-, sino en la caracterización de la forma que asume y los efectos distintos, con referencia a las situaciones pasadas, de este tipo de relación de dependencia sobre las clases y el Estado”.

ROMERO – Capítulo 5

EL EMPATE, 1955-1966. El general Lonardi encabezó el nuevo gobierno, que se presentó como provisional para indicar su decisión de restaurar el orden constitucional. Rodeado por los grupos católicos y por militares, procuró establecer acuerdos con las principales fuerzas que habían sostenido a Perón, particularmente los sindicalistas. En su opinión, el proyecto nacional y popular que aquel había fundado seguía teniendo vigencia. En el ejército, luego de una lucha, se impusieron los partidarios de una política de abierta ruptura con el derribado régimen peronista. El 13/11, dos meses después de designado, Lonardi debió renunciar y fue reemplazado por el General Pedro Aramburu, más afín a los sectores liberales y antiperonistas.
Para adecuarse a este mundo del capitalismo reconstituido, el liberalismo y la democracia, no bastaba con restaurar el orden constitucional y acabar con los vestigios de un régimen que se filiaba en los autoritarismos de entreguerra. Era necesario modernizar y adecuar la economía, transformar el aparato productivo. Luego de 1955, en la Argentina la apertura y la modernización fueron valores compartidos, pero las herramientas de esa transformación generaron una amplia polémica entre quienes desconfiaban en el capital extranjero y quienes desconfiaban de él.
Los empresarios coincidían en que cualquier modernización debía modificar el estatus logrado por los trabajadores durante el peronismo. Como ya lo habían insinuado al final del régimen peronista, apuntaron a revisar su participación en el ingreso nacional y también a elevar la productividad, racionalizando las tareas y reduciendo la mano de obra. Esto implicaba restringir el poder de los sindicatos, y también el que los trabajadores, amparados por la legislación, habían alcanzado. Aquí se encontraba el mayor problema. Se trataba de una clase obrera madura, bien defendida en un mercado de trabajo que se acercaba a la situación de pleno empleo. Esto resultó decisivo, debido a la indisoluble identificación de los trabajadores con el peronismo. Entre las fuerzas sociales embarcadas en la transformación, que no habían terminado de definir sus objetivos, y las antiguas, que conservaban resistencia, se produjo una situación de “empate”, prolongado hasta 1966.
LIBERTADORES Y DESARROLLISTAS. Aramburu, que encabezó el gobierno provisional hasta 1958, asumió la decisión de desmontar el aparato peronista. El Partido Peronista fue disuelto y se intervinieron la CGT y los sindicatos, puesto a cargo de oficiales de las FFAA. Dirigentes políticos y sindicales fueron detenidos y proscriptos políticamente. La administración pública y las universidades fueron depuradas de peronistas y se controlaron los medios de comunicación. Se prohibió cualquier propaganda a favor del peronismo, así como la mera mención del nombre de quien empezó a ser designado como el “tirano prófugo”. Por un decreto se derogó la Constitución de 1949. Esta política fue respaldada por la Marina, pero suscitó dudas y divisiones en el Ejército. El 9 de junio de 1956, un grupo de oficiales peronistas organizó un levantamiento; contaba con el apoyo de grupos civiles y aprovechaba un clima de descontento y movilización gremial. El gobierno reprimió con violencia, ordenando el fusilamiento de muchos civiles y jefes militares. Quienes sobrevivieron se adecuaron a las nuevas circunstancias y abrazaron el credo liberal y democrático dominante. Los militares se propusieron compartir el gobierno con los civiles y transferírselo tan pronto como fuera posible. Proscripto el peronismo, se ilusionaron con una democracia limitada a los democráticos probados, se presentaron como continuadores de la tradición de Mayo y Caseros –Perón fue comparado con Rosas-, y convocaron a los partidos que compartían el “pacto de proscripción” a integrar la Junta Consultiva, presidida por el vicepresidente Rojas.
En política económica, Raúl Prebisch, mentor de la CEPAL, elaboró un plan que combinaba algunos de los principios de la nueva doctrina con un programa más ortodoxo de estabilización y liberalización. Los instrumentos que el Estado tenía para intervenir empezaron a ser desmontados. Se devaluó el peso y el sector agrario recibió un importante estímulo. Se aprobó el ingreso de la Argentina al FMI y al Banco Mundial, y se obtuvo la ayuda de estos organismos. No hubo en cambio una legislación clara sobre el capital extranjero, cuya concurrencia siguió despertando dudas. La política social fue más definida. Combinando eficiencia y represión, patrones y gerentes empezaron a recuperar autoridad en las plantas. En el marco de una crisis, los salarios reales cayeron en 1957.
Allí se encuentra una de las fuentes de la firme resistencia de los trabajadores. Algunos se limitaron a cantar la Marcha Peronista o escribir en paredes “Perón vuelve”. La política de los vencedores, exitosa entre otros sectores de la sociedad, que abandonaron su militancia peronista, logró en cambio soldar definitivamente la identificación entre los trabajadores y un peronismo que de momento tenía más de sentimiento que de movimiento orgánico. No variaron los elementos básicos de su ideología: el nacionalismo popular y la idea del papel arbitral y benefactor del Estado. Como en la década anterior, se hizo más definidamente obrera; la nostalgia del paraíso perdido implicaba a la vez una utopía, que solía materializarse en la expectativa del retorno de Perón, imaginado en un “avión negro”.
Para el gobierno y las fuerzas políticas que lo apoyaban, el “pacto de proscripción” planteaba un problema para el futuro: qué hacer con el peronismo. Algunos aceptaron la exclusión, confiando en que la “educación democrática” surta efecto. Otros aspiraban a comprender y redimir a los peronistas, y los más prácticos, a recibir su apoyo electoral, y a través de él a “integrarlos”. Las distintas opciones dividieron a todas las fuerzas políticas. En la derecha, optaron por acercarse al peronismo algunos de los viejos nacionalistas y los conservadores “populares”. En la izquierda, la política represiva del gobierno libertador apartó pronto a muchos de un bloque antiperonista en el que hasta entonces habían convivido sus enemigos naturales. Algunos intelectuales se identificaron con el peronismo, mientras que para otros, el radical Frondizi empezó a ser una alternativa atractiva.
El ascenso de Frondizi en la UCR provocó su ruptura. Luego de la caída de Perón, la UCR se dividió: quienes seguían a Balbín se identificaron con el gobierno libertador, mientras que Frondizi eligió la línea de acercamiento con el peronismo. Para atraer a los peronistas, reclamó del gobierno el levantamiento de las proscripciones y el mantenimiento del régimen legal del sindicalismo. En noviembre de 1956, la UCR proclamó la candidatura de Frondizi, y el viejo partido se dividió en dos: la UCR Intransigente y la UCR del Pueblo.
En 1957, acosado por dificultades económicas y oposición sindical y política, el gobierno empezó a organizar su retiro y a cumplir con el compromiso de devolver la democracia. Perón ordenó a votar en blanco y esos votos fueron los más numerosos, aunque menos de los que el peronismo cosechaba, y casi iguales a los de la UCR del Pueblo. En tercer lugar, se colocó la UCR Intransigente.
Frondizi se lanzó al juego. Con un discurso moderno, referencias a los problemas estructurales del país y una propuesta novedosa, que llenaba de contenidos concretos los viejos principios radicales, nacionales y populares, se había convertido en la alternativa para las fuerzas progresistas y para un sector amplio de la izquierda. La maniobra más audaz fue negociar con Perón su apoyo electoral, a cambio del futuro levantamiento de las proscripciones. La orden de Perón fue acatada y Frondizi se impuso en las elecciones del 23 de febrero de 1958 con más de 4 millones de votos, contra 2.5 millones de Balbín.
Frondizi presidió el país entre mayo de 1958 y marzo de 1962. En la nueva versión de su programa, Frondizi aspiraba a renovar los acuerdos, de raigambre peronista, entre los empresarios y los trabajadores; éstos eran convocados a integrarse y compartir beneficios de un desarrollo económico impulsado por el capital extranjero.
Los partidos –y en particular la UCR del Pueblo- manifestaron un rechazo a priori de cualquier cosa que hiciera el presidente cuya victoria consideraban ilegítima, así como escaso aprecio por las instituciones democráticas y poca fe en el valor de la continuidad institucional, al punto de especular con la posibilidad de un golpe militar.
El nuevo gobierno tenía amplia mayoría en el Congreso y controlaba la totalidad de las gobernaciones, pero su poder era débil. Las FFAA no simpatizaban con quien había roto la proscripción.
Frondizi apostó a obrar con prontitud: un aumento de salarios del 60%, una amnistía y el levantamiento de las proscripciones –que sin embargo no incluían a Perón ni a su partido-, así como la sanción de la nueva ley de Asociaciones Profesionales. Frondizi asumió lo que llamó la “batalla del petróleo”, esto es, la negociación con compañías extranjeras de la explotación y puesta en explotación de las reservas, y simultáneamente anunció para el funcionamiento de universidades no estatales, lo que generó un profundo debate entre los defensores de la enseñanza “laica” y los de la “libre”, en su mayoría católicos.
La fuerte expansión hizo probablemente más intensa la crisis cíclica trienal anunciada a fines de 1958 por una fuerte inflación y dificultades serias en la balanza de pagos. En diciembre de 1958 se pidió ayuda al FMI y se lanzo un Plan de Estabilización, cuya receta recesiva se profundizó en junio de 1959, cuando Frondizi convocó al Ministerio de Economía al ingeniero Alsogaray. Se trataba de uno de los voceros principales de las corrientes liberales y aplicó un ortodoxo programa de devaluación, congelamiento de salarios y supresión de controles y regulaciones estatales cuyas consecuencias fueron una pérdida en los ingresos de los trabajadores y la desocupación. El Plan de Estabilización puso fin a una precaria convivencia entre el gobierno y los sindicatos peronistas, que hasta entonces habían apreciado el fin de las proscripciones y la ley de Asociaciones Profesionales, que establecía el sindicato único. Pero los efectos de la política de estabilización y la dureza con que el gobierno reprimió las protestas pusieron a los sindicatos en pie de guerra. Las huelgas se intensificaron y el gobierno respondió interviniendo los sindicatos y empleando al ejército para reprimir.
1959 fue un punto de inflexión. En los sindicatos se consolidaba un nuevo tipo de dirección, menos comprometida en la lucha cotidiana y más preocupada por controlar las complejas estructuras sindicales, recurriendo incluso a la corrupción o al matonismo para acallar las disidencias. Se dedicaron a golpear para enseguida negociar. Este nuevo sindicalismo adquirió una enorme fuerza en la escena política. Esa fuerza provenía de la persistencia de un problema político pendiente e indisoluble –la proscripción del peronismo-, pero sobre todo del fuerte hostigamiento que el gobierno sufría a manos de los militares. Éstos vieron con desconfianza el triunfo de Frondizi y se dedicaron a vigilar sus relaciones con peronistas. A lo largo de los 4 años de gobierno, Frondizi soportó 32 “planteos” militares.
La marcha del proceso político y electoral acercaba al débil gobierno de Frondizi a su final. Las elecciones de 1960, con el peronismo proscripto, habían mostrado que sus votos seguían siendo decisivos, más allá de oscilaciones menores entre el oficialismo y la principal oposición. Las elecciones de principios de 1962 debían ser más riesgosas, pues habrían de elegirse gobernadores provinciales. Para enfrentarlas, Frondizi despidió a Alsogaray y a Toranzo Montero, dio por terminada la estabilización, y adoptó una política social más flexible, etc. Como en otras ocasiones, se esbozaron distintas alternativas. Una de ellas, la que generaba más preocupación, era el apoyo a alguna fuerza de izquierda, alimentada por los sentimientos de la Revolución Cubana. El 18/03 los candidatos peronistas ganaron en las principales provincias. En los agitados días siguientes, Frondizi hizo lo imposible para capear la situación: intervino las provincias, cambió todo su gabinete y encargó a Aramburu una mediación con los partidos políticos, que se negaron a respaldarlo y se declararon indiferentes ante la suerte del presidente. Ésta era la señal que los militares esperaban y el 28/03 del ’62 depusieron a Frondizi. En su lugar, asumió José María Guido.
CRISIS Y NUEVO INTENTO CONSTITUCIONAL. Muchos de los que apoyaron a Frondizi, hicieron lo propio con Guido. La inestabilidad política de esos meses de 1962 reflejaba sobre todo las opiniones contrastantes de los distintos sectores de las FFAA, dueños no asumidos del poder. Mientras que los grupos de oficiales antiperonistas más duros controlaban al gobierno. Una oposición alternativa empezó a dibujarse en el Ejército. Reflejaba en parte una competencia profesional interna pero sobre todo una apreciación diferente sobre las ventajas y costos de una participación tan directa del Ejército en la conducción política. El grupo de Campo de Mayo descubría que el costo pagado por ello era alto y que convenía refugiarse en una actitud más prescindente, que significaba un acatamiento mayor a las autoridades constitucionales. Así, el legalismo esgrimido era una realidad, una expresión de estricto profesionalismo. Creían además que la asociación de peronismo con comunismo era simplista y exagerada y que, dada su tradición nacional y conciliadora, el peronismo podía incluso aportar algo al frente anticomunista. Esta posición se fue perfilando a lo largo de sucesivos enfrentamientos con la fracción “gorila”, que hicieron crisis en el mes de septiembre, cuando unos y otros –azules y colorados- sacaron las tropas a la calle. Los azules triunfaron y explicaron la preocupación de la facción por la legalidad, el respeto institucional y la búsqueda de una salida democrática. El triunfo azul llevó al Comando en Jefe al General Juan Carlos Onganía. Las condiciones para esta alternativa no habían madurado: la mayoría de los empresarios desconfiaban de los peronistas y de cualquier política que no fuera liberal; los peronistas desconfiaban de los frondicistas, mientras que las fuerzas antiperonistas denunciaban la nueva alternativa espuria e ilegítima. También se oponía la Marina, que el 2 de abril de 1963 realizó su propia sublevación. Pero fue derrotada y al término del episodio, el comunicado de los azules retomaba las posturas antiperonistas y se declaraba a favor de la proscripción del peronismo.
Cuando Perón proclamó candidato a Solano Lima, se apartó el grueso de la UCR Intransigente y también otros grupos menores, al tiempo que el gobierno vetaba la fórmula. Así se llegó a julio de 1963. Los peronistas decidieron votar en blanco, pero una proporción de sus votos emigró a favor del candidato de la UCR del Pueblo, Arturo Illia, quien con el 25% de los sufragios obtuvo la presidencia. Illia gobernó entre octubre del ’63 y junio del ’66. A diferencia de Frondizi, el nuevo gobierno le dio mucha más importancia al Congreso y a la escena política democrática. Illia no era la figura más destacada de su partido, y es probable que su candidatura derivara de la escasa fe en el triunfo de los principales dirigentes. Su presidencia se definió por el respeto de las normas, la decisión de no abusar de los poderes presidenciales y la voluntad de no exacerbar los conflictos y buscar que éstos decantaran naturalmente.
La política económica tuvo un perfil muy definido: énfasis en el mercado interno, políticas de distribución, protección del capital nacional- se combinaban con elementos keynesianos: un Estado muy activo en el control y en la planificación económica. Los ingresos de los trabajadores se elevaron y el Congreso votó una ley de Salario Mínimo. El gobierno controló los precios y avanzó con decisión en algunas áreas conflictivas, como la comercialización de los medicamentos. Frente al capital extranjero, sin hostilizarlo, procuró reducir la discrecionalidad de las medidas de promoción. Un caso especial fueron los contratos petroleros que fueron anulados y renegociados. Esta política despertó resistencias entre los sectores empresarios, expresadas tanto por los voceros desarrollistas, que se quejaban de la falta de aliciente a la inversión extranjera, como sobre todo por los liberales, que reaccionaban contra lo que juzgaban estatismo y demagogia.
En el primer semestre de 1964 los sindicatos encabezaron una reorganización del Partido Justicialista –nuevo nombre del Peronista-, que realizaron a su estilo, pues una afiliación relativamente baja les permitió un perfecto control. Esto los fue llevando a un enfrentamiento creciente con Perón, amenazado en su liderazgo. La disputa entre ambos no podía superar ciertos límites, pues ni Perón podía prescindir de los sindicalistas ni éstos podían renegar del liderazgo de Perón. A fines del ’64, la dirigencia local organizó el “operativo retorno” de Perón al país, que suscitó una gran expectativa entre los peronistas y avivó nostalgias y fantasías. Perón tomó el avión, pero fue detenido en Brasil y enviado otra vez a España. En los últimos meses de 1965 Perón envió al país a su esposa Isabel, para reunir a todos los grupos sindicales adversos al liderazgo de Vandor, tanto de izquierda como de derecha, y motorizó una división en las 62 organizaciones; aunque la encabezó el propio secretario general de la CGT, José Alonso, fracasaron en su intento de ganar la conducción sindical. A mediados del ’66, la competencia entre Perón y Vandor concluía con un empate: aquél se imponía en el escenario electoral y éste en el sindical.
Las FFAA no miraban con simpatía el gobierno de Illia, pero se abstuvieron de hacer presiones. En el Ejército, la prioridad de Onganía era la reconstrucción de la institución, el establecimiento del orden y la disciplina.
En 1965, en una reunión de jefes de ejército americanos en West Point, manifestó su adhesión a la llamada “Doctrina de seguridad nacional”: las FFAA eran la garantía de los valores nacionales y debían obrar cuando éstos se vieran amenazados, particularmente por el comunismo.
LA ECONOMÍA ENTRE LA MODERNIZACIÓN Y LA CRISIS. El programa que en 1958 sintetizó convincentemente Frondizi expresaba una sensibilidad colectiva y un conjunto de convicciones compartidas acerca de la modernización económica. En parte ésta debía surgir de la promoción planificada por el Estado, y de una renovación técnica y científica hacia la cual de 1955 en adelante se volcaron muchos esfuerzos. Así surgieron el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA), de incidencia importante en su campo, y el menos influyente Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). Pero la mayor fe estaba puesta en los capitales extranjeros. Estos llegaron en cantidades considerables entre 1959 y 1961; luego se retrajeron, hasta que en 1967 se produjo un segundo impulso, aunque en él pesaron mucho las inversiones de corto plazo. Los inversores tuvieron capacidad para aprovechar los mecanismos internos de capitalización. También se instalaron por la vía de la compra o la asociación con empresas nacionales existentes o su compra, o simplemente por la concesión de patentes o marcas. Su influencia se notó en la transformación de los servicios o en la forma de comercialización y en una modificación de los hábitos de consumo, estimulada por lo que podía llegar a verse y apetecerse a través de la televisión. En la industria, las nuevas ramas –petróleo, acero, celulosa, autos- crecieron aceleradamente, mientras que las tradicionales –textil, calzado, etc.- se estancaron por su mercado saturado y la competencia ante nuevos productos. Se creó una brecha entre un sector moderno y eficiente de la economía ligado a la inversión o al consumo de los sectores altos, y otro tradicional, más bien vinculado al consumo masivo, que se estancaba. La brecha tenía que ver con la presencia de empresas extranjeras, o su asociación con ellas. El empleo industrial tendió a estancarse, sin que el aumento en las nuevas empresas compensara la pérdida en las tradicionales, y se deterioraron los ingresos de los asalariados. Aún en el caso de las actividades modernas, los inversores nuevos debían moverse en un contexto de características singulares y arraigadas: el tipo de fábricas heredado de la etapa peronista se basaba por su escala pequeña, alta integración vertical, elevados costos y escasa preocupación por la competitividad. Las nuevas empresas tuvieron que adecuar su tecnología y sus formas de organización a estas realidades, de modo que su eficiencia fue mucho menor que en los países vecinos.
En esos años la sociedad argentina discutió mucho más la magnitud y destino de las ganancias de estas empresas que su aporte a la modernización y competitividad de la economía y particularmente del sector industrial. Lo cierto es que los capitales extranjeros contribuyeron a mantener mecanismos básicos. Su horizonte siguió siendo el mercado interno y no fue prioritario alcanzar acá una eficiencia que les permitiera competir en mercados externos.
En los 10 años que siguieron al peronismo, la economía creció, aunque menos de lo esperado. En el sector industrial, esto fue el resultado de un promedio entre el crecimiento de los sectores nuevos y la retracción de los tradicionales. En el sector agrícola empezaron a sentirse efectos de los incentivos cambiarios ocasionales, de las mejoras tecnológicas impulsadas por el INTA o por grupos de empresarios innovadores, o de la mayor difusión de los tractores, producidos por plantas industriales recientemente instaladas. Hubo algunas mejoras en el comercio exterior. Ello fue la base de una etapa de crecimiento general sostenido pero moderado, sustentado en el mercado interno, iniciada en los años del gobierno de Illia, que se prolongaría hasta la década siguiente.
Las crisis estallaron con regularidad cada 3 años: 1952, 1956, 1959, 1962, 1966, y fueron seguidas por políticas llamadas de estabilización. Estos planes consistían en una fuerte devaluación, y luego en políticas recesivas –suspensión de créditos, paralización de obras públicas-, que reducían el empleo industrial y los salarios.
LAS MASAS DE CLASE MEDIA. La modernización económica introdujo algunos cambios en la sociedad. La fuerte migración del campo a la ciudad, que caracterizó este período, en realidad formaba parte de una tendencia iniciada en la década de 1940. También comenzaron las de los países limítrofes. Siguieron llegando al país, que en esos años, con el 36% de la población total, alcanzó el pico de su crecimiento. Quizá la novedad estuvo en la forma de incorporación a las ciudades. El empleo industrial se estancó y retrocedió, y su lugar fue ocupado por la construcción, que junto al pequeño comercio u otras actividades absorbieron a los migrantes internos y también a los contingentes bolivianos, paraguayos o chilenos. No era sólo la posibilidad de empleo lo que movilizaba a los migrantes, sino también disfrutar de los atractivos de la vida urbana. El resultado fue un fenómeno de la nueva marginalidad: un cinturón de “villas miserias” en las grandes ciudades y sus alrededores.
El mundo de los trabajadores urbanos experimentó cambios profundos. El número de asalariados industriales se mantuvo estable, y en consecuencia perdió importancia relativa. Los cambios económicos produjeron una gran dispersión de los ingresos y claras ventajas a favor del sector de los trabajadores de empresas modernas.
Nuevos contingentes engrosaron el sector de las clases medias. Esta apreciación incluye importantes cambios internos, los pequeños empresarios manufactureros se redujeron por obra de la concentración industrial. Creció el número de asalariados de clase media, presentes especialmente en la industria, donde las nuevas empresas demandaron técnicos y profesionales. Su presencia puso de relieve el papel vital de la educación. Consolidada la primaria, se prolongó la expansión de la enseñanza media, y luego la universitaria. Viejas y nuevas expectativas confluían con este crecimiento: la búsqueda de del prestigio del título, el deseo de participar, mientras que se producía una pérdida del valor de los títulos y, por ejemplo, para determinadas posiciones no bastaba el bachiller.
Lo más característico de esos años fue la emergencia de la capa de los llamados “ejecutivos”. Eran la expresión de la modernización económica, el signo de que las empresas pasaban a manos de funcionarios expertos. Los cambios de estilo de vida fueron notables, sobre todo en las grandes ciudades. La píldora anticonceptiva, y en general una conducta más flexible sobre las conductas sexuales y sobre las relaciones familiares, modificó la relación entre el hombre y la mujer. Al igual que en el resto del mundo, los cambios en el consumo empezaron a resultar claves en la diferenciación social. Era significativo que los nuevos sectores populares no pusieran esperanzas en la casa propia sino en el televisor. Entre las clases medias, el auto fue lo que colmó sus expectativas. En cada ciudad, el viejo “centro” perdió importancia y los nuevos centros comerciales se esparcieron por todos los barrios; el jean se convirtió en prenda universal. Pero si el jean homogeneizaba todo, generaba de inmediato un movimiento inverso: la recurrencia a marcas caras, que rápidamente era absorbido por la falsificación de esas etiquetas. Así, frente a la homogeneización de las apariencias, las clases medias y altas buscaron formas originales de diferenciación.
LA UNIVERSIDAD Y LA RENOVACIÓN CULTURAL. Los intelectuales antiperonistas pasaron a regir las instituciones oficiales y el campo de la cultura. Viejos grupos, como el Colegio Libre de Estudios Superiores perdieron relevancia, desplazados por nuevas instituciones. Las vanguardias artísticas se concentraron en el Instituto Di Tella, combinando bajo el amparo de una empresa por entonces pujante y modernizada la experimentación con la provocación. El principal foco de la renovación cultural estuvo en la Universidad. La designación en 1955 de José L. Romero como rector de la UBA, con el respaldo del poderoso movimiento estudiantil, marcó el rumbo de los 10 años siguientes. Estudiantes e intelectuales progresistas se propusieron “desperonizar” la Universidad y luego modernizar sus actividades. Frente a la vieja Universidad profesional surgieron nuevas: biología, bioquímica, física, agronomía o computación; las facultades se nutrieron con laboratorios y científicos con dedicación a la enseñanza.
En las ciencias sociales, la modernización se dio con dos nuevas carreras: psicología y sociología. Desde 1955, la Universidad se gobernó según los principios de la Reforma Universitaria de 1918: autonomía y gobierno tripartito de profesores, egresados y alumnos. Desde el comienzo, sus relaciones con los gobiernos fueron conflictivas y la ruptura se produjo cuando el presidente Frondizi autorizó las universidades privadas.
LA POLÍTICA Y LOS LÍMITES DE LA MODERNIZACIÓN. La radicalización de los sectores progresistas y la formación de una nueva izquierda tuvieron en la Universidad su ámbito privilegiado antes de partir, luego de 1966, hacia destinos más amplios. La ruptura entre el sector más progresista de los intelectuales y sus aliados conservadores antiperonistas, quedó demostrada en las elecciones de 1957. La atracción que ejerció Frondizi entre los progresistas independientes y aun entre militantes de izquierda tradicionales obedecía a que proponía la apertura al peronismo sin renunciar a su propia identidad; se debía al tono enérgico antiimperialista y sobre todo a la modernidad y eficacia que informaba su estilo político. La desilusión, que sobrevino pronto, inició una etapa de reflexión, crítica y discusión que culminó en la formación de la “nueva izquierda”, que se caracterizó por la expansión del marxismo: se encontraban los seguidores de Lenin, Sartre, Gramsci, Trotsky, Mao. La Revolución Cubana mostraba a América Latina alzada contra el imperialismo, y llevaba a una revalorización cultural que iba desde las fuerzas telúricas hasta la “nueva novela”. La conexión estrecha entre marxismo y revolución, se manifestaba en Cuba. Para la “nueva izquierda”, la democracia era una forma, las libertades individuales eran una farsa. Nadie tenía demasiada fe en la democracia, ni siquiera los partidos políticos que debían defenderla. Si las izquierdas creían que se trataba de un opio burgués, el frondicismo prefería apostar a la eficiencia tecnocrática mientras que los radicales del Pueblo y sus aliados no vacilaron en preferir un golpe militar a un gobierno que abriera demasiado el juego a los peronistas. La derecha, no lograba organizar un partido capaz de hacer atractivos sus intereses al conjunto de la sociedad. Las voces para romper el empate empezaron a multiplicarse. Para los militares, la democracia resultaba un obstáculo en la lucha contra el comunismo, que venía amenazando. Para el catolicismo integrista, el cuestionamiento de los valores sustantivos de la sociedad –la familia, tradición, propiedad- arrancaba con la Revolución Francesa y suponía una condena del mundo moderno y en particular de la democracia liberal, así como una reivindicación de la sociedad organicista, donde los auténticos intereses sociales estuvieran directamente representados a través de sus corporaciones. Todos reclamaban más autoridad y orden, unos con tradición y otros con eficacia. Durante los 6 meses finales del gobierno de Illia se tenía la impresión de que buena parte del país emprendía con paciencia y confianza el camino que llevaría a la redención. Quienes no participaban de esa fe parecían compartir intentos por defender el sistema institucional que se derrumbaba. El 28 de junio de 1966 los comandantes en jefe depusieron a Illia y entregaron la presidencia a Onganía. Con la caída de la democracia terminó el empate, las opciones se definieron y los conflictos de la sociedad pudieron desplegarse.

SMULOVITZ – En búsqueda de una fórmula perdida, Argentina 1955-66.

Decir que el conflicto en el país pos 1955 estuvo caracterizado por la resolución de la cuestión peronista implica afirmar que la búsqueda de una fórmula que permita reincorporar al electorado peronista al sistema institucional fue el tema recurrente de esos años. Ninguna de las salidas intentadas alcanzó a consolidarse. El fracaso de los distintos intentos de salida se explica por el hecho de que en el período, el principal objeto de lucha entre los actores fue tanto la definición de los mecanismos que podían garantizar dicha integración como la definición de las características del resultado aceptable. Este hecho explica las dificultades que se presentaron para definir la “cuestión peronista”. En un primer momento, esta cuestión fue definida como un espacio homogéneo que incluía a Perón, a su partido y al electorado. A lo largo del período tampoco fue constante la identidad del actor a quien más le convenía vetar cada posible “solución” del problema”.
¿Cuáles fueron esos intentos de salida? El primer intento tuvo lugar durante la llamada “Revolución Libertadora”. La “desperonización” de las masas populares pasaba por un proceso de “educación democrática”. Para esta propuesta la solución a la cuestión peronista se basaba en la desaparición del peronismo. No sólo Perón y su partido debían ser excluidos, sino también su electorado debía perder su identidad como tal. Además de incluir la proscripción de Perón, la solución requería la destrucción de una identidad colectiva. A fin de alcanzar estos objetivos, se presentó un dispositivo que incluía, además de la represión abierta, reglas que establecían la disolución del partido peronista, la prohibición de la propaganda y difusión de sus ideas. A principios de 1956, estas medidas parecían convertir a la UCR en la casi segura ganadora de las elecciones. Dos fueron los hechos que complicaron el éxito de esta primera búsqueda de salida: el fracaso del intento de desarticular la identidad peronista y la escisión del partido radical y sus derivaciones. A pesar de la represión y las limitaciones legales, los votos peronistas siguieron superando a los demás. Además, en enero del ’57 se dividió la UCR. Ante la perspectiva de una victoria, se agudizaron diferencias entre distintas fracciones. Una vez producida la división, dejó de haber un seguro ganador electoral. Para asegurar su victoria, la UCR Intransigente desarrolló una estrategia que impidió al gobierno provisional imponer su “solución”. Los resultados de las elecciones para Constituyentes (1957) mostraron a Frondizi dos hechos: que la UCRI no poseía los votos necesarios para triunfar en las próximas elecciones y que el electorado peronista seguía estando allí. Esto llevó a Frondizi a suscribir el pacto de Caracas. Para asegurarse el apoyo de los votos peronistas, Frondizi tuvo que acordar con Perón y, al hacerlo, volvió a reconocer y legitimar al peronismo como actor político independiente de la escena nacional. Este acuerdo provocó el fracaso del 1º intento de salida. Ahora el que proponía la salida era Frondizi.
La estrategia electoral de Frondizi reforzó la desconfianza militar. Al margen de los otros factores que durante su gestión complicaron la relación con los militares, en mayo de 1958 ésta aparecía signada por dos grandes desencuentros. Durante la campaña electoral, Frondizi había constituido su figura y a su partido en oposición a las políticas desarrolladas por los militares que participaban en el gobierno provisional. Al constituir su lugar en oposición a los militares, Frondizi los constituyó en los enemigos de su futura gestión. Por otro lado, sus escarceos con el peronismo lo convirtieron en una figura poco confiable. Para los militares, Frondizi debía ser vigilado de cerca. Luego de unos meses la estrategia de integración encontró un impugnador en el propio peronismo. Cuando se puso en evidencia que la “fórmula” de integración frondicistas no desembocaría en la reincorporación del peronismo, el rango de políticas de oposición se reordenó. La estrategia de integración propuesta por Frondizi enfrentó un abanico de impugnaciones que impidieron su consolidación. Ante este fracaso, Frondizi ensayó una salida alternativa, propuso una salida en la cual podrían participar tanto el partido como el electorado peronista. En marzo del ’62, el gobierno apostó a vencer a un peronismo vuelto a la legalidad para constituirse así en la “solución” a la cuestión peronista. Y si bien conocía los riesgos implícitos en la empresa, la opción “democrática” aparecía como su estrategia más convincente. Los resultados de las elecciones del ’62 mostraron que Frondizi había fracasado en su 2do intento de imponer una solución a la cuestión peronista. En los 10 días que siguieron a las elecciones, las condiciones impuestas por el resto de los partidos y por las fuerzas armadas sellaron la suerte del gobierno. La condición era la renuncia del presidente. Una vez que se puso en evidencia que los partidos no iban a colaborar en la supervivencia democrática, la Marina impuso su criterio y la caída de Frondizi fue un hecho.
La siguiente fórmula de salida tuvo lugar durante el gobierno de Guido. Se la conoció como el “plan Martínez”. El objetivo era la constitución de un frente electoral que debía contar con el apoyo del peronismo, la UCRI y la Democracia Cristiana. La solución contemplaba un espacio y un rol para cada uno los actores de la escena: Perón, su partido, los militares y el resto de los partidos. Esta vez era el propio régimen el que requería la participación, aunque controlada, del peronismo para solucionar su propia crisis. La incorporación del peronismo pasó a ser parte de la solución. Sin embargo, el intento fracasó tempranamente.
El plan, que pareció contar con la aprobación de Perón y las FFAA, estalló en el momento en que debía decidirse la elección del candidato presidencial. Perón nunca acordó dejar de intervenir en la elección del candidato del frente que se intentaba formar. Esta intervención no fue aceptada por las FFAA. Luego de haber derrocado a Perón, éstas no podían aceptar que él mismo se convirtiera en una importante fuente de decisión política. El segundo elemento que complicó la formación del frente fue una exigencia de ciertos sectores de las FFAA: la incorporación de la UCRP al frente. Sin ésta dentro, los militares creían que se repetiría la experiencia de 1958. Los radicales, en cambio, no estaban interesados en participar. A esa altura del calendario, Guido desarrolló una estrategia destinada a confundir tanto a los actores partidarios como a la población. La confusión del acto electoral de 1963 terminó impidiendo el acceso del peronismo al poder; sin embargo, no impidió que se registrara la precariedad del mandato que había llevado a la UCRP al poder. La victoria del radicalismo ocultó que las FFAA habían fracasado por 2da vez en su intento de salida. Al cabo de unos meses el gobierno radical empezó a diseñar lo que sería el 5to plan de salida. La propuesta retomaba rasgos del “Plan Martínez”. Consideraba que era posible una integración gradual del peronismo, pero a diferencia del plan Martínez, no fue nunca diseñado.
¿Por qué insistir en una estrategia que poco antes había fracasado? Por un lado, cabe recordar que a fines del ’64, ha tenido lugar el fallido intento de retorno de Perón. El gobierno suponía que ante el fallido retorno, los políticos peronistas locales se verían obligados a elegir entre la lealtad personal a Perón y su supervivencia como políticos. Ante esto, muchos elegían la segunda opción. Uno de los objetivos de la estrategia era neutralizar al peronismo. Sin embargo, la estrategia tuvo consecuencias inesperadas: derivó en la agudización de un conflicto interno entre peronistas y terminó colocando a Perón en el lugar de árbitro. Desde las elecciones del ’62 se observaba que en la escena política surgían dos nuevos actores políticos: el sindicalismo vandorista y los políticos neoperonistas. Los intentos de los políticos neoperonistas, al igual que los de Vandor, constituían un cuestionamiento verosímil al liderazgo de Perón.
El primer test que debió afrontar esta estrategia fueron las elecciones legislativas de 1965. Sus resultados permitirían saber si era posible encontrar una solución al problema del peronismo y si los intentos neoperonistas podían reemplazar al liderazgo de Perón. Sin embargo, a principios de 1965, la Cámara Nacional Electoral denegó la personería jurídica al partido peronista. Vandor por un lado y Perón por el suyo decidieron apoyar a la Unión Popular. Esta coincidencia postergó la definición del conflicto entre ambos. En marzo del ’65, la UCRP triunfó en 6 distritos, la Unión Popular y otras siglas peronistas en 8 y otros 4 distritos fueron conquistados por conservadores.
El conflicto entre Perón y Vandor que había sido postergado en 1965 apareció en Mendoza. Vandor apoyaba a uno, y Perón a otro (Corvalán Nanclares). Las elecciones las ganó el candidato del Partido Demócrata, pero el dato importante fue que el candidato de Perón consiguió 102.000 votos contra los 62.000 que obtuvo el de Vandor.
Luego de tantos fracasos, varios actores concluyeron que la nueva salida no podía tener lugar dentro del sistema de partidos. Así es que a partir de 1966 se ensaya una nueva salida a la cuestión del peronismo. En esta ocasión, la salida dejaría afuera a todos los partidos.

CAVAROZZI – Autoritarismo y democracia.

La política argentina, al reiterarse los fracasos, ha adquirido una textura de uniformidad en la que casi el único atributo que distinguió a cada ciclo del anterior fue la mayor intensidad y violencia de las políticas. Lo que caracterizó al país posterior a 1955 fue una situación de equilibrio dinámico en la que deben distinguirse dos etapas. La primera, de 1955 a 1966, correspondió al establecimiento de una fórmula política dual, que contribuyó a generar un equilibrio político en el que, si existió un empate, éste se materializó porque cada gobierno del período se caracterizó por el hecho de que su perdurabilidad estuvo en jaque desde el momento mismo de su inauguración. El empate fue interno a cada gobierno en la medida que estuvo condicionado por presiones externas y limitado por su heterogeneidad interna. La segunda etapa, del ’66 en adelante, fue dominada por los sucesivos intentos de unificar el campo de la política. El fracaso de estos intentos generó un equilibrio de carácter catastrófico, ya que el empate se produjo a raíz del aborto de los sucesivos intentos para desempatar; el despliegue y posterior bloqueo de las sucesivas iniciativas trajeron como consecuencia un desgarramiento del tejido social, es decir la alteración de patrones básicos de organización e interacción social.
Las dos secciones del trabajo exploran las características de cada una de las etapas. En la primera predominaron gobiernos débiles, tanto civiles como militares, que intentaron fundar un régimen “semi-democrático” –imponiendo la proscripción del peronismo-. En este sistema funcionaron, por un lado, los partidos no peronistas y el Parlamento. Ni los unos ni los otros, sin embargo, canalizaron los intereses de los actores sociales fundamentales. Por el otro lado, operó un sistema de negociaciones y presiones extra-parlamentarias y extra-partidarias. La esencia del sistema político dual residió no sólo en que el parlamentarismo y el sistema de partidos generaron su polo contradictorio –al proscribir al peronismo- sino que, asimismo, los participantes de las negociaciones y presiones extra-parlamentarias necesitaron del parlamento y los partidos como arma de chantaje.
En la segunda etapa predominaron gobiernos “fuertes” que se propusieron transformaciones radicales de la política, e incluso de la sociedad. Estos gobiernos fuertes terminaron catastróficamente. Dichos fracasos expresaron, casi sin excepciones, la capacidad de la sociedad argentina para bloquear proyectos autoritarios.
¿Por qué se pagaron precios políticos y sociales elevados después de 1966? Las razones fueron dos. En 1º lugar, los reformadores y “revolucionarios” posteriores al ’66 fueron mucho más radicales que quienes los precedieron en el Estado. Este radicalismo se exacerbó a partir del ’76 cuando se trataba de sanear una sociedad enferma. Para “curar” a esa sociedad enferma, fue sometida a tratamientos brutales en los cuales la generalización y extensión de la represión ejercida en transgresión de las leyes fue sólo uno de los “remedios” aplicados. A ella se sumaron el drástico enrarecimiento que experimentó la vida cotidiana en los diversos ámbitos sociales debido al miedo que impregnó las relaciones interpersonales. La segunda razón de la tragedia de la última década y media tuvo que ver con la índole de las conclusiones que los actores políticos dominantes extrajeron de sus correctos diagnósticos de la dualidad que había caracterizado a la política argentina hasta 1966. Las formulas intentadas desde ese año se propusieron superar dicha dualidad pretendiendo fusionar la escena política y canalizar hacia el interior del marco institucional los procesos de negociación y conflicto que en el período anterior se habían desarrollado extra-institucionalmente. Examinaremos las características de las 2 etapas apuntadas:
EL FRACASO DE LA SEMIDEMOCRACIA Y SUS LEGADOS. En 1955 una insurrección militar puso fin al gobierno de Perón. Los líderes del golpe caracterizaron al régimen peronista como una dictadura totalitaria y levantaron los estandartes de la democracia y la libertad, proponiéndose como objeto reestablecer el régimen parlamentario y el sistema de partidos. Este objetivo se frustró recurrentemente: en 1957, la asamblea constituyente no pudo acordar una nueva constitución. En 1962 los militares derrocaron a Frondizi. En 1966 los militares volvieron a intervenir para derrocar a Illia. Tanto en 1955-58 como en 1962-63, los interregnos entre gobiernos constitucionales fueron ocupados por administraciones militares. Las mismas, sin embargo, no se propusieron reemplazar la democracia parlamentaria. El principal objetivo de estos gobiernos temporarios fue la imposición de mecanismos proscriptivos al peronismo mientras se intentaba erradicar.
ARGENTINA POST ’55, UNA COMUNIDAD POLÍTICA DESARTICULADA. El derrocamiento de Perón en el ’55 fue promovido por un amplio frente político que incluyó a todos los partidos no peronistas, los representantes corporativos e ideológicos de las clases medias y burguesías, las FFAA y la Iglesia. Muchos antiperonistas creyeron que la mera denuncia de los “crímenes de la dictadura”, acompañada de un proceso de reeducación, resultaría en una gradual reabsorción de ex peronistas por partidos y sindicatos “democráticos”. Esta ilusión no duró mucho: el peronismo sobrevivió a la caída de su gobierno y se constituyó en el eje de un vigoroso movimiento opositor. Sin embargo, en el corto plazo, dicha ilusión permitió a los antiperonistas proclamar que la proscripción del peronismo era en realidad una acción democrática. El sector popular y el frente antiperonista, rara vez compartieron la misma arena política para la resolución de conflictos. Las presiones ejercidas por el sector popular fueron de carácter extra-institucional. El movimiento sindical peronista se transformó en la organización más poderosa de ese sector. El bloque social que enfrentó a los sectores populares se expresó a través de los partidos no peronistas y los militares. Pero esto fue cambiando, ya que los no peronistas y los militares comenzaron a expresar contenidos disímiles. Esto se debió a 2 razones. La 1º fue que los militares “democráticos” de 1955 fueron perdiendo su vocación “democrática”. Este autoritarismo los llevó a enfrentarse con los partidos, pues a pesar de que éstos no renegaron de su antiperonismo, su razón de ser estaba ligada al funcionamiento de un sistema democrático-parlamentario. La 2º causa fue que los partidos no-peronistas se transformaron en el principal canal de expresión de una compleja interacción entre dos controversias que dominaron la política del país desde la caída de Perón.
La 1º de estas controversias se definió en torno al rol del gobierno respecto a la erradicación del peronismo. Las diferentes posiciones en ese sentido comprendieron un espectro que iba desde el “integracionismo”, que postulaba una reabsorción del peronismo a la política siguiendo con la exclusión a Perón, hasta el “gorilismo”, que pretendía “extirpar el cáncer peronista”. La 2º controversia estuvo vinculada al modelo socio-económico. A partir de 1956 fueron emergiendo tres posiciones divergentes: la del populismo reformista, la desarrollista y la liberal. La primera no cuestionó las premisas básicas del modelo peronista. Alentó la posibilidad de promover simultáneamente los intereses de la clase obrera y la burguesía urbana, y propuso una política nacionalista moderada, que impidiera o limitara la presencia de capital extranjero en sectores como energía o comunicación. Las consignas del populismo reformista fueron promovidas por el radicalismo. Sin embargo, cuando Frondizi fue elegido presidente en 1958, redefinió la orientación económica del partido, articulando una posición “desarrollista”. Los desarrollistas sostuvieron que el estancamiento económico del país se debía principalmente a un retardo en el crecimiento de las industrias de base. Los desarrollistas abogaron por un cambio sustancial en las políticas relacionadas con el capital extranjero, aplicadas en el país desde el fin de la 2da GM. El desarrollismo sostuvo que se requería una incorporación masiva de capital extranjero a la economía. El programa desarrollista no cuestionó los aspectos centrales del proceso de industrialización sustitutiva inaugurado en los ’30. Por el contrario, los desarrollistas impulsaron tanto la aceleración como la ampliación cualitativa del proceso de industrialización.
La última de las posiciones, la liberal, fue mucho más lejos en la crítica del proceso de industrialización y de las prácticas sociales y políticas asociadas al mismo. La imagen del mercado pasó a constituir la piedra fundamental de la posición liberal. Por una parte, implicaba la apertura de la economía argentina y su reintegración al mercado internacional. Por otra parte, suponía una drástica reducción de la intervención estatal en la economía y la restauración de la iniciativa del sector privado.
¿A qué se debieron, y de qué modo ocurrieron las oscilaciones pendulares de los liberales? Dichas oscilaciones en parte respondieron a una circunstancia relativamente contingente: los programas concretos de los dos partidos que dieron cuerpo a las posiciones del populismo reformista y el desarrollismo –es decir, los radicales del pueblo y los radicales intransigentes- combinaron la política y la economía de una manera contradictoria, y desde la perspectiva de los liberales, totalmente insatisfactoria.
Luego de la asunción de Frondizi como presidente los Radicales Intransigentes adoptaron un programa económico orientado a la expansión de las industrias productoras de bienes de consumo durable y de capital y a la modernización y privatización creciente de los sectores de energía, transportes y comunicaciones. Este programa reservó un papel estratégico al capital extranjero e impuso inicialmente una drástica reducción del salario real.
Excluido el peronismo, los dos partidos radicales agotaban el espectro de fuerzas electorales a fines de los ’50 y principios del ’60. La posición liberal carecía de la posibilidad de expresarse a través de un partido conservador fuerte, con posibilidades reales de ganar una elección presidencial o de obtener una representación parlamentaria. Luego de 1955 los liberales debieron enfrentar la realidad de que la derrota del peronismo no era la resolución de sus problemas. Así se vieron siempre forzados entre elegir entre lo que en última instancia percibieron como los “males menores”: el desarrollismo y el reformismo populista.
LOS SINDICATOS PERONISTAS EN LA OPOSICIÓN. El intento del régimen militar de 1955-58 de fundar un régimen basado en los partidos y en el fortalecimiento del parlamentarismo fracasó. La intervención favoreció el surgimiento de una especia de “parlamentarismo negro”. Este estilo de política se fue conformando a raíz de la frustrada implementación de los proyectos pertenecientes a los militares “democráticos” y de la no prevista configuración de nuevos patrones de acción política que fueron prevaleciendo subsecuentemente. El régimen fracasó en sus intentos de erradicar al peronismo, no impuso su proyecto de crear un sistema de afiliación y representación sindical múltiple, destinado a reemplazar las pautas establecidas por la ley peronista de los ’40. Sin embargo, estos intentos produjeron cambios en el movimiento obrero. El estilo de control político de la clase obrera establecido durante la época peronista fue radicalmente modificado. Los líderes sindicales peronistas que habían controlado los sindicatos hasta 1955 se vieron desplazados de la escena sindical. El frustrado proyecto de los militares creó las condiciones para el surgimiento de un movimiento sindical peronista que ganó cierta independencia frente a Perón y fue capaz de desarrollar su propia estrategia política. Sin embargo, Perón no desapareció de la política. Su figura emergió como el principal símbolo del retorno a un pasado mejor. Otro cambio importante fue que Perón perdió, en parte, su poder de controlar a los líderes peronistas. Algunos líderes sindicales, generaron bases propias de poder, lo cual les dio un espacio para desafiar la autoridad del “líder”. Los desafíos a la autoridad de Perón no fueron la única manifestación de los cambios luego del ’55. La ideología peronista empezó a reflejar en mayor medida la correlación de fuerzas internas del movimiento. Un peronismo menos subordinado a Perón, y reflejando directamente el peso relativo de las fuerzas sociales que no constituía, se transformó en un peronismo proletario. El poder del movimiento sindical peronista se amplió después del ’55. Este poder se apoyó en bases diferentes. Las acciones de los líderes sindicales fueron gobernadas por una estrategia defensiva y de oposición. Esto estuvo estrechamente ligado al énfasis puesto por el peronismo en la imagen del retorno. A partir del ’59 la economía fue transformada por la expansión de los sectores industriales. Dichos sectores eran más intensivos en el uso del capital y estaban más penetrados por el capital extranjero que en épocas anteriores.
Las administraciones del período ’55-’66 resultaron debilitadas por los efectos que produjo la exclusión del peronismo, que redundó en que la capacidad política de la clase obrera para obtener concesiones fue mayor toda vez que ésta se propuso quebrantar las reglas formales. El movimiento sindical peronista se tornó una fuerza subversiva. Tal carácter subversivo, reflejó que el sindicalismo recurrió al quebrantamiento de las reglas formales del sistema. Los sindicalistas contribuyeron a crear circunstancias que indujeron a los militares a deponer a las administraciones civiles o frustraron los objetivos de los regímenes militares, induciéndolos a abandonar el poder para evitar situaciones que hubieran requerido como solución la aplicación de medidas represivas.
LOS MILITARES DESPUÉS DEL ’55, NUEVOS ESTILOS DE INTERVENCIÓN. Entre 1930 y 1955, las FFAA se habían constituido en guardianes de los gobiernos constitucionales, derrocando tres administraciones civiles. Sin embargo, los militares se abstuvieron de participar directamente en la conducción del estado en esos 25 años. A partir del ’55, los militares desarrollaron un estilo de intervención tutelar, que resultó en (1) la exclusión del peronismo y (2) el ejercicio de presiones y de su poder de veto sobre las medidas del gobierno constitucional instalado en 1958, con el propósito de imponer sus propias preferencias en asuntos públicos.
A principios del ’60, las FFAA comenzaron a darse cuenta de los beneficios obtenidos mediante la intervención tutelar eran inferiores a los costos ocasionados por ésta. Las FFAA concluyeron que eran percibidas por la opinión pública como responsables de la distorsión de las prácticas democráticas, sin que sus objetivos se cumplieran. El disenso interno y la fragmentación, surgieron cuando distintos sectores de las FFAA no estuvieron de acuerdo en relación a cuestiones tales como el alcance y la naturaleza de las presiones que se ejercerían sobre las autoridades constitucionales, o las políticas aplicadas con respecto a los sindicatos y el partido peronista. La fragmentación militar alcanzó su punto crítico entre 1959 y 1962, a raíz de enfrentamientos entre facciones opuestas. La victoria de los “azules” y la emergencia de Onganía como hombre fuerte del ejército, abrió el camino a una profunda revaluación de la estrategia política de los militares. En consecuencia, las prácticas de intervención tutelar que habían prevalecido desde 1955, fueron abandonadas. El interregno “profesionalista” de 1963-66, y la paralela reunificación del ejército y de las FFAA alrededor de Onganía, precedió e hizo posible la articulación definitiva de la doctrina de la “seguridad nacional”. Hacia la mitad de los años ’60, Onganía y las FFAA llegaron a la conclusión de que el experimento semidemocrático iniciado en 1955 debía darse por concluido. Los grupos liberales recibieron con beneplácito la posición antipartidista adoptada por las FFAA. El golpe militar y la posibilidad de fundar un régimen no-democrático, permanente y estable, apareció ante los liberales como una opción tentadora. La misma les proveería los medios para dar un golpe final a los sindicalistas peronistas. Lo que resultó en parte paradójico fue que las consignas de los militares fueron acogidas con beneplácito también por el sindicalismo peronista. El hecho de que tanto los liberales como los sindicalistas apoyaran al gobierno militar del ’66 reflejó dos cosas: la ambigüedad inicial de las propuestas de Onganía en materia de política económica y el atractivo que tuvo para el vandorismo la posibilidad del establecimiento de un régimen político autoritario.
                        
DE RIZ – La política en suspenso, CAP.1

En 1966 un golpe militar puso fin a la segunda experiencia de gobierno civil después del peronismo. Las FFAA podrían fin a un gobierno incapaz de conducir al país hacia su destino de grandeza. El doctor Illia no renunció y fue expulsado de la Casa Rosada. Se iría también con él la frágil concordia que había servido de dique de contención de las pasiones que dividían a la sociedad argentina. En una nueva capa social de jóvenes ejecutivos, existe la creencia de que el gobierno militar permitiría mejorar la eficacia en la administración pública.
Mariano Grondona: “el problema de fondo es la creación de un poder político lo suficientemente fuerte o autoritarios para absorber los primeros impactos de la gesta económica”. El poder del presidente Illia no era sólido, porque era representativo del equilibrio de fuerzas que desde 1955 habían intentado infructuosamente romper los gobiernos militares y la primera experiencia civil de gobierno semiconstitucional encabezada por Frondizi. El gobierno de Illia, contó desde el comienzo con la oposición del movimiento sindical peronista y en la medida en que no representó los intereses del poderoso bloque económico consolidado durante los años de Frondizi, hizo posible la convergencia de una oposición que alentó el golpe militar.
En 1963 Illia obtuvo la mayoría relativa. A este desenlace había contribuido de manera decisiva la candidatura del general Aramburu. Los llamados de Perón y Frondizi a votar en blanco tuvieron poco eco entre sus seguidores y las fracciones importantes del peronismo prefirieron optar por las alternativas que se les ofrecían para cerrar el camino a quien había sido presidente de la Revolución Libertadora. Los resultados de los comicios fueron fruto de una opción forzada. Illia se comprometió a devolver a la legalidad al movimiento político liderado por Perón y cumplió su promesa: el PJ fue legalmente reconocido en 1965 y gozó de libertad. Los jefes sindicales cambiaron de estrategia y optaron por la franca hostilidad hacia el gobierno. En 1964, el secretario de la CGT declaró que los recursos legales y constitucionales para encontrar una solución a la situación que padecemos por causa de la ley misma se han agotado, o bien el gobierno hace la revolución que el país necesita o bien esta revolución la hará el pueblo. La CGT anunció un Plan de Lucha, operación cuasi militar; se fueron ocupando a lo largo de varias semanas la casi totalidad de las empresas del país, conforme a un plan que no dejaba mayor iniciativa a los trabajadores. Ocupaciones de fábricas de manera pacífica. El objetivo de la movilización sindical era político: bloquear el proyecto radical de recortar el poder de las asociaciones obreras mediante reformas a la ley sindical y mostrar a los militares y empresarios que cualquier arreglo político futuro debía tenerlos como aliados indispensables. 1962 y 1963, el sindicalismo no sólo había conservado su poder, sino que había logrado acrecentarlo a través de la recuperación del control de la CGT.
Frustrada la operación retorno de Perón, los jefes sindicales creyeron llegado el momento de poner fin a una obediencia que ponía en peligro el lugar que habían conquistado en el orden político posperonista. Sin embargo, no lograron la anhelada emancipación. El gobierno pagó el precio de haber abortado el regreso de quien era el factor aglutinante del peronismo con renovadas huelgas y demostraciones obreras, decidido a continuar eludiendo el enfrentamiento con el movimiento obrero. La política como negociación pacífica de los conflictos y transformación gradual de la economía y de la sociedad por el camino de las reformas, chocaba con la visión de la modernización como un proceso para cuyo logro todos los medios eran válidos.
El nacionalismo y la distribución de ingresos y el intervencionismo estatal fueron las claves del programa de la UCRP. Illia anuló los contratos firmados con las compañías petroleras internacionales, alentó al consumo privado, el incrementó el crédito bancario al sector privado en interés de una masa de consumidores, disminuyó la carga de las deudas contraídas con los empleados públicos y los proveedores estatales, aumentó los salarios y sancionó una nueva ley del salario mínimo y móvil. El producto bruto interno creció y la industria, y el desempleo se redujo. El crecimiento de las exportaciones gracias al continuo asenso de los precios, pero sobre todo al aumento del volumen de la producción. Algunas voces dentro del partido radical advirtieron sobre los peligros que acarreaba la falta de apoyos sindicales y empresarios. Pero Illia prefirió gobernar solo.
En 1967 el país estaba económicamente estancado. Conciencia generalizada de atraso económico, como el destino al que solo podía oponérsele una revolución, entendida como la ruptura con las formas tradicionales de gestión de la democracia política.
La crítica generalizada a los partidos y a la democracia electoral, acusados de no representar a los factores reales de poder de la sociedad argentina, las reanudadas presiones de los asalariados del sector público y privado y la resistencia del mundo de las grandes empresas, dejaron al gobierno a la espera de un desenlace anunciado.  A fines de 1965 la actividad económica comenzó decaer reanudando el ciclo de marchas y contramarchas que había trabado el crecimiento económico. En nombre de la economía y de la moral, los militares, habrían de encontrar la justificación de una nueva intervención.
Los militares pudieron aparecer como una solución menos temible que la decadencia y el caos a los que la sociedad se creía condenada. Los partidos eran considerados instituciones arcaicas, mal preparadas para afrontar los desafíos que acarreaba la empresa modernizadora. Argentina necesita una revolución nacional: Onganía la hará, no tiene otra salida. Las izquierdas descreídas de la democracia política; el radicalismo del Pueblo y sus aliados habían contribuido a legitimar una democracia a medias, basada en la proscripción del peronismo, y esa conducta restaba crédito a su apuesta democrática; la derecha no había podido organizar una partido político capaz de plasmar sus heterogéneas aspiraciones. Esta circunstancia generó la conveniencia del golpe.
Había que fundar una nueva Argentina. Ante un gobierno debilitado, sacudido por el Plan de Lucha lanzado por la CGT, el temor de que demasiada libertad desembocara en el temido retorno del peronismo y sirviera de caldo de cultivo para el izquierdismo, los militares se sintieron convocados para transformar la economía y la sociedad argentina. El sindicalismo vio en el golpe militar un camino hacia el poder. Entre 1956 y 1959, débil y marginado el sindicalismo optó por una estrategia de estimulo a la acción de las masas obreras. A partir de entonces privilegió los paros generales en los que lo que contaba era la eficacia de la organización. Sólo podían reforzar su posición en estrecha asociaciones con los centros de poder. Este curso de acción los llevó a desoír las directivas de Perón. De este modo decidieron adoptar la lógica de golpear primero, para negociar después. Surge así un sindicalismo de negociación más que de protesta.
En las elecciones de Mendoza, el candidato de Perón aventajó al respaldado por Vandor y los jefes sindicales rebeldes. Vuelve el liderazgo político de Perón. Sólo suprimiendo las elecciones periódicas podía asegurarse la continuidad del orden posperonista.
Las FFAA aparecieron como el agente del cambio para los nacionalistas de izquierda y de derecha. El golpe era la esperanza de renovación y fortalecimiento de una Argentina supuestamente estancada y demasiado gris. Onganía se perfilaba como el caudillo que la Nación necesitaba. Los azules (sector del ejército que fue bautizado así tras los acontecimientos culminados en hechos de guerra en 1962), fueron percibidos como la fuerza que el país necesitaba para dar orientación a un movimiento político que se resistía a desaparecer y conducir las FFAA. El clivaje entre legalistas, partidarios del profesionalismo prescindentes de las FFAA, y los gorilas, partidarios de la proscripción perpetua del peronismo. Los azules o legalistas eran también antiperonistas, pero consideraban al peronismo como una fuerza nacional y cristiana que había hecho posible salvar a la clase obrera del peligro comunista. Los colorados o gorilas, veían al peronismo como un movimiento clasista, sectario y violento, que inevitablemente abriría las puertas al comunismo.
Fue decisiva en ese desenlace la falta de consenso entre los militares azules hacia la candidatura presidencial de Onganía. Los jefes del Ejército Azul decidieron devolver a los civiles el gobierno para replegarse a la misión específica de mejorar el nivel de profesionalidad y restablecer la autoridad erosionada por las disidencias políticas. El movimiento Azul luchará por la normalización constitucional. Los nuevos enfrentamientos de abril de 1963 entre la Marina y el Ejército, terminaron por convencer a los Azules de que la empresa democrática estaba plagada de amenazas y se pronunciaron a favor de la proscripción del peronismo.
Cuatro años después, Onganía  habría de ser el titular indiscutido del nuevo gobierno instalado por las FFAA. Defensor de la legalidad y comprometido con la forma de gobierno constitucional, había ganado popularidad. La doctrina de West Point, que el general Onganía había expuesto en 1965, contribuyó a explicar las nuevas ideas de la seguridad nacional que cobraron fuerza en la corporación castrense, en ella se advertía la presencia del escenario internacional modificado por la Revolución Cubana. EEUU ya no cuestionaba las soluciones autoritarias, estaba dispuesto a apoyarlas para acabar con el comunismo en América Latina. De acuerdo con esta doctrina de seguridad nacional, las FFAA argentinas deberían defender la legalidad hasta un límite, ese límite estaba fijado en el momento en el que el libre juego de las instituciones constitucionales amenazara las instituciones fundamentales de la Nación y su estilo de vida occidental y cristiano, tendrían derecho a intervenir cuando la situación reclamaba defender a la Constitución. La misión del brazo armado de la Constitución era también una empresa religiosa. Los militares se sentían convocados para una cruzada en defensa del orden cristiano amenazado por el comunismo. Buscaron entonces un caudillo revolucionario que pudiera plasmar una suerte de paternalismo autoritario capaz de conducir a las masas trabajadoras, pero sin darles ninguna participación en el poder. Un fenómeno de igualdad social y mandato mayoritario que desembocaba necesariamente en la demagogia. Ese candidato era Onganía.
Estamos viviendo la finalización del período de transición del país agrícola-ganadero, de estructura armónica dependiente, hacia el país industrializado que exige la construcción de la industria básica, la promoción de las actividades de la nueva revolución industrial de la energía nuclear, la electrónica o la cibernética y reclama la renovación técnica del campo. Supone un gran esfuerzo tecnológico que coordine los esfuerzos de la universidad, las empresas y el Estado en la tarea de la modernización.
La seguridad se concibe subordinada al desarrollo económico. Esto explica que el nexo entre la doctrina de la Seguridad Nacional y la estrategia del gobierno militar haya sido débil y da cuenta de los grandes conflictos que habría de enfrentar Onganía. Desterrar la política del gobierno y unificar el mando en un presidente, al que civiles y militares debieran obediencia, aparecía como el mejor antídoto para detener un proceso que se asumía como freno a la modernización del país y dejaba indefensa a la nación ante el peligro del comunismo. Ningún interés concreto ninguna vinculación precisa con sectores económicos, sólo una proclamada vocación para conducir a la Nación hacia su destino de grandeza.
Para Onganía el ordenamiento de la administración es la piedra de toque de la transformación esperada. No sorprendió entonces que el presidente instalado por el golpe estuviera profundamente convencido del carácter apolítico de su gobierno: prohibidos los partidos y transferidos sus bienes al Estado, los integrantes del gobierno no tendrían otro vínculo que la comunidad de objetivos fijados por la denominada “Revolución Argentina”. Convencido de que sin la mediación de los partidos, la lucha de intereses podría ser encauzada bajo nuevas formas de participación, Onganía se aventuró a imaginar a la revolución como un estado espiritual.

PORTANTIERO – Economía y política en la crisis Argentina.


EL EMPATE ARGENTINO. Una imagen de sentido común preside a este trabajo: la convicción generalizada acerca de la carencia, desde hace tiempo, de un verdadero Orden Político en la Argentina. Traté de analizar el comportamiento de los principales actores sociales durante las dos últimas décadas en el país, como motivadas por la lógica de un “empate” entre fuerzas, alternativamente capaces de vetar los proyectos de las otras, pero sin recursos suficientes para imponer, de manera perdurable, los propios. Esta situación de “empate hegemónico” ha dado lugar, a la presencia de un Estado progresivamente aislado de la Sociedad. La inestabilidad propia  de la Argentina, su condición de sociedad “ingobernable”, sólo podrá ser entendida a condición de penetrar más hondamente en el complejo de las relaciones económicas, sociales y políticas que se va estructurando de finales de la década del 50.

El derrocamiento del primer experimento nacionalista popular de Perón, en 1955, habría de implicar el cierre de un ciclo histórico. En lo económico, quedaba atrás un modelo de acumulación, que el peronismo modificó socialmente introduciéndole un patrón de distribución. En lo político, el fin del 1° peronismo arrasaba con un orden legítimo, sostenido por una alianza de intereses, expresada en el bloque populista de poder entre las Fuerzas Armadas, el Sindicalismo y las corporaciones patronales. En esa alianza comenzaron a manifestar crecientes contradicciones entre sí, el bloque populista entró en un proceso de descomposición. Fue derrocado por una conjura dirigida por oficiales retirados de Ejército, apoyada por la Marina de Guerra. A partir de su caída, ninguna experiencia gubernamental, logró satisfacer los requisitos mínimos para sostener un orden estable.
Esa incapacidad de las clases dominantes comienza a ser patética desde el período presidencial de Arturo Frondizi (1958, derrocado en 1962) se funda en las bases para modificaciones profundas en el modelo de acumulación y se abre un proceso de complejización de las contradicciones entre clases y entre fracciones de clases. El período de 1955 a 1958 fue de transición: implicó un intento provisional de las clases dominantes por poner “orden en la casa”. Esto es, recuperarse del deterioro que le había inferido el nacionalismo popular y desarmar en lo posible el Sindicalismo. Ese intento hizo, lo que Perón no hubiera podido hacer: desarticular la participación política de los sindicatos como interlocutores privilegiados para la elaboración de proyectos sociales. Es entre 1955-58 cuando se colocan las bases institucionales para proceder a la sustitución del trabajo por capital en el desarrollo industrial.
Será el desarrollismo quien consumará en lo económico el nacimiento de esta etapa: por ello estimará el ingreso masivo del capital extranjero en la industria. Estos cambios influirán decisivamente sobre el perfil social de la Argentina. Eso es a lo que se llamo crisis de hegemonía: incapacidad de un sector que deviene predominante en la economía para proyectar sobre la sociedad un orden político que lo exprese legítimamente y lo reproduzca.
La irrupción brusca de una fracción de clase que pasa a controlar los grupos más dinámicos de la economía podía alterar la correlación de fuerzas en el interior de la burguesía y redefinir las relaciones globales entre el conjunto de las clases dominantes y las dominadas. El “empate” político entre los distintos grupos se articularía, con una modalidad específica de acumulación de capital en la Argentina basada en una situación de poder económico compartido que alternativamente se desplaza la burguesía agraria pampeana (proveedora de divisas, dueña de la situación en los momentos de crisis externa) y la a la burguesía industrial (volcada totalmente hacia el mercado interior). Según cual sea el momento del ciclo será la probabilidad de las alianzas que tiendan a establecerse.
El modelo vigente responde a una secuencia que pasa de un momento de devaluación y aumento de los precios relativos industriales y el salario real, hasta que nuevamente la burguesía agraria precipita una crisis en la balanza de pagos y, con una posterior devaluación, recomienza el ciclo. La presencia de esas características erráticas en la economía argentina viene de la década del ´30, de la reconstrucción del comercio mundial posterior a la crisis por la cual la Argentina pierde su condición de “partner” privilegiado de Gran Bretaña. Sólo durante algunos momentos excepcionales, esta “ley de hierro” parecía quebrarse.
Las formas políticas del capitalismo argentino testimonian una suerte de “imposibilidad hegemónica”, dadas las recurrentes dificultades que enfrentan para elaborar una coalición estable las capas más concentradas de las burguesías urbanas y rurales. Distintas fracciones buscan dar un vuelco a la situación tratando de montar un modelo de acumulación alternativa: son intentos de ruptura del “empate” que pretenden modernizar la estructura del capitalismo. Estas tentativas se originan en fracciones de la burguesía urbana que aspiran a fracturar el frente agrario, agrediendo con políticas impositivas a sus sectores más parasitarios.
Sometidos a una marca cruza de presiones defensivas esos intentos hegemónicos de distinto signo resultaron quebrados. Una y otra vez el Estado fue desbordado por la Sociedad y la posibilidad de un Orden Político, cancelada nuevamente.
El alcance ejemplar del período 1966-73, años de la “Revolución Argentina”, deriva de que se puso en marcha el experimento más coherente y en las mejores condiciones de factibilidad desplegado por la fracción dominante en la economía para superar el “empate” a su favor y transformar su predominio en hegemonía. Pese a que las condiciones económicas nacionales e internacionales trabajaban a su favor, el proyecto no pudo superar los obstáculos que se le interpusieron.
El “empate” político en Argentina esta articulado con el empate social. Lo que interesa especificar es cómo esa in-estructuración entre sociedad civil y Estado influye sobre los comportamientos de los distintos actores. Este trabajo intentará desentenderse en el análisis de los comportamientos de actores sociales institucionales, cuya a presencia aparece o se refuerza después de los cambios operados en la sociedad al comienzo de los años 70. Sus protagonistas serán actores del sistema político que operan en su interior. El nivel de análisis elegido en este ensayo es el de las relaciones de fuerzas políticas, es decir, un espacio en el que los conflictos de clase se expresan como conflictos entre fuerzas que actúan en el Sistema Político.

LOS PRELUDIOS DEL CAMBIO. Entre 1962 y 1963 la Argentina atravesó por momentos de recesión. Su detonante: déficit incontrolable en la balanza de pagos. Se trató de estimular a la burguesía agraria pampeana a través de una devaluación del peso, con el objeto de modificar a su favor la relación de precios con la industria.

En el plano de la política tampoco se apreciaron modificaciones: la crisis económica arrasó a una crisis institucional y las FFAA decidieron el derrocamiento de Frondizi. Tras la inquietante experiencia del “desarrollismo”, los mandos militares tenían una propuesta de resurrección de la “Revolución Libertadora” que había desalojado a Perón del poder. Durante ese período se colocaron las bases para la consolidación en la esfera de la producción de un nuevo actor social, el capital extranjero radicado en la industria, quien logrará reestructurar a su favor las relaciones de predominio tanto en el interior del sector cuanto en la economía en su conjunto; la burguesía industrial local deberá amoldarse a sus decisiones y la poderosa burguesía pampeana será desplazada de su posición de liderazgo.
El efecto, en cuanto a monto como origen y destino de las inversiones, contribuyó a remodelar la economía nacional articulada hasta entonces a través del negocio de la exportaciones agropecuarias, de la presencia subordinada de una industria local productora de bienes de consumo no durable y de un estado empresario que controlaba buena parte de los servicios, como herencia de la administración peronista.
Pero lo importante de esos cambios que desplazaron el principio dinámico de la economía argentina del mercado externo a la demanda interior, es la modificación generada en el perfil social y regional de las relaciones de fuerza, junto con el estímulo que significaron para la emergencia de nuevos grupos alrededor de las esferas de poder y para la modificación de comportamientos.
Algunos elementos nuevos implantados durante el “desarrollismo” son: la concentración de las inversiones en Capital Federal y su periferia, Santa Fe y Córdoba, las variaciones en la distribución del ingreso que beneficiaron sobre todo a los sectores medio y medio-superior, en detrimento de los tramos inferiores, pero también de los superiores, la mayor heterogeneización de la clase dominante, manifestada en el proceso de “diversificación del liderazgo empresario”, las modificaciones operadas en la composición interna de la fuerza de trabajo a través de diferenciaciones salariales nítidas.
Esta modernización en marcha no evitó la reaparición, en 1962, de la habitual crisis externa: el programa desarrollista implicaba la necesidad de un aumento en la demanda de importaciones que sólo podía ser equilibrada con un aumento de la exportación de productos agropecuarios.
Derrocado Frondizi en 1962, Federico Pinedo, ocupo el Ministerio de Economía y aplicó los conocidos planes antirrecesivos: liberalismo económico extremo y convocatoria para ocupar las posiciones en el aparato del Estado a los sectores más conservadores que, además controlaban los estados mayores del Ejército y la Marina.
Se abre así un período de casi dos años de crisis política. Por primera vez, en la Argentina moderna, llegan a producirse enfrentamientos armados violentos entre fracciones del Ejército y de la Marina. Finalemnete se convoca a elecciones, y a fines de 1963 asume el gobierno de Arturo Illia.
Pero el lapso que va desde el golpe de Estado contra Frondizi hasta los comicios que llevan a la fracción más tradicional de la UCR al gobierno, sirvió para consolidar en los niveles ideológico y organizativo a los nuevos actores sociales generados durante el proceso de modernización capitalista de los años 1958-62. El desvalido gobierno de Guido que sucedió a Frondizi, va adquirir el carácter de un “ensayo general” para el modelo político que se intentará poner en marcha desde 1966. El impulso modernizante del “desarrollismo” había comenzado a promover, como participante significativo en el funcionamiento del sistema político, a una capa tecno burocrática ligada con los nuevos procesos de acumulación capitalista en todas sus esferas. Esta capa tecnocrática (a la que llamaremos “establishment”) comenzará ya en la época de Guido a proyectarse hacia la función pública, desplazando a los viejos políticos y abogados. Esta capa habría de encontrar, entre 1967 y 1969, a su prócer: Krieger Vasena, el más lúcido promotor del nuevo modelo socioeconómico tendiente a coronar el proceso abierto en la Argentina bajo el gobierno de Frondizi. Este movimiento hacia la modernización política, involucró el ascenso de otra fuerza social, arrinconada desde el derrocamiento de Perón en 1955: la burocracia sindical. En 1961 Frondizi devolvió a los sindicatos el control de la CGT. Este acto del desarrollismo habría de permitir que las organizaciones gremiales reaparecieran como grupos de presión: en esos años comenzará a gestarse en el interior del sindicalismo peronista la corriente llamada “vandorista”, dispuesto a autonomizarse de las tácticas de Perón y a construir un embrión de proyecto político- gremial de estilo “laborista” capacitado para negociar directamente con los otros factores de poder. El crecimiento del papel del sindicalismo y el reflujo sufrido por los partidos políticos, colocó también en un primer plano institucional a las organizaciones corporativas empresarias.
A estos actores (establishment, burocracia sindical, organizaciones empresarias) debe sumarse la modificación operada en el Ejército durante el período de Guido. Esta modificación se produjo con conflictos: hubo enfrentamientos militares. En ellos fueron derrocados quienes, desde 1955, ocupaban los cuadros de dirección militares como representantes de un “sentido común”. Habían sido esos oficiales los que decidieron por el derrocamiento de Frondizi y los que impulsaron las políticas favorables a la burguesía agraria.
El gobierno de Guido fue híbrido, pero a la vez, implicó una primera puesta a prueba de las articulaciones políticas necesarias para la realización de un nuevo equilibrio de fuerzas acorde con los cambios que se estaban produciendo en la sociedad. Illia y los viejos políticos habían sido triunfadores ocasionales, que ocupaban un vacío temporario. La administración de Illia fue ejemplar, gobernó sin Estado de Sitio y sin presos políticos; garantizó las libertades básicas. Su modelo era Yrigoyen, pero se confundió al creer que la Argentina que él gobierna y el mundo en que ella estaba incluida, eran los de la década del 20. El período de Illia coincide con un hecho. Superada la crisis económica de los años 62-63, la economía argentina entra en un largo ciclo de recuperación, caracterizado por una coyuntura internacional que iba a favorecer los precios de los productos argentinos en el mercado mundial y que eliminaría el déficit en la balanza comercial. Desde 1964 hacia delante el proceso económico de Argentina se caracteriza por: crecimiento ininterrumpido del PBI, sin ningún año de recesión; crecimiento sostenido del producto industrial; aumento de la capacidad del sector industrial; participación de las grandes empresas de las ramas vegetativas  y de las medianas empresas de las ramas dinámicas junto con las grandes empresas extranjeras de las ramas dinámicas; atenuación de los ciclos originados en el sector externo, lo que permitió superar las “minirrecesiones” de 1966-67 y 1971-72; estabilidad en los patrones de distribución del ingreso y progresiva atenuación de las diferenciaciones internas dentro de los asalariados; descenso del nivel de desocupación que baja del 7,2% al 5,8%.
La incapacidad de Illia para responder las exigencias del sistema económico provocará su caída el 28 de junio de 1966. El derrocamiento del radicalismo arrastraba tras sí, simbólicamente, a la totalidad del sistema de representación en el que estaba incluido. Cuando los militares toman por asalto el poder y utilizan como explicación de su alzamiento el deterioro de los partidos políticos su “crisis de autoridad” era flagrante. La acumulación del capital, el incremento de la eficacia del sistema económico, la racionalización del Estado, eran demandas que se asentaban sobre la lógica del desarrollo capitalista, tal cual había sido impulsado desde 1959.
EL GOLPE ESTALLÓ TRAS UN LARGO PROCESO DE MADURACIÓN. No se trataba ya de castigar a un gobierno legal al que se le imputaba “peligrosidad ideológica”. Al desalojar a Illia, el objetivo del movimiento debía ser la modernización del país, la grandeza de la Nación, la elaboración de un “modelo argentino” destinado a reemplazar al caduco proyecto puesto en marcha a fines del siglo XIX. Uno de los jefes militares del golpe dijo: “Estamos viviendo la finalización del período de transición del país agrícola- ganadero, hacia el país industrializado, donde la situación argentina es la de un país en vías de desarrollo”. La política fundada en el interés nacional supone el esfuerzo acelerado para transformar esa estructura de producción en una similar a la de las sociedades industriales. Exige la construcción de industria básica, la promoción de la energía nuclear, la electrónica o la cibernética. Reclama la revolución técnica en el campo. Para esa tarea las FFAA no podían contar con el viejo sistema de partidos. Parecía en cambio posible edificar las bases de un nuevo modelo político a través de la incorporación de otros actores. Como el vencido Illia, tampoco Onganía pudo “sintetizar” al nuevo país, reconstruir la hegemonía. Y el fracaso no fue resultado de causas económicas. Pedirle al Estado argentino que con sus propios recursos reordene desde arriba a la sociedad es pedirle algo que está más allá de sus capacidades. Carente de una fuerte organización burocrática dotada de estabilidad y de una eficaz gestión como empresa económica, el aparato estatal no posee una capa de funcionarios autónomos, capaz de proponer metas y ejecutar proyectos, de controlar efectivamente a la sociedad, de fundar un orden político.
Corroída por conflictos desde el exterior del sistema, pero también desde su interior, la fórmula de poder que intentó establecer la “Revolución argentina” se fue desvaneciendo frente al vigor que siguieron demostrando, como voceros de “opinión pública”, los sindicatos y los partidos políticos. En 1973, tras tres años a la defensiva, los militares que en 1966 habían proclamado la refundación del Estado, debieron ceder el gobierno al peronismo triunfante en las urnas. Durante su paso por el gobierno no sólo no habían resuelto sino que no habían agravado la crisis hegemónica: en 1969 se desata el “cordobazo”, es en 1970 que nace la guerrilla urbana. Por fin, será Perón quien retornará triunfalmente acompañado por los sindicatos, los partidos políticos, la juventud radicalizada, la tecno burocracia nacionalista y las organizaciones corporativas del capitalismo nacional, frente a un Ejército desalentado.
Los ideólogos de la “Revolución argentina” intentaron esquematizar sus objetivos a través de una dialéctica de “tres tiempos” sucesivos: el “tiempo económico”, el “tiempo social” y el “tiempo político”. Esa ser legítimamente retraducida como una sucesión de dos etapas: una 1°, de acumulación que supone el sostén del autoritarismo militar a la reestructuración económica operada a favor de sectores modernos del capitalismo; y una 2°, de Distribución, en la cual se abrirían las compuertas para la repartición de la riqueza acumulada y se regularían formas controladas de apertura en el sistema de Poder.
Lo que buscaba consolidarse en Argentina era “una oligarquía político- militar- empresaria, empeñada en realizar el proceso de industrialización a través de grandes inversiones en la infraestructura y dispuesto a contener las presiones de los sectores populares.
La totalidad del período 1966-73 puede ser fragmentada en tres etapas;
1)      1966-70: intento de estabilizar una modificación en el modelo de acumulación, en la relación de fuerzas sociales básicas y en el modelo político;
2)      1970-71: intento de formular un modelo con mayor participación del capitalismo nacional, pero bajo los mismos moldes autoritarios;
3)      1971-73: intento de “salida” para la situación, mediante la congelación de la iniciativa estatal sobre la economía y la pretensión de controlar el futuro modelo político.
El experimento llamado “Revolución argentina” arranca con una ofensiva hegemónica que se consolida con el ingreso, a fines del 1966, de Vasena, como representante del “establishment” tecno burocrático y de la gran burguesía urbana, en el ministerio de Economía. En esa etapa, el predominio del capital monopolista industrial se transforma en hegemonía dentro del bloque dominante y el capital nacional y la burguesía agraria debieron subordinarse a él. En efecto, todo plan tendiente a la concentración de los recursos económicos tiende también a la estructuración de un modelo de Estado autoritario que concentre el Poder, asociando los núcleos de decisión económica con los de decisión política. Los partidos políticos suponen la vigencia de un sistema particular que incluye un escenario, que es el parlamento y su condición de existencia la consulta electoral periódica. Ambos elementos conforman un espacio en el que concluyen múltiples intereses particularistas.
En el caso argentino, los partidos tienden a ser la forma más nítida de articulación política de sus intereses para el viejo capitalismo nacional, urbano y rural. Representan  el liberalismo ideológico de las clases medias. Los partidos políticos aparecen como una institución ejemplar del “empate”: incapacitados como ordenadores de ninguna hegemonía estable, son instrumentos para bloquear la posibilidad de salidas alternativas. Pero al iniciarse la “Revolución Argentina” no tenía otra opción que el repliegue. La disolución de todos los partidos políticos crea un hecho inédito: por primera vez desde 1955 el peronismo sale de su aislamiento, al compartir con el resto la situación de exclusión. Con una ventaja diferencial: al no ser desarticulados los sindicatos, mantenía un canal de expresión del que carecían los demás partidos. Es en esas condiciones que se pone en marcha el plan Krieger Vasena. En su discurso dijo: “lo que buscan las autoridades del país es evitar la transferencia de ingresos en gran escala de unos sectores a otros. Dentro de cada sector se desea premiar a los más eficientes y que este premio sea el resultado de su propio esfuerzo”. La “racionalización” de Vasena implicó una transferencia en la distribución de la plusvalía en prejuicio de los sectores medianos y pequeños del capitalismo urbano así como de los propietarios de tierras de la zona pampeana. Los principales indicadores de coyuntura muestran éxitos en el cumplimiento de las metas del plan: aumentos del Producto Bruto Nacional, en el Producto Bruto Industrial, repunte del salario real, disminución de la desocupación y de la tasa de inflación, comienzo del ingreso de capitales extranjeros. El principal fracaso del Plan Krieger Vasena consistió en que la elite militar y política encabezada por Onganía no pudo superar la crónica crisis estatal argentina. Este plan lleva a la economía argentina a un punto en que la única alternativa al desorden económico es la continuidad del plan. La crisis social y política arrastrará al Estado a su caída al autoritarismo militar de Onganía y planteará la recreación de las condiciones del “empate”. El objetivo declarado del plan era poner en marcha un programa antiinflacionario pero que fuera expansivo y no recesivo, a partir de una firme política de ingresos manejada por el Estado. Controlada la inflación a través del manejo de precios y salarios y habiendo dotado al Estado de un importante masa de recursos, el plan dejaba libre el camino para implantar sólidamente la dominación del gran capitalismo moderno, premiando “a los más eficientes” y castigando el resto.
Era un plan que buscaba maximizar la eficiencia global del sistema bruscamente con la situación de “empate”. Los perjudicados eran la gran burguesía agraria. La nacionalización del funcionamiento del Estado como organización burocrática acarrea un proceso de deterioro de los asalariados que depende de sus engranajes.
La situación de los asalariados y el descontento generalizado de las capas medias expropiadas políticamente por el autoritarismo estatal, crearon una acumulación de fuerzas opositoras tan poderosas, abrieron una crisis social tan honda, que precipitó la fractura del monopolismo militar. A partir de esa grieta apuró sus pasos la Burocracia Sindical y luego el sistema de partidos.
La crisis puso a flor de piel las antiguas contradicciones en el interior de las fuerzas. Como aparato del Estado que debe justificar la especificidad de sus acciones, las FFAA siguen siempre una determinada “doctrina” que le otorga sentido a su función y en el que tratan de socializar sus cuadros. Es a través de esa ideología que puede reconstruirse la relación de las FFAA con otras fuerzas sociales.
Hacia los años 60 esa doctrina cambia. A partir de las teorías norteamericanas sobre la contrainsurgencia, la conexión entre Seguridad y Desarrollo pasa a ser la nueva clase estratégica. La función principal de las FFAA es garantizar la Seguridad. A partir de esto no importa quien dirija el desarrollo; lo decisivo es  que las estructuras de la nación se modernicen. La marea de presiones cristalizada en los 69 y 70 actualizaron los dilemas tradicionales sobre la orientación política que las FFAA deberían asumir, introdujo la deliberación y desorganizó la pasiva adhesión de sus cuadros al proyecto que asociaba a las instituciones armadas con el “establishment”. La grieta que la crisis abre a las FFAA desnudará al Estado y hará crecer los poderes de la sociedad civil reabriendo la crisis de representación. La burocracia sindical se insertará en eso pliegue haciendo valer su fuerza relativa dentro de un frente opositor.
En marzo de 1967 la CGT se rinde frente al gobierno y levanta una huelga general de 48 horas sin condiciones. Días después recibe el golpe de gracia: Krieger Vasena liquida por dos años las convenciones colectivas de trabajo estableciendo que durante ese período será el Estado quien fijará los ingresos de los asalariados. Con ello, la burocracia sindical pierde así toda influencia sobre el mercado de trabajo. Una política de ingresos rigurosa como la que aplica Vasena obviamente opaca el rol de los sindicatos, y eso era uno de los ejes del plan. La Burocracia Sindical a la defensiva, no cuestionó excesivamente ese rol secundario. Sólo el debilitamiento del Estado, posterior a la crisis; la ruptura de la coalición entre establishment y FFAA y la rehabilitación de los partidos políticos y las organizaciones representativas de los empresarios nacionales, la alentará nuevamente a emprender la ofensiva.
Si por un lado encuentra oídos sordos para sus reclamos ante el Estado, por el otro ve socavar su poderío desde dentro a través de un proceso de sacudimientos que asumirá dos formas:
-1° coagulará en la constitución por parte de gremios que se revelan contra la conducción nacional de una CGT “paralela” (llamada “de los Argentinos”);
-2° implicará más un alzamiento de bases que de direcciones sindicales que llevará el nombre de “clasismo”.
La “CGT de los Argentinos” expresaba el descontento de que aquellos sectores de la fuerza de trabajo empleados en las ramas que el plan económico calificaba como ineficientes: trabajadores del estado, ferrocarrileros. Se trataba de gremios pequeños ligados a los servicios o a formas arcaicas de producción, pero de gran capacidad para movilizar a otras capas: estudiantes, intelectuales, sectores radicalizados de la iglesia. El “clasismo” implicaba un tipo de movilización obrera opuesto. Sus protagonistas eran los trabajadores de las industrias “de punta”, generadas o expandidas después del ‘58 y su centro era Córdoba. El “clasismo” venía a incorporar el debate sindical argentino. Sus reclamos tenían que ver con temas sobre la “condición obrera” y sobre el control que los trabajadores deben ejercer en relación con la actividad productiva en las grandes empresas. Era una lucha contra el autoritarismo en la fábrica, lucha contra el autoritarismo en la sociedad. Frente a las modificaciones de la condición obrera que, en los dos extremos, el arcaico y el moderno, generaba el nuevo patrón de acumulación, la Burocracia Sindical no tenía respuesta. Su espacio de representación era otro: la Burocracia Sindical expresaba a una franja intermedia, aunque numéricamente muy poderosa del desarrollo industrial y del “sentido común” obrero que la acompañaba. En esa franja, su representatividad resultaba incuestionable y a partir de ese consenso había logrado forjar un gran poder económico y político, que realimentaba su poder social.
La interrelación entre sus funciones “profesionales” y “políticas” determina que la Burocracia Sindical argentina despliegue siempre una estrategia tendiente a coparticipar del Poder; esto es, que busque coaliciones con otras fuerzas sociales. El objetivo político de la Burocracia Sindical es recrear las condiciones que gestaron la coalición sobre la que se fundó el peronismo, a mediados de la década del 40: interlocutores representantes de la burguesía nacional y los grupos nacionalistas de las fuerzas armadas. El horizonte de su programa es la protección del mercado interno. A partir de 1970, crecerá la influencia de la Burocracia Sindical, como centro de un programa de coincidencias con las organizaciones del empresariado nacional y con los partidos, en una serie de pactos programáticos que decidirán el fin de la “Revolución argentina”.
En junio de 1970 es derrocado Onganía por las FF.AA. Días después Levingstone es nombrado presidente de la República por la Junta Militar; detrás del trono se encarna en la figura del comandante del Ejército, Alejandro Lanusse. Levingstone marca un intento de combinar el modelo autoritario de Onganía con una política económica divergente con la llevada a cabo por Krieger Vasena. Su caída en 1969 y el deterioro político del régimen de Onganía, habían conducido al nuevo patrón de acumulación hacia una zona crítica, la inflación y la recesión, y la desobediencia política generalizada. El ascenso de Levingston implicará en lo económico, un intento de transformar el modelo de desarrollo, y el acuerdo de fuerzas sociales que estaba en su base. El objetivo de Levingstone era poner en marcha un programa reformista que, en lo económico-social, aspiraba a asociar el capital nacional con el Estado. Se trataba de una “argentinización” de la economía a través de la utilización del importante poder de compra del Estado y de una redistribución del crédito bancario que favoreciera  a los empleados nacionales.
La estructura del Poder debía basarse en una coalición entre las FFAA, la Burocracia Sindical y la tecno burocracia tecnológicamente ligada a las organizaciones corporativas en que se agrupa el empresariado nacional, dejando afuera del proceso a los partidos políticos. Desde el punto de vista de las formas, el modelo propuesto recogía las iniciativas primeras de la “Revolución argentina”. Pero su contenido era diferente: el dúo Levingstone - Ferrer venía a convocar a las FFAA para que se transformasen en el principal sostén de un proceso tendiente a permitir que la burguesía agraria y el capital urbano nacional ganaran posiciones, en detrimento del capital monopolista.
El estado de movilización de las clases populares creció en intensidad cuando la economía, a fines de 1970, parecía acentuara sus rasgos recesivos e inflacionarios. El sistema de partidos se despertaba con el respaldo del general Lanusse, se reorganizaba como factor de presión. Es durante el interregno Levingstone que se produce el acercamiento entre Perón y el viejo partido radical, que cuaja en la organización de una junta interpartidaria, “La Hora del Pueblo”. La situación de quiebra política notoria de la “Revolución argentina” había llevado a la cúpula militar a diseñar otro programa: la reconciliación con los partidos políticos. Un nuevo “cordobazo” en 1971, tras el cual aduciendo denuncia para la represión, Levingstone decide la destitución de Lanusse como comandante del Ejército, remata con la renuncia del primero. La obsesión habrá de ser encontrar la salida a través de una estrategia, ofensiva en lo político y defensiva en lo económico.
Cuando las FFAA se sinceran consigo mismas desembarazándose de Levingstone y le otorgan el poder a Lanusse, el cuadro de situación económico no podía ser más alarmante. El crecimiento del Producto Bruto Nacional y el PBI  se desaceleraba; el salario real entraba en deterioro, crecían las tasas de desocupación; la balanza comercial marcaba déficit; la inflación estaba fuera de control. En esas condiciones comienza a operar el proyecto político de Lanusse, cuyo signo es la negociación a fin de reconstruir las bases sociales del poder.
Sólo la obtención de un mínimo de legitimidad podrá garantizar una solución económica. El objetivo es reconstruir el poder del Estado para todas las fracciones de la clase dominante, otorgándole al sistema político el máximo posible del consenso. Este es el sentido político del “Gran Acuerdo Nacional” proyectado por las FFAA y al que convoca Lanusse. El modelo económico pasa a un segundo plano frente al modelo político: interesa la Seguridad, a través de “unir a los adversarios y combatir a los enemigos”, por encima del desarrollo.
A fines de 1971, el gobierno lanza un plan de corto plazo. Su objetivo único es minimizar tensiones sociales. A mediados de año el ministerio de Economía es disuelto y reemplazado por Ministerio de Hacienda: el cambio es casi simbólico; parece refrendar que ese campo es un terreno abierto para la capacidad de presión de las fracciones de clases. La política bajo Lanusse, ocupa el “puesto de mando”; el tema de la legitimidad del poder aparece como central y “la reconciliación” para obtener bases de consenso es planteada como objetivo supremo.
El elemento indispensable para que construir eses mínimo consensual que reconstruya al estado, es la articulación de un acuerdo entre las FFAA, los partidos políticos y la Burocracia Sindical.
Entre 1971-72, al amparo de la gran crisis orgánica argentina, habrá de producirse el arduo enfrentamiento entre dos estrategias políticas rivales, encarnadas en Lanusse y Perón, puestas en tensión para conseguir igual objetivo: liderar a un mismo conjunto de fuerzas sociales.
La operación diseñada por Lanusse para superar el deterioro irremediable del modelo propuesto por la “Revolución argentina” es una típica manifestación de un proceso “transformista” de salida de una crisis. Esto es, una propuesta estructurada desde el punto de vista de la totalidad de la clase dominante que apunta a absorber a las fuerzas de oposición internas al sistema y aún a los representantes de las clases dominadas. Es a partir de esa concepción que se subordina lo económico a lo político porque se diagnostica a la crisis como una crisis estatal.
La “reconciliación” propuesta por Lanusse chocaba con el handicap político de ser percibida como una salida forzada para un proyecto político en derrota. Desde un estado tan sometido a presiones, era difícil generar confianza a favor de una propuesta consensual.
A partir del “cordobazo” las clases populares colocaban las expectativas políticas de la población en un punto de radicalización que el proyecto lanussista no podía alcanzar, apresado por sus límites. La profundidad de la crisis y la activación general de la sociedad indicaba que era posible que la “Revolución Argentina” se legitimara. Después de 18 años había llegado la hora de Perón: sólo él estaba en condiciones de capturar la totalidad de los elementos que confluían en la definición de la crisis general. Logró transformarse en el eje de una coalición heteróclita, en la que cabían desde fracciones de los viejos partidos hasta la juventud radicalizada que se expresaba en el movimiento guerrillero y en su periferia, pasando por la Burocracia Sindical y por los líderes corporativos del capitalismo nacional. No sólo impidió la neutralización del aparato gremial querida por Lanusse, sino que disputó con ventajas la adhesión de la opinión independiente de las capas medias urbanas. Perón logrará sepultar a la maniobra transformista de Lanusse arrollándola en las urnas electorales. La derrota de la “Revolución Argentina” era un mero intento de recrear las condiciones previas a la crisis. El recambio político no resolvía la crisis orgánica. Implicaba la reconstrucción de una salida transaccional en la que  fuerzas intermedias, llegaban a ocupar el centro de la escena como alternativas principales. Perón no podrá crear siquiera las condiciones mínimas para romper las bases sociales y políticas del “empate”. Cuando muere en julio de 1974, el proceso de deterioro general, era algo mas que una conjetura. Las fuerzas sociales lograrán vaciar finalmente al Estado de todo contenido.

DE RIZ – La política en suspenso, CAP.2

 LA PROTESTA SOCIAL. Las protestas de los estudiantes fueron la primera señal de la efervescencia que desataría el “nuevo mayo argentino”, como lo denominara el monseñor Podestá. Ese clima no era ajeno a la difusión de las tesis católicas radicales por parte de una minoría de sacerdotes pertenecientes al Movimiento para el Tercer Mundo. Las declaraciones hechas en la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín (Colombia) en 1968, incitaron a una revolución teológica: otro debía ser el papel de la Iglesia y de los cristianos en el mundo, debían participar en la gestión del cambio social, y no podían ser indiferentes ante la injusticia y la violencia de los opresores. Preocupación por problemas sociales, aliento a las reivindicaciones populares, legitimación de la acción revolucionaria y la identificación del cristianismo con el peronismo, configuraron una nueva moral cristiana que se convirtió en un rasgo distintivo de la nueva oposición política surgida a fines de los ’60. Monseñor Podestá defendió el aggiornamento católico, condenando la injusticia y los regímenes opresivos. La pastoral de Primatesta, arzobispo de Córdoba, señalaba 3 días antes del “cordobazo”: “Pedimos a la comunidad que nos comprometamos a lograr un estado de justicia para todos, especialmente para los más débiles y necesitados”. La revista católica Criterio, en febrero del ’69, anotaba que “la cruda realidad que vivimos es que el gobierno no sabe qué hacer con los universitarios”. Semanas después, los estudiantes de Corrientes salieron a las calles y uno de ellos fue muerto por la policía. El detonante de “la semana rabiosa” fue el aumento de los precios del comedor universitario. Sin embargo, la transferencia de un servicio social a la explotación privada no alcanza para comprender la agitación que se extendió al resto de las universidades, en particular en Rosario, donde murieron dos estudiantes y la ciudad se convirtió en el escenario de una rebelión popular. Un problema que vino a encrespar los ánimos en Córdoba, la segunda provincia en concentración industrial del país, fue la derogación de la ley del “sábado inglés”. La agitación estudiantil convergió con la movilización del SMATA (sindicato automotor) contra esa medida. Centrales obreras decretaron paro general para el 30 de mayo, que en Córdoba se adelantó al 29, fecha que coincidía con el día del Ejército. Los choques entre estudiantes y policías fueron el preámbulo del Cordobazo: los días 29 y 30 de mayo obreros y estudiantes ocuparon el centro de la ciudad desafiando a la autoridad del gobernador Caballero. Desbordad por la multitud y por la acción de francotiradores, la policía se retiró. La ciudad quedó en manos de la gente y se produjeron destrozos, especialmente contra propiedades extranjeras. La rebelión cedió más tarde con la ocupación de la ciudad por tropas del Ejército. El general Lanusse, quien reemplazó en el cargo de comandante en jefe del ejército a Alsogaray, se opuso al estado de sitio argumentando que la situación no era tan grave. No fueron pocos los que supusieron que detrás del comportamiento de Lanusse se escondía su ambición presidencial. El saldo de la rebelión cordobesa, un total de 14 y más de 50 heridos de bala, y la destrucción de la propiedad.
Los hechos demostraron que si hubo algo planificado fue el abandono de las tareas, la movilización hacia el centro de la ciudad y el final en un gran acto masivo frente a la CGT. ¿Qué hizo posible la adhesión masiva y la participación de la gente? Múltiples descontentos nacidos de la frustración política, la ausencia de libertad intelectual, el deterioro de la situación económica y la gestión autoritaria del gobernador Caballero. ¿Cómo fue interpretado el Cordobazo? Para la izquierda, era la esperanza de construcción de un nuevo orden que reconocía en el movimiento peronista el aglutinante capaz de soldar a la nueva izquierda surgida de las luchas sociales, al pasado con el futuro, y de llevar a la sociedad argentina hacia la “patria socialista”. El cordobazo había sacudido la coraza del régimen militar y puesto en duda su capacidad para imponerse por la sola voluntad de la fuerza. Onganía confiaba en que esto era suficiente para conservar el crédito que sus colegas le habían otorgado. Su discurso del 7 de julio no abrió un calendario político como esperaban los partidos tradicionales. Fue una rendición de cuentas al ejército de la obra desarrollada en los 3 años de gobierno. En el nuevo clima surgido del Cordobazo, el general Aramburu comenzó a propiciar una salida negociada a través de la rehabilitación de los partidos políticos, responsables de canalizar la protesta, con el objetivo de llevar al poder a un candidato presidencial que tuviera el visto bueno de las FFAA.
El cordobazo tuvo un efecto de demostración, a pesar de la represión. Se sucedieron alzamientos populares en ciudades del interior, proliferaron las huelgas en abierto desafío a las direcciones sindicales nacionales y la protesta estudiantil penetró las universidades. Sin embargo, estos tumultos de base popular fueron perdiendo intensidad y el centro de la escena fue ocupado por la guerrilla urbana. Los grupos guerrilleros habían evolucionado desde el patrón clásico de bandas armadas compuestas por militantes clandestinos hacia organizaciones de masas cuyos miembros mantenían diversos grados de participación en la lucha armada. La amplia participación de jóvenes de la clase media fue el rasgo distintivo de la experiencia argentina. El impulso de los grupos armados entre 1966 y 1973 era una cultura de rebelión arraigada en el contexto político y social de ese momento, en el marco de una historia de crisis políticas recurrentes. El ala combativa del peronismo fue en un principio muy heterogénea, particularmente antes de la fusión de otros grupos con los Montoneros, durante 1972 y 1973. A grandes trazos puede afirmarse que los fundadores de las “formaciones especiales”, brazo armado de la juventud peronista, tenían muy claro a qué se oponían, pero no lo que defendían. Ningún grupo guerrillero tradujo sus preferencias por el futuro del país en un programa político. Frondizi fue el primero en avalar públicamente la violencia popular: “la violencia popular es la respuesta que procede de la violencia de arriba: salarios insuficientes, presión impositiva, desnacionalización de la economía, agresión a la universidad”. A esta explicación se oponía la interpretación política de Lanusse, según la cual la violencia era provocada por la clausura de todos los canales de expresión de la voluntad popular.
En la medida en que quedaban excluidos del proyecto político tanto los guerrilleros como su jefe político exiliado, la estrategia de Lanusse vino a reforzar el vínculo entre ambos y de ese modo, convirtió a Perón en el árbitro de la salida institucional. Es interesante subrayar el creciente desconcierto que la violencia provocó en el cuerpo de oficiales. Las sospechas de vinculaciones entre oficiales retirados y Montoneros, a la que contribuyó la oposición de Lanusse a sacar la investigación del secuestro y asesinato de Aramburu de las manos de la Policía Federal, muestra que existía una tácita aceptación de la violencia como instrumento político. La reacción de Onganía sirvió para calibrar el impacto que los acontecimientos habían tenido en el presidente, cambió su gabinete: removió a Krieger Vasena y designó a Pastore, sin antecedentes políticos, entre otros cambios. Onganía se apresuró a proclamar la necesidad de una organización sindical unida y auténticamente representativa y a prometer la renovación de las convenciones colectivas de trabajo, en clara señal de su voluntad de buscar acuerdos con los líderes sindicales que garantizaran su cooperación con el gobierno. 
EL PARTIDO MILITAR. Con la salida de Krieger, también desaparecieron los avales políticos que el establishment había concedido al gobierno. Sin Krieger en el Ministerio de Economía, desconfiaban del rumbo que podía darle al país un general proclive a señalar que la fuerza laboral era uno de los pilares de la Revolución. El intento de sellar un acuerdo político con el sindicalismo y postergar para el futuro la reanudación de la política partidaria estaba en marcha. En junio del ’69, el asesinato de Vandor, jefe de las 62 organizaciones peronistas que controlaban la CGT, interrumpió una alianza que podía haber sacudido el aislamiento en que se encontraba el gobierno. Vandor era por entonces el hombre clave para reconstruir la unidad del movimiento sindical. Éste fue el primero de una serie de asesinatos que habrían de instaurar esta práctica en el país. El secuestro y posterior asesinato de Aramburu en 1970 sorprendió a todos. La desaparición de quien era para muchos el candidato para presidir la transición hacia un gobierno legítimo, era una advertencia con la que hacían su aparición pública los Montoneros. Este movimiento, en el que confluían más tarde la mayoría de los grupos armados y las corrientes revolucionarias de la Juventud Peronista, se adjudicó la ejecución de Aramburu, a quienes acusaron como responsable por los fusilamientos de civiles y militares que habían participado de un levantamiento contra la Revolución Libertadora.
En un contexto marcado por la violencia, se produjo el deterioro de la economía. A la fuga de capitales por la desconfianza a la remoción de Krieger, se sumó el alza de los precios. Los salarios se renegociaron a niveles que estaban en un 20% por encima de los anteriores, en medio de un clima de generalización de los conflictos laborales y de reanudación de las pujas por la distribución del ingreso.
El poder del presidente estaba debilitado, cundían los rumores de su relevo y los sindicales no estaban en condiciones de controlar la activación popular. La sanción del decreto que regulaba el funcionamiento de las obras sociales, confirió un aumento de poder económico a los dirigentes gremiales. Los recursos de las obras sociales se habrían de acrecentar gracias al aporte obligatorio de patrones y trabajadores a las obras sociales. Para administrarlo, Onganía creó el Instituto Nacional de Obras Sociales, encargado de fiscalizar el manejo de los fondos, las inversiones y planes futuros de las obras sociales, e integrado por una mayoría de funcionarios designados por el gobierno, pero con más representantes sindicales que patronales en su directorio. El sistema de obras sociales que hacía del movimiento sindical la fuerza corporativa más sólidamente financiada del país, no sirvió para asegurar una cooperación mayor por parte de los líderes sindicales. Los militares habían aceptado la contribución obligatoria con la condición de que todos los trabajadores y no sólo los integrantes de los sindicatos, tuvieran acceso a los servicios y que los fondos fueran colocados exclusivamente en bancos controlados por el Estado. Esta última medida permitiría congelar las cuentas bancarias de aquellos sindicatos que realizaran huelgas ilegales o actos de violencia. La otra medida conciliatoria, la amnistía a los líderes sindicales y otros detenidos que habían participado del Cordobazo, decretada por el presidente para contribuir a la pacificación interna, libró a los militares del dilema de aplicar la desprolija justicia militar, pero puso de manifiesto que el gobierno debía obedecer a la lógica de un proceso que no controlaba.
¿Podía Onganía conservar el poder? Perón seguía gravitando en la política nacional y nada era más ilusorio que imaginar que podía integrarse al peronismo sin su líder. El 8 de junio Onganía debió abandonar el gobierno. El ex presidente y varios funcionarios de su gobierno atribuyeron su caída a la traición de Lanusse. Éste supo conquistar el apoyo de un amplio espectro de la opinión militar entre oficiales que no estaban dispuestos a seguir sosteniendo a un presidente que los excluía. La nueva dirección de Levingston se tradujo en un conjunto de medidas favorables a las empresas argentinas. La ley de “compre nacional” obligó a todas las dependencias estatales a adquirir bienes y servicios a la firma del país. También la política crediticia se orientó hacia las empresas nacionales. La orientación nacionalista del gobierno fue bien recibida por la burguesía argentina y por oficiales del ejército, sensibilizados como lo estaban por las políticas favorables al capital extranjero y a las grandes empresas practicadas por Krieger. La prioridad volvía a ser el desarrollo en detrimento de la estabilidad. Levingston se preocupó por dejar claro que su gestión exigiría cuatro o seis años, desafiando así las sugerencias de la Junta de Comandantes de anunciar un programa político capaz de concitar el apoyo de la mayoría. Coherente con su idea de asegurar la continuidad del programa de la revolución de 1966, se lanzó a la búsqueda del apoyo de políticos sin peso electoral y logró el acercamiento de los dirigentes de la UCRI como los ex gobernadores Alende y Gelsi. En noviembre de 1970, radicales, peronistas y otras agrupaciones menores alumbraron la “Hora del Pueblo”, una coalición cuya meta era presionar para que el gobierno convocara a elecciones.
El Partido Comunista, junto a otras agrupaciones de izquierda, formaron el “Encuentro de los Argentinos” en medio de un clima de búsqueda de convergencias con las que ejercer presión en la negociación de la transición institucional, lo cual, a esa altura, ya era un hecho inevitable. La reaparición de los partidos asestó un duro golpe a las ambiciones de Levingston. El régimen militar había logrado la convergencia de antiguos rivales en la común demanda por el retorno de la democracia. La retórica nacionalista y populista del presidente tuvo poco eco entre aquellos a los que iba dirigida y se ganó la hostilidad de los sectores conservadores. Tampoco se ganó el apoyo de los integrantes del nivel medio del cuerpo de oficiales con los que esperaba relevar al general Lanusse, principal artífice del proceso que lo había llevado al poder.
¿Por qué la Junta de Comandantes postergaba el relevo de Levingston pese a los redoblados pedidos de la Hora del Pueblo? Puede presumirse que la tolerancia de la Junta hacia el presidente era el resultado de su reticencia a reconocer el fracaso. Como ocurriera con Onganía, el detonante del relevo de Levingston fue un nuevo alzamiento popular en Córdoba. En febrero de 1971, el presidente había designado gobernador a José Uriburu, un hombre de mentalidad fascista. El nombramiento de Uriburu agitó más la ya convulsionada provincia. Pero fueron sus declaraciones públicas las que aceleraron la reacción. El nuevo gobernador anunció su misión de “cortar la cabeza de la víbora comunista”. La poco feliz metáfora y la feroz represión policial de la huelga del 12 de marzo, dieron cauce al nuevo alzamiento popular el día 15, conocido como el “Viborazo”. Este segundo Cordobazo hizo visible el descontento militar con la gestión de Levingston. Cuando el presidente intentó relevar al general Lanusse, comprobó que no tenía aliados. El 22 de marzo la Junta de Comandantes decidió reasumir el poder.
EL TIEMPO POLÍTICO. El general Lanusse asumió la presidencia y a lo largo de 2 años consolidó su predominio indiscutido en la escena política argentina. Lanusse no era desconocido: para los peronistas, era el prototipo del “gorila”; para los nacionalistas, era un típico liberal; los radicales, por su parte, no podían ignorar la responsabilidad de Lanusse en el golpe que derrotó a Illia en 1966; y para los sectores de izquierda, era un agente del imperialismo. Su estilo directo y frontal lo convertían en una figura polémica. El doctor Mor Roig fue el hombre elegido por Lanusse para diseñar la estrategia de transición desde el Ministerio del Interior. Esta designación era una señal de que el gobierno militar quería “jugar limpio”. Antes de llamar a elecciones, se convocaría a todos los partidos para acordar el conjunto de principios y metas para el futuro gobierno y un candidato presidencial común.
La sospecha de que el Gran Acuerdo Nacional (GAN) no era más que el instrumento diseñado por Lanusse para llegar a la presidencia constitucional comenzó a cobrar fuerza, alentando la actividad conspirativa dentro del ejército y la desconfianza de los políticos de la Hora del Pueblo.
¿Qué lecciones del pasado hicieron que los militares reconocieran al peronismo como una parte del sistema político argentino? Las sucesivas tentativas de extirpar el peronismo habían fracasado. La persecución de políticos y sindicalistas, la disolución del partido y el control militar de los sindicatos durante 1955-56, alimentaron la resistencia del pueblo peronista. Onganía fracasó en la empresa de cooptar al sindicalismo, y en lugar de poner fin a “la política”, facilitó el camino para que ésta continuara por medio de la violencia. El peronismo terminó siendo la encarnación militante de una multiplicidad de descontentos.
La juventud de fines de los ’60 adhirió a Perón como un modo de identificarse con el pueblo y así, los hijos de quienes habían sido antiperonistas se convirtieron en peronistas fanáticos. Bajo el influjo de las ideas del Che Guevara –entre otros-, Perón y el peronismo se convirtieron en la encarnación del socialismo nacional. Fue la novedad de estos movimientos revolucionarios que invocaban el nombre de Perón lo que empujó a Lanusse a negociar con el general exiliado y terminó por derrumbar uno de los tabúes más caros de los militares argentinos. La estrategia de Lanusse suponía que, una vez incorporado a las negociaciones, Perón dejaría sin sustento ideológico a los movimientos revolucionaros que invocaban su nombre.
Lanusse buscó la reconciliación con los líderes sindicales. Aceptó suprimir los topes a los aumentos salariales impuestos por Levingston y se comprometió a regresar el cadáver de Eva Perón a la CGT. A partir de entonces, su política basculó entre concesiones y castigos. La suspensión de la personería gremial de la CGT, en julio de 1972 dejó en claro que el gobierno no estaba dispuesto a reconocer el papel político que el movimiento obrero organizado reclamaba, pero que tampoco podía impedirlo.
Sobre el retorno de Perón, reclamado por los gremialistas, prefirió no pronunciarse. En abril había enviado al coronel Cornicelli a entrevistar a Perón en Madrid. Esta misión fue la primera de una serie cuyo propósito era negociar con el general las condiciones de incorporación del peronismo al sistema político. Perón debería repudiar públicamente a la guerrilla peronista y dar su apoyo a los aspectos fundamentales del plan político del gobierno. Se le ofreció a cambio el cierre de todas las causas penales que tenía pendientes desde 1955 y la devolución del cadáver de Evita que el gobierno de la Revolución Libertadora había enterrado en secreto en un cementerio europeo bajo otro nombre. Sin embargo, fracasaron: el general no se pronunció.
A partir del Cordobazo, la palabra del líder había comenzado a circular más abiertamente en el país. Esta situación no alteró su estilo: Perón demostró que no temía caer en contradicciones y siguió sembrando confusión, sin rechazar a nadie, repartiendo bendiciones y excomuniones lanzadas al mismo tiempo y, a veces, sobre los mismos destinatarios. El respaldo de Perón a la guerrilla no le impidió comenzar a tejer su esquema de alianzas. Perón selló un pacto de garantías con el radicalismo, que lo comprometía a respetar los derechos de las minorías a cambio de que ambas fuerzas políticas bregasen juntas a favor de elecciones libres y sin proscripciones. No condenaba a las FFAA, victimas de errores, y daba respaldo al proceso electoral contra los que preferían la violencia, que ahora aparecía sólo parcialmente justificada. A partir de entonces, su anunciado propósito se concretó en la formación del Frente Cívico de Liberación Nacional (FRECILINA), una coalición electoral construida gracias a los buenos oficios de Frondizi como mediador entre el general y los grupos de interés, y a la influencia de las ideas de Rogelio Frigerio, quien solía frecuentar a Perón en Madrid. El FRECILINA incluía al peronismo, el Movimiento de Integración y Desarrollo de Frondizi, el Partido Intransigente de Alende, los demócrata cristianos de José Allende, el Partido Conservador Popular, personalidades de partidos menores, y a la CGT y CGE. El programa no contenía nada que pudiera despertar la alarma de empresarios o terratenientes.
El acercamiento al radicalismo y la formación de la alianza electoral suscitaron preocupación en el gobierno. Quedaba claro que no habría lugar para ellos en la arquitectura de poder diseñada por Perón. Asistían con amargura a la paradoja de que nacionalistas, frondizistas y conservadores populares, antiguos pretendientes a ocupar el lugar de Perón en el sistema político argentino, ahora fueran absorbidos por el peronismo. El tiempo de Lanusse se acortaba, acelerado por todas las presiones. El partido radical se encontraba en una encrucijada: no quería avalar los planes del gobierno que lo había derrocado en 1966, pero tampoco favorecer a los partidarios de un golpe con un pronunciamiento contra la policía oficial. Lanusse decidió hacer pública la concepción del gobierno acerca del papel de las FFAA en el GAN. En mayo del ’72 anunció que éstas no habrían de ser meros observadores del proceso que habían desatado. Civiles y militares deberían emprender juntos la definición de los términos de la transición institucional. Lo que no dijo entonces, pero era un secreto a voces, es que el gobierno consideraba a la candidatura de Perón como un “salto al vacío” y no estaba dispuesta a negociarla. Perón denunció los contactos reservados con emisarios de Lanusse cuyo propósito –dijo- era proponerle el apoyo del peronismo a la candidatura a presidente constitucional de Lanusse. La entrevista, reproducida por medios locales, sorprendió a todos y dio un duro golpe a Lanusse, que se vio obligado a hacer pública su renuncia a la candidatura a la presidencia. Perón redobló la apuesta y amenazó con la inminencia de una guerra civil si los militares no ofrecían las garantías para el proceso electoral y definían la fecha de los comicios. Perón apelaba al sentimiento de los oficiales descontentos invitándolos a rebelarse para fundir la nación con el pueblo, representado ahora en el FRECILINA. Fue Lanusse quien decidió intentar la vía del enfrentamiento directo, empleando una táctica simétrica a la de Perón. En su discurso del 7 de julio, Lanusse hizo públicas las reglas fijadas por los militares para la transición institucional. No podrían ser candidatos a las próximas elecciones del 25 de marzo de 1973 quienes hasta el 25 de agosto de 1972 desempeñasen cargos en el Ejército nacional o provinciales. Tanto Perón como Lanusse, quedaban inhibidos.
Los rumores sobre el regreso de Perón al país aumentaron. No habría generosidad del régimen ni concesiones del líder, decían; el régimen militar sólo puede ser derrotado en su propio terreno. No obstante, Jorge Paladino, delegado personal de Perón, se preocupó por exaltar las bondades de las elecciones que demostraban que el pueblo puede llegar al poder sin violencia. Las “armas” de Perón eran muchas e impredecibles. Sin embargo, la vocación política de Paladino se vio frustrada. En noviembre, poco antes de su regreso, Perón dio un nuevo viraje en su estrategia y cambió a Paladino por el Dr. Héctor Cámpora, dentista leal a su jefe, que tenía las credenciales para desempeñar la misión de delegado personal del líder todavía en su exilio. 
EL DUELO ENTRE DOS GENERALES. Durante el tiempo transcurrido entre el anuncio de la cláusula de residencia para las candidaturas y las elecciones de 1973, la escena política estuvo dominada por el enfrentamiento entre Lanusse y Perón. En un discurso ante camaradas, Lanusse insinuó que los políticos que se negaran a cooperar serían marginados del proceso. Si Perón no regresa al país, no es porque no puede, es porque “no le da el cuero para venir”, les dijo. El efecto inmediato del mensaje fue la polarización entre peronistas y antiperonistas. Lanusse dio un paso que puso fin a un viejo tabú de los militares: aceptar el regreso de Perón. Al darle la posibilidad de retornar al país, creía poder obligar a Perón a desmitificarse. Si se demora en responder al desafío –razonó Lanusse- probará que le falta coraje. Si acepta las condiciones establecidas por el gobierno, su retorno neutralizará el temido “argentinazo”. En agosto de 1972, Perón estaba a punto de cumplir sus 77 años y Cámpora anunciaba que el general tenía las maletas preparadas para su viaje de regreso, sólo que no era el momento.
Una nueva iniciativa de Perón sacudió la calma. En octubre, la Junta de Comandantes recibió un documento firmado por Perón. En él, el caudillo invitaba a las FFAA a acordar la transición institucional sobre la base de su propuesta. De tono conciliatorio, el texto combinaba condiciones que los militares ya habían aceptado o estaban considerando, con exigencias que Perón sabía que habrían de resultar inaceptables. A su criterio, era necesario cambiar la política económica conforme al programa elaborado por la CGT y la CGE, definir el papel de las FFAA en el futuro gobierno, liberar a todos los presos políticos y sindicales y levantar el estado de sitio. La posición de Lanusse en la negociación con Perón estaba debilitada y su propio poder desgastado. Con el estilo de un parte militar, el peronismo, incluidas las organizaciones guerrilleras, era presentado como un movimiento de liberación nacional en lucha contra “fuerzas enemigas”. Los enemigos eran el imperialismo y la oligarquía y el Estado liberal, bajo la forma de partido militar y de fuerza de ocupación.
El 15 de agosto, la fuga de la penitenciaría de Rawson de importantes jefes de la guerrilla –entre los que se encontraba Roberto Santucho, dirigente del ERP- había asestado un duro golpe al prestigio de las autoridades. El penal era considerado de máxima seguridad. Sin embargo, el hecho que habría de conmover fue el confuso episodio que tuvo lugar una semana después de la fuga, cuando fueron baleados y perdieron la vida 16 prisioneros que no habían logrado escapar. La opinión generalizada lo tildó de masacre fríamente planeada.
En este escenario, los restantes puntos del decálogo de Perón devolvían la estocada a Lanusse. Tendría que demostrar que “le daba el cuero” para aceptar el nuevo desafío. La inclusión de la amnistía para los guerrilleros condenados, el nombramiento de un militar en actividad en el Ministerio del Interior y la demanda de una revisión de las reformas constitucionales y de las condiciones fijadas para el proceso electoral, atacaban todo el diseño institucional elaborado por Lanusse. El gobierno no podía aceptar que Perón fijara los términos de la negociación, pero tampoco podía rechazar el planteo de Perón sin arriesgarse al fracaso del plan político.
Enfrentado al inminente retorno de Perón sólo quedó a Lanusse la opción de esperar el curso de acción elegido por quien a esas alturas se había convertido en el árbitro del orden político. El 17 de noviembre, Perón regresó “en prenda de paz”. Perón se puso inmediatamente en movimiento; selló su reconciliación con el líder radical Ricardo Balbín y echó los cimientos de un amplio frente electoral que habría de reunir a los peronistas, al Partido Conservador Popular, a los seguidores de Frondizi, al Partido Popular Cristiano y a un sector del socialismo.
El encuentro con los partidos políticos convirtió a Perón en el verdadero artífice del acuerdo nacional. Las elecciones aparecieron como una exigencia de la civilidad y no como una concesión de los militares. Perón partió rumbo a Paraguay sin despejar la incógnita de quien habría de ser el candidato presidencial de la alianza que había auspiciado. Ya en Madrid, Perón confirmó como candidato a Héctor Cámpora. El dentista era conocido por su total sumisión a su líder y sus recientes vinculaciones con los militantes de la Juventud Peronista. La decisión de Perón provocó malestar entre los dirigentes sindicales y los políticos moderados, que se sintieron postergados.
El plazo fijado por el gobierno para registrar las alianzas electorales se acercaba y los partidos, a excepción del radicalismo que optó por concurrir solo a los comicios con la fórmula Balbín-Gamond, se volcaron a la tarea de tejer acuerdos. Las posibilidades de que la UCR arrebatara el triunfo a los peronistas eran remotas; sin embargo, ese argumento no alcanza para explicar la renuncia a formar una alianza electoral.
El Frente Justicialista de Liberación Nacional (FREJULI) quedó integrado por el Justicialismo, el Partido Conservador Popular de Solano Lima, el MID de Frondizi, el Partido Popular Cristiano de José Allende, la rama socialista de José Selser y siete partidos neoperonistas provinciales. El partido Intransigente de Oscar Alende y el Partido Revolucionario Cristiano de Horacio Sueldo formaron la Alianza Revolucionaria Popular y ocuparon el centroizquierda del espectro político. La Unión Popular y el Partido Demócrata Progresista se incorporaron a la Alianza Popular Federalista. Dos fracciones del antiguo socialismo levantaron la candidatura de Ghioldi y Coral. Un grupo de provinciales concretó la Alianza Republicana y lanzó la candidatura del brigadier Martínez Estrada. El Partido Cívico Independiente designó a Chamizo, y Jorge Ramos encabezó al Frente de Izquierda Popular.
El 11 de marzo de 1973, la coalición peronista obtuvo el 49,5% de los votos, los radicales el 21% y ninguno de los restantes partidos alcanzó el 15%. El mapa electoral no se había modificado. En las zonas más desarrolladas del país, el voto peronista tuvo una base obrera. Buenos Aires y Santa Fe eran las más industrializadas y las que aportaron el grueso de los sufragios al Frente Justicialista. No fue el aporte de las clases medias lo que decidió la victoria. A lo largo de 18 años, el país se había transformado y el peronismo había sobrevivido, él mismo transformándose. En 1973, la confianza de los electores en la fórmula del peronismo se nutría de una mezcla de nostalgia del pasado y de esperanza por un futuro que cambiaría al país. El resultado de los comicios no trajo novedades significativas. En cambio, sí fue una novedad el reconocimiento de la legitimidad de los vencedores. Lanusse entregó el mando a Cámpora llevándose la visión de Perón enfrentado a la ímproba tarea de construir un orden político capaz de poner fin a las pasiones que enfrentaban a los argentinos. Si Perón fracasaba en esa empresa, habría de preparar, sobre las ruinas de su liderazgo, un nuevo retorno de los militares al poder. La multitud reunida en la Plaza de Mayo coreaba: “Se van, se van y nunca volverán”. El temor por los hechos de violencia que se desarrollaban alrededor de la Casa Rosada, a la que era imposible acceder, hizo que muchos invitados desistieran de participar de la ceremonia. Cámpora debió llegar en un helicóptero. En un breve discurso, éste dijo: “Les aseguro que en este momento es Perón quien ha asumido el poder”.

GORDILLO – Protesta, rebelión y movilización: de la resistencia a la lucha armada.

La revolución libertadora que derroco al gobierno de Perón pretendía diseñar un nuevo modelo de política basada en la participación de los partidos que habían conformado la oposición al gobierno. Se pueden determinar tres etapas dentro de este período en las que se observa una base común: la de la inestabilidad política y su imposibilidad de legitimar un modelo económico y social alternativo al del peronismo. Desde 1956 a 1969 predominaron la resistencia y la protesta obreras que, sin embargo, fueron tomando diferentes formas y contenidos al mismo tiempo que se iban conformando nuevos actores provenientes fundamentalmente de los sectores juveniles. Entre 1969 y fines de 1970 se produjo un momento explosivo. En ese corto lapso emergió lo acumulado en los años previos, estallando la rebelión popular y conformándose movimientos sociales de oposición al régimen que ensayaron nuevos repertorios de confrontación. En el período que va de 1971 a 1973 se produjo el pasaje a la acción política, que adopto diferentes formas y vías de expresión según los actores involucrados y las alternativas políticas que cada uno sostenía.
LA “PURA RESISTENCIA”: LOS “GORILAS”, LOS “CAÑOS”, LA REVOLUCIÓN. El gobierno militar que se instaló en 1955 intento aniquilar todo vestigio de la ideología peronista tal como se puso de manifiesto con el decreto de 1956, que disolvía el partido y lo inhabilitaba para ocupar cargos públicos. Contrariamente al efecto buscado, esto produjo un refuerzo de la identidad peronista alimentado por discursos y tácticas violentas que llamaban a resistir hasta que se hiciese efectivo el retorno seguro de Perón. El imaginario del retorno servia para justificar, por parte del gobierno medidas extremadamente represivas. Al mismo tiempo este imaginario sirvió para alentar diferentes prácticas violentas. De la resistencia individual o más espontánea que predominaba en la primera mitad de 1956 se pasó a otros repertorios de confrontación como la preparación y colocación de bombas, los famosos caños que requerían mayor organización.
Frondizi llegó al poder en 1958 con el apoyo del voto peronista tras haber pactado con Perón el reestablecimiento de la legislación laboral peronista. Pero luego comenzaron a vislumbrarse signos negativos que llevaron a desvanecer el optimismo de los trabajadores y reestablecer algunas prácticas de la etapa anterior (huelga y ocupación del Frigorífico Nacional). El sector mayoritario sindical no estaba dispuesto a deja r de ser un importante grupo de presión dentro del sistema establecido, un factor de poder con miras a recobrar el poder político cuando fuera oportuno.
Con relación a los marcos culturales que se conformaron en el período puede considerarse que hacía fines de los ‘50 comenzaron a manifestarse los primeros indicios de una cultura contestataria que apostaba a la acción directa y adoptaba diversas formas según los actores y momentos específicos, hasta llegar luego, en algunos sectores juveniles a posiciones insurreccionales. Hay destacar también las influencias de los movimientos de liberación desarrollados en diferentes lugares del mundo, que tornaban posibles las salidas revolucionarias, factores que llevaron a una reconsideración del peronismo y sus potencialidades. En el discurso peronista de la resistencia aparecen fuertes componentes de un lenguaje militarista que aludía permanentemente a la situación del país como la de un territorio ocupado y a los distintos gobiernos como representantes del ejército de ocupación. La lucha contra estos gobiernos aparecía legitimada porque se estaba luchando por la patria y por liberarla de los invasores. El nacionalismo comenzó también a construir un componente muy fuerte de la nueva izquierda caracterizada por el alejamiento del marxismo. Así las distintas agrupaciones de izquierda fueron definiéndose en torno a dos grandes ejes: la del partido Comunista y la que escogía la vía de la revolución como medio para llegar al poder.
En 1963 una nueva etapa se abrió en el país. Los militares después de derrotar a Frondizi en 1962 habían acordado la salida electoral aunque manteniendo la proscripción del partido peronista para las elecciones presidenciales y de gobernadores. Con ello se modificaría la estructura de las oportunidades políticas para la manifestación de la protesta.
EL MOVIMIENTO OBRERO COMO FACTOR DE PODER. La legitimidad de un gobierno que no representaba la voluntad mayoritaria aparecía claramente cuestionada y creaba la necesidad por parte del gobierno de atraer al movimiento obrero con el fin de hacer posibles la recuperación y la estabilidad económica tras la crisis desatada el año anterior. La debilidad del gobierno y la cuestión pendiente de la proscripción del peronismo llevaron al movimiento obrero a buscar y encontrar fácilmente aliados influyentes para hacer efectivas sus demandas. Esta situación lo convirtió en un verdadero factor de poder, en protagonista principal y en la columna vertebral del movimiento peronista, eclipsando a la política. En esta etapa el movimiento obrero organizado se convirtió en el actor principal que recurrió a medidas de fuerza estrictamente planificadas, tendientes a reforzar la disciplina sindical y la verticalidad y a frenar los movimientos de base.
LOS SECTORES JUVENILES ASUMEN COMPROMISOS. Otro actor que cobro fuerza fue el sector estudiantil, que supo aprovechar también el cambio operado en la estructura de las oportunidades políticas para expresar su protesta, asumiendo fundamentalmente una actitud de solidaridad y compromiso con los problemas que se vivían en el país y en el mundo.
En este período se pusieron en práctica los presupuestos de la reforma universitaria, libertad de cátedra y la autonomía universitaria, al igual que los centros de estudiantes. En este contexto, la principal reivindicación específica se concentró en un aumento del presupuesto universitario que en algunos momentos culminó en la toma de facultades en las principales universidades nacionales. Pero la preocupación principal de los estudiantes comenzó a vincularse con la inscripción de su lucha dentro de otra más general que estaba librando el movimiento obrero, donde empezó a percibirse que el gobierno carecía de representatividad y que por lo tanto era necesario apoyar a las luchas populares, acompañando y orientando su dirección (fue así como surgieron los planes de lucha de la CGT). Más tarde fue el movimiento estudiantil uno de los primeros en reaccionar contra el gobierno de Onganía y en esa actitud tuvo mucho que ver el ataque perpetrado contra la autonomía universitaria como también la experiencia previa de movilización y participación adquirida durante el gobierno de Illia.
LAS CÚPULAS SINDICALES PIERDEN PODER, ¿CÓMO ENFRENTAR A LA DICTADURA? Ante las medidas del gobierno que trataban de limitar la autonomía de las universidades nacionales, las primeras reacciones provinieron del ámbito universitario y fueron protagonizadas por los estudiantes y algunos docentes que se manifestaron en contra de esas decisiones, llevando a cabo manifestaciones donde intervinieron todas las universidades. A partir de la lucha por la recuperación de los centros de estudiantes, iniciada en 1966, comenzó a perfilarse la necesidad de un cambio del sistema y de la unidad con el resto de los sectores populares. La tendencia general apuntó a no solo luchar por el cogobierno sino directamente por la revolución, la que era vista como meta de casi todas las agrupaciones.
La CGT de los Argentinos comenzó a promover nuevas formas de protesta y de resolución de los conflictos que apuntaban a la descentralización para jerarquizar el papel de las regionales y permitir una real participación y expresión de las bases. Además, esta central reforzó la vinculación con los estudiantes a través de la realización conjunta de una serie de actividades, tales como conferencias, mesas redondas y peñas. El discurso de la CGT de los Argentinos alentó también la acción del Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. La vía revolucionaria para la toma de poder estaba ya consolidada entre algunos sectores. Era necesario encontrar la oportunidad, crear las condiciones objetivas para poder concretar exitosamente ese propósito. El gobierno de Onganía actuó como precipitador, como el momento en el que se dieron las condiciones para la construcción de una percepción de injusticia que es necesaria para el pasaje a la acción. Pero este no se haría mientras el movimiento obrero creyera que podrían encontrarse canales para la negociación o para un cambio de actitud del gobierno. Tendrían que aparecer detonantes que convirtieran la percepción de injusticia sectorial en injusticia colectiva para fortalecer una identidad común, otro componente necesario para la acción. Esto ocurría a comienzos de 1969.
LAS NUEVAS FORMAS DE LA PROTESTA OBRERA Y REBELIÓN POPULAR. El año 1969 marcó el inicio de la descomposición del régimen de la Revolución Argentina. Diferentes circunstancias se conjugaron para transformar la protesta obrera en rebelión popular y poner en escena nuevos repertorios de confrontación que adquirieron ese año la modalidad de insurrecciones urbanas; de ellas se destacan dos fundamentales: el Cordobazo y el Rosariazo. Desde comienzos de año los ánimos comenzaron a caldearse en el sector obrero. El descontento general fue creciendo y conformando algunos puntos neurálgicos en el interior del país. Tal fue el caso de Córdoba, que pasó a convertirse en el eje de la actividad de distintos sectores sociales.
EL CORDOBAZO. El abandono de las grandes plantas industriales, que comenzó a las diez de la mañana del 29 de mayo, fue masivo. Así, desde los cuatros puntos de la ciudad comenzaron a marchar hacia el centro los trabajadores de las numerosas empresas metalúrgicas y de otro tipo dispersas en la ciudad. Durante su paso, estudiantes y ciudadanos en general se sumaron a la marcha. Casi al llegar al centro en su marcha hacia el local de la CGT, la policía abrió fuego y mató al obrero de IKA-RENAULT Máximo Mena. Los trabajadores atacaron entonces al cordón policial desbandándolo, transformándose la movilización en una revuelta urbana espontánea en la cual participó prácticamente la totalidad de la comunidad cordobesa.
Para las dos de la tarde la policía había sido totalmente desbordada y había tenido que replegarse en su central. Los sindicales buscaron establecer algo de control para entonces, la rebelión se había ido de sus manos sin tener en cuenta ningún plan estratégico superior.
La irrupción de grupos, con finalidades claramente políticas y revolucionarias, no incluida en la planificación inicial de la protesta es uno de los aspectos mas controvertidos ya que el régimen atribuyo el Cordobazo a una conspiración minuciosamente organizada por la izquierda revolucionaria, con el apoyo del comunismo internacional. En realidad el componente insurreccional fue una faceta menor del Cordobazo si se lo compara con la protesta obrera y estudiantil o con la revuelta popular; sin embargo no debe ser dejado aun lado porque habla de la existencia de un fenómeno que saldría claramente a la luz luego del Cordobazo. Pasados los dos días de protesta el saldo de propiedades destruidas era considerable y la cifra oficial ascendía a doce muertos y noventa y tres heridos. El acontecimiento conmovió inmediatamente la esfera política nacional. El impopular gobernador Caballero tuvo que dejar el poder y la posición del régimen comenzó a ser seriamente cuestionada.
EL POS-CORDOBAZO: LA CONFORMACIÓN DE UN MOVIMIENTO SOCIAL DE OPOSICIÓN AL RÉGIMEN. El Cordobazo cristalizó el cuestionamiento al régimen ya iniciado por diversos sectores de la sociedad. Además, pondría de manifiesto una crisis de autoridad en el interior de las diferentes organizaciones de la sociedad civil que coincidió, también, con la aparición de la juventud en la esfera pública como un actor colectivo dispuesto a romper con el pasado y llevar a cabo lo que entendían como la reparación moral que el país necesitaba. Luego del Cordobazo operó un cambio en la estructura de las oportunidades políticas que tornó vulnerable al sistema político para la emergencia de un movimiento social.
Lo que hizo posible este movimiento fue el enmarcar culturalmente la posibilidad de la acción colectiva: la percepción de injusticia, el convencimiento de que era posible revertir esa situación a través de la acción y la construcción de una fuerte identidad, un “nosotros” capas de promover los cambios. La contundencia de las movilizaciones iniciadas mostró al gobierno la necesidad de modificar su orientación, instalando prioridades en su agenda con el objetivo de frenar el descontento popular.
EL ROSARIAZO. La huelga ferroviaria que desde Rosario se irradió al resto del país sería el detonante de la huelga general activa llevada a cabo en esa ciudad y su cordón industrial los días 16 y 17 de septiembre de 1969. El punto de partida de la huelga ferroviaria que se inicio el 8 de septiembre en los talleres ferroviarios de Rosario, Pérez y Villa Diego fue la sanción aplicada a un empleado jerárquico, a la vez delegado gremial, que se negó a firmar los apercibimientos a trabajadores que habían acatado el paro del 27 de agosto. Frente a esta situación, el gobierno nacional convocó el 16 de septiembre al personal ferroviario que se encontraba en huelga para la prestación del servicio civil de defensa, quedando sometido a la justicia militar el personal que no se presentara. Este mismo día la CGT de Rosario decretó el paro activo por 38 horas llamando a una movilización y posterior concentración frente al local de la CGT. Los estudiantes se plegaron al paro a pesar de que el día anterior las autoridades habían emitido un comunicado por el cual alertaban a la población en virtud del estado de sitio sobre la prohibición de toda manifestación. Antes de las diez de la mañana, los obreros pertenecientes a sedes sindicales ocuparon el centro a pesar de la fuerte medida de seguridad. En su desplazamiento fueron construyendo barricadas e incendiaron algunos autos y ómnibus para impedir el paso de los vehículos policiales. Se atacaron comercios y se registraron enfrentamientos con la policía. A medianoche del 17 de septiembre culminó la huelga general con movilización pero la lucha continuó en manos de los obreros ferroviarios, expandiéndose hacia el resto del país siguiendo las vías férreas.
Varios detenidos pasaron a engrosar las listas de presos políticos y sindicales abiertas con el Cordobazo, pero el carácter más marcado de insurrección urbana que tuvo el Rosariazo insinuó ya los cambios que se estaban operando en el escenario político y que se definirían más claramente a comienzos de los 70.
LA TRANSFORMACIÓN DEL CICLO DE PROTESTA OBRERA. 1971 marcó la transformación de la protesta obrera, que adquirió contenido político y buscó trascender los límites locales para encarar un movimiento nacional. Puede decirse que se produjo una rearticulación de la crisis, una reabsorción de la crisis social por los agentes políticos sobre todo del campo opositor.
EL RÉGIMEN EN RETIRADA: PUEBLADAS Y REPRESIÓN. En el contexto preelectoral de 1972 se combinó la lucha política llevada a cabo por los diferentes actores con la represión utilizada por el gobierno para sofocar las manifestaciones de rebelión popular y también con la escalada de violencia en ascenso desencadenada por las organizaciones armadas, algunas de ellas porque desconocían la vía electoral del acceso al poder y otras, como Montoneros, porque significaba una medida de refuerzo y de amenaza por si el gobierno no cumplía con sus promesas. Para mediados de 1972 la popularidad de Montoneros había crecido notablemente y puede considerarse ese momento como el más álgido en cuanto al apoyo encontrado en las masas sobre todo a través de las estructuras de la Juventud Peronistas. En noviembre de 1972 Perón regresó al país y terminó de concretar la formación de un frente electoral encabezado por la formula Cámpora-Solano Lima ante la imposibilidad de postularse el mismo como candidato. En realidad todos sabían que esto significaba Cámpora al gobierno, Perón al poder. Sin embargo, el esperanzado retorno no traería la paz social. Por el contrario, los antagonismos, el autoritarismo y la intolerancia presentes en la sociedad y en su cultura política conducirían a una espiral creciente de violencia en el intento por definir a quienes correspondía los artífices del nuevo proyecto de país por construir, una vez liberados de la tutela militar. La patria socialista no sería posible y un nuevo golpe cerró definitivamente el ciclo que se había abierto en 1955 y con él todos los proyectos de construcción de un orden superador de inclusión para todos y que permitiera superar las antinomias del pasado.

HILB Y LUTZKY – La nueva izquierda argentina: 1960-1980.

A partir de los años 60 surgen sobre la escena política argentina una serie de grupos, partidos y organizaciones político-militares, que cuestionan la capacidad de los partidos tradicionales para proponer cambios profundos a la sociedad. Es en el período abierto por el derrocamiento de Perón que comenzarán a perfilarse los elementos más importantes para analizar la emergencia de la NI. Entre 1955 y 1973 el peronismo como expresión de la adhesión simbólica de una gran parte de la sociedad argentina a un régimen político estará formalmente excluido de la escena.
¿Qué entendemos al decir la democracia como marco de resolución de los conflictos está en crisis? En relación a esto afirmamos que la caída de Perón acelerará un proceso de fragmentación de los partidos no-peronistas, uno de cuyos ejes principales será precisamente la actitud frente al peronismo. Estos partidos, que se habían opuesto al peronismo entre 1946 y 1955 en nombre de las libertades públicas y la democracia se encuentran aceptando su proscripción, y por ende, avalando una versión restrictiva de la democracia.
La escena política aparece ya no como una instancia de competencia, en la que la sociedad se reconoce como tal y en la que manifiesta su diversidad, sino como la instrumentación arbitraria en manos de los “vencedores” de 1955. De esta manera, comenzarán a surgir sectores del peronismo que cuestionarán la capacidad de la dirigencia de ponerse a la cabeza de la lucha por el retorno de Perón, y que denunciarán las estrategias independientes de ciertos  dirigentes sindicales y políticos. Fue así que del seno de la Juventud Peronista surgirá un núcleo liderado por uno de sus dirigentes, Gustavo Rearte, que fundarán el Movimiento Revolucionario Peronista (MRP). Por otro lado, en la Unión Cívica Radical (UCR), la diferencia profunda entre “unionistas” e “intransigentes” que se remontaban a la década del 40 se actualizará con la división del partido en UCR del Pueblo y UCR Intransigente. Mientras que los partidos de la izquierda tradicional (el partido Socialista y el partido Comunista) también serán afectados en su homogeneidad con la caída de Perón. De esta manera, queda dividido en PS Democrático y PS Argentino (este último se definirá a favor de la Revolución Cubana). El PC no sufrirá escisiones importantes hasta la formación del PC Revolucionario de 1967.
En este contexto de crisis de las corrientes reformistas y de izquierda es que comienzan a diseñarse los puntos de fractura a partir de los cuales surgirá gran parte de los grupos de la NI. En esa situación, diferentes sucesos internacionales, tales como la Revolución Cubana, la victoria del FLN de Argelia, la ruptura entre China y la Unión Soviética, y posteriormente la guerrilla del “Che” Guevara en Bolivia, jugarán un papel catalizador. A partir de 1970, la definición principal de todos los sectores políticos actuantes girara en torno al eje de la oposición o el apoyo al gobierno militar. Radicales y peronistas se encuentran ambos oponiéndose al gobierno. Paralelamente, a comienzos de 1968 se constituye el “Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo”, que pone en evidencia el desarrollo de una corriente de la Iglesia preocupada por los problemas sociales. A través de la influencia de este movimiento, importantes grupos de la juventud cristiana y del nacionalismo católico se acercarán al peronismo.
La Ni surge y se desarrolla en un período en que las formas de representación tradicional del movimiento obrero también se hallan en un proceso de crisis y de cambios. Por otro lado, la CGT tras la caída de Perón se encontró descolocada al perder la relación estrecha que mantenía con el aparato del Estado. El auge del sindicalismo llamado “combativo”, de los enfrentamientos violentos y de la lucha antiburocrática, será el marco en el cual la NI intentará erigirse en alternativa para el movimiento obrero, y a partir de la cual justificará y explotará sus diferentes estrategias de toma del Poder. Si hasta este momento hemos hablado de la NI como un todo, es porque creemos que los diferentes grupos que actuarán a partir de 1969 se gestan en un mismo clima y muchas veces provienen de un mismo tronco. En un primer momento, la diferencia mayor se encuentra en Montoneros, cuyo núcleo primero proviene en su casi totalidad del nacionalismo católico. En el período 1955-1966/68 se caracterizó por la extraordinaria cantidad de escisiones y conformación de nuevos grupos y partidos. Este “hormiguero” pone en evidencia una crisis de las formas tradicionales y búsquedas de nuevos canales de expresión.
Del PS Argentino (como dijimos más arriba, una de las ramas en que se divide el PS) surgirá mas tarde el PS de Vanguardia, una parte de la cual confluirá luego en el ELN, concebido éste como una columna de apoyo a las fuerzas de Guevara en Bolivia. Él nunca llegará a confluir con las fuerzas del “Che”, y dará lugar a las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias), que se unirán a Montoneros en 1973. También del PSA surgirá el núcleo de los que será más tarde Vanguardia Comunista (VC). Otro componente del ELN provendrá del PC, del cual a su vez se desprenderá el PCR. De éste a su vez saldrá una nueva escisión en 1968, Las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL). El Partido Revolucionario de los Trabajadores (PTR), que creará más tarde el Ejercito Revolucionario del Pueblo (ERP) como su brazo armado, surge en 1963 como confluencia de un grupo del noroeste, el Frente Revolucionario Indoamericano Popular (FRIP), dirigido por los hermano Santucho, con el grupo Palabra Obrera de N. Moreno, que acababa de romper con el peronismo. En 1968 el PRT se dividirá alrededor del tema de la creación de un ejército, separándose un grupo liderado por Moreno, que confluirá con un sector que se desprende del PSA y formará el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), que participará en las elecciones de 1973.
En el contexto de crisis política que caracteriza a la década 1956-1966, el golpe de estado encabezado por el Gral. Onganía pretenderá representar una solución. El congelamiento oficial de toda actividad política, la represión contra la Universidad, la censura, cerrarán los canales de expresión de los sectores medios urbanos, que se habían desarrollado sin mayores dificultades durante los gobiernos civiles pos-peronismo.
A partir de 1968/1969 la diferenciación dentro de esta NI comienza a hacerse mas clara. Pasa, en un primer paso, preponderantemente por la definición del método de lucha; las distintas organizaciones que plantean la necesidad de desarrollar la guerrilla urbana enmarcadas en una estrategia de “guerra popular” se consideran, sobre todo hasta 1972, como formando de una vanguardia. En este sentido, abundan las declaraciones de integrantes de Montoneros, FAR, PRT, FAP y FAL. Entre el resto de los grupos podemos distinguir a aquellos que, sin desarrollar estructuras militares, comparten en gran medida la idea de la “guerra”, como es el caso del PCR antes de 1973 y de Vanguardia Comunista. A este panorama cada vez más heterogéneo debemos agregar el efecto producido por las elecciones de 1973 que provocará un alejamiento entre las organizaciones armadas peronistas y no peronistas. A partir de fines del ‘72 pasaremos a referirnos a la NI excluyendo implícitamente al PO y al PST. Y de esta manera, cada conflicto es visto como “momento” de esta guerra que la organización armada debe saber canalizar.
La guerra aparece para la NI como la forma más válida y eficaz de intervención. En un contexto de crisis de legitimidad del sistema político, el juego político tolerado y los mecanismos institucionales aparecen como un engaño. La “irrupción” de la política en 1973 marcará un momento de crisis para la NI. La victoria electoral del peronismo reintroducirá la idea de una legitimidad, la legitimidad del sufragio universal. Pero más allá de este pequeño período de regreso del peronismo, uno de los efectos de esta situación de crisis será la banalización de la violencia, que pasa a formar parte de las reglas de resolución de las diferencias dejando una huella cada vez más profunda en la sociedad. A partir de 1973 la crisis de la NI también se evidencia por un lado con la división de algunas de las organizaciones.
Pero lo más importante es tal vez el aislamiento progresivo de las organizaciones de la NI. De ser un componente importante de la oposición al régimen militar y gozar de un consentimiento relativamente amplio, éstas aparecerán cada vez más como estructuras militares enfrentadas a la policía o a las FF.AA.
Lo que la NI no pudo pensar fue la efectividad de otras formas de representación y de legitimación que no fueran las propias, las de la guerra. Este fenómeno se agudiza indudablemente con la aparición de grupos terroristas de derecha, por la persecución y el asesinato de gran cantidad de militares sindicales de la NI por el solo hecho de oponerse a las estructuras sindicales tradicionales y alimento por las características autoritarias del Peronismo. La banalización de la violencia abrirá el camino para la exterminación física de los integrantes de la NI a partir de 1976.
La NI creyó inventar un lenguaje, una nueva forma de tomar posiciones frente a la política. Sin embargo, en gran parte su lenguaje fue el espejo de la sociedad de la cual emergió: una sociedad en la que el “otro” era el enemigo. Una sociedad en la que la política es pensada como instrumento en manos de quienes gobiernan, ya sea para acallar al “otro”, para excluirlo, o para fijar las condiciones de su admisión. Una sociedad en la que cada definición encuentra necesariamente su contrario en el “otro”, y que no admite más que dos enunciadores (peronistas/antiperonistas, imperialismo/nación, unitarios/federales, burguesía/proletariado, pueblo/oligarquía), y en la que la única actitud resultante es la eliminación del contrario.
Una de las cuestiones que a nuestro entender quedan abiertas es la idea que la Ni no logra pensar lo político más que bajo la forma de engaño, y que por consecuencia plantea la guerra como la única forma de hacer política. A su vez las masas, el pueblo, en nombre de quien se tomará el poder, constituyen la “esencia” de la revolución en curso, la “retaguardia” del ejército. El engaño es instrumento a través de paliativos de tipo “político”: romper el engaño es entonces negar la posibilidad de establecer proyectos consensuales. El otro obstáculo que debe salvar la NI, al mismo tiempo que debe romper el engaño, es la fuerza del ejército. Si al engaño enfrenta tratando de evitar toda salida “política”, al ejército se lo enfrenta con otro ejército. Entre estos dos, el pueblo “reconocerá” al suyo. Más allá de las diferencias en cuanto a los proyectos que proponen, se reconocen en una acción: la acción armada. Esta acción apuntada al mismo tiempo a debilitar al enemigo, a desmoralizarlo, a aumentar la capacidad militar de las fuerzas propias, y a impedir que se logre “engañar al pueblo”. En el caso de las organizaciones peronistas, la muerte de Perón permitirá la recomposición de la ecuación inicial: ellos y nosotros, que remplazará la división en “leales y traidores”. El predominio de la acción (entendida como lo contrario de acuerdo), sobre todas las cosas, lleva aparejada la negación de la política, y a su vez la negación de la posibilidad misma de pensar la constitución de un espacio político. En conclusión, para la NI el espacio de la política es el lugar del engaño. Para la NI la democracia no será más que el régimen político que “corresponde” a una sociedad basada en la explotación; será una de las formas del engaño.
Al convertir a la democracia (y a toda forma de institución de lo social) en reflejo más o menos mecánico de la infraestructura, al hacer de la democracia un simple engaño de la burguesía, la izquierda se cierra el camino para lograr pensar lo político en tanto forma particular de instauración de un espacio político, en cuanto articulación específica (o aparición de la articulación) entre Estado y sociedad civil. En su seno, las organizaciones de la NI recrean estrictamente relaciones de jerarquía. Así como, frente al pueblo es la organización quien detenta la verdad y el saber, en el interior de la organización es la dirección la que decide y sabe. En realidad la izquierda al rechazar un remedio de democracia institucional, rechazó al mismo tiempo la posibilidad de pensar la diferencia entre democracia y autoritarismo. La democracia pasó a ser un tema de “derecha”; la NI se privó de pensarla y con ello se privó de su propia práctica. En la formación de la NI intervino sin duda en forma preponderante la percepción por parte de sectores de la sociedad de situaciones inaceptables de injusticia y de desigualdad social.                     

DE RIZ – La política en suspenso, CAP.3

EL GOBIERNO PERONISTA. Instalado el gobierno de Cámpora, el clima inquietante de la campaña electoral no habría de cesar. En el conglomerado peronista, los conflictos tenían como protagonistas a la “derecha” y la “izquierda”, a los “leales” y los “traidores”, a los “infiltrados” y a la “burocracia sindical”. El movimiento peronista no era un partido. Organizados sobre la base del principio de la verticalidad había logrado sobrevivir a todas las tentativas de hacerlo desaparecer de la escena política gracias a la habilidad con que Perón manejo su concepción militar de la política. El destierro de Perón y su negativa a institucionalizar la fuerza política, de la que era creador, fueron factores decisivos en el éxito de la operación política que lo devolvió al gobierno. El viejo caudillo había logrado convertirse en la encarnación de la patria socialista y de la “patria peronista”. Los jefes sindicales no recibieron con entusiasmo al nuevo presidente. El líder prefirió apoyarse en sus viejos cuadros políticos y en la generación de jóvenes combativos. Esta juventud se sentía la protagonista decisiva de la victoria. La JP era un conglomerado, la integraban grupos y  tendencias de diversa extracción e ideología. La tendencia que se le identifico con la patria socialista estaban compuestos por: JTP (Juventud Trabajadora peronista); la JSP (juventud sindical peronista); JUP (juventud universitaria peronista); UES (unión de estudiantes secundarios); FAR; Montoneros; FAP (fuerzas armadas peronista) y el PB (peronismo de base).
De la tolerancia de la sociedad a la violencia que acompañó la breve gestión de Cámpora fue el resultado de la idea de que se trataba de una reacción pasajera, fruto de 7 años de dictadura militar. Los Montoneros habían conseguido una tregua tras la asunción del nuevo presidente, pero la movilización de la juventud, su formidable poder de convocatoria que arrastraba multitudes y el recurso creciente a la acción directa, crearon un clima de crisis de autoridad.
El plan de Perón de organizar el nuevo gobierno sobre la base de un acuerdo parlamentario entre el peronismo y el radicalismo, y de un pacto social entre empresarios y sindicatos, se enfrentaba a las acciones desestabilizadoras que él mismo había estimulado. Dispuesto al diálogo con los partidos, defensor de la democracia, el Perón de 1973 aparecía como un nuevo Perón, enriquecido por su experiencia de exilio europeo. Un mes antes de la asunción del mando por Cámpora, Perón dio una señal de que su apoyo sin reservas a los grupos armados había terminado.
Desde la salida de Krieger Vasena, la inflación había subido año a año. El panorama económico se había deteriorado desde 1970 y las cifras de crecimiento y superavit comercial se habían alcanzado en años superiores, se habían ido desdibujando.
Congruente con su creencia de que la política económica debe basarse en las iniciativas de los capitales nacionales privados, Perón le confió la conducción de la economía a José Gelbard. A comienzos de junio, el gobierno anunció la firma del “Compromiso de la reconstrucción nacional, la liberación nacional, y justicia social”, mas conocida como el “Pacto Social”. La nueva política de ingreso establecida en ese compromiso otorgó un aumento salarial del 20%, suspendió las negociaciones colectivas por dos años y congeló los precios de todos los bienes por un período similar. Las expectativas despertadas por la vuelta del peronismo al gobierno se vieron frustradas. La firma del Pacto Social, no encontró demasiada resistencia en el empresariado. La Unión Industrial Argentina, la Sociedad Rural y la Cámara Argentina de Comercio dieron su aval al Pacto Social impulsado por Perón.
Obtener el apoyo de los sindicatos fue la tarea más difícil. Los sindicalistas debieron aceptar una política que los privó de la libertad de negociación. El objetivo de Perón de sentar a los empresarios y a los sindicalistas en la misma mesa se había cumplido. La concertación de la política de ingresos era un componente clave de un programa de reformas entre cuyas medidas figuraban la nacionalización de los depósitos bancarios, la nueva ley de inversiones extranjeras, el control del comercio exterior, una reforma impositiva y una ley agraria.
El retorno de Perón, el 20 de junio afirmó la convicción de que estando Perón en el país, nadie puede ser presidente de los argentinos mas que él. Casi 2.000.000 de personas esperaron en el aeropuerto de Ezeiza. Alguien de los servicios de seguridad de la JP empezó a gritar “tirense al suelo” y sonaron los disparos. La fiesta se convirtió en tragedia, los jóvenes habían coreado “vamos a hacer la patria peronista, montonera y socialista”. El líder de los peronistas proponía volver al orden legal constitucional y propiciaba un amplio acuerdo entre los partidos políticos. Había vuelto para poner en orden el movimiento justicialista, desquiciado por falsos peronistas, o no peronistas que pretendían controlarlo. Pero ahora estaba él en Argentina, y nadie dudaba de sus dotes para conducir a las masas peronistas.
El “experimento Cámpora” había llegado a su fin. Perón decidió reemplazarlo y se acercó a las FFAA. La reivindicación histórica de los sindicalistas fue la otra tarea emprendida por Perón. El 13 de julio Cámpora y Solano Lima presentaron su renuncia al congreso. Raúl Lastiri fue nombrado presidente provisional. Fue bautizada como el “Lastirazo” la maniobra política que forzó a Cámpora y a Solano Lima a renunciar. La Juventud peronista revolucionaria lanzó la candidatura de Cámpora a la vicepresidencia, en vano intento de conservar un espacio de diseño en el poder del líder. La nominación por Perón de su tercera esposa, Isabel, como candidata a la vicepresidencia, sorprendió a muchos; era la solución para un poder que no tenía otro heredero que el pueblo. Con Isabel, el líder mantenía su deliberada ambigüedad estratégica. La formula era Juan Perón-Isabel Perón. En las elecciones del 23 de septiembre del 73, Perón fue consagrado como presidente.
LA TERCERA PRESIDENCIA DE PERÓN. Perón asumió la presidencia con la tarea de reorganizar el poder del estado. “El problema argentino es inminentemente político”, decía. “Gobernar es persuadir, gobernar no es mandar. Mandar es obligar. Gobernar es persuadir, esa es nuestra tarea: ir persuadiendo a todos los argentinos para que comencemos a patear todos para el mismo arco”, decía Perón.
El Pacto Social venía a reconstruir un sistema político en el que los partidos y no sólo las organizaciones de interés tendrían cabida; una alternativa amenazadora para los jefes sindicales acostumbrados al monopolio de la representación política del peronismo. Esa era la idea de la democracia integrada, la que trajo Perón al gobierno. El antiguo lema “para un peronista no hay nada mejor que otro peronista” fue reemplazado por la nueva consigna “para un argentino no hay nada mejor que otro argentino”. Sus palabras finales fueron una invitación a abandonar el justicialismo a todos aquellos que no estuvieran dispuestos a obedecer al gobierno y se colocaran fuera de la ley.
El 1 de mayo la fiesta de los trabajadores fue el escenario de enfrentamiento entre Perón y la izquierda Montonera. Perón acusó de imberbes, idiotas útiles, mercenarios al servicio del extranjero a los Montoneros. Perón abre la puerta por la que se ingresa al siniestro camino del terror que José López Rega ya está recorriendo desde el Ministerio de Bienestar Social.
El descontento de los sindicalistas creció alimentado por el estado de movilización de los trabajadores que la instalación del gobierno peronista no había podido detener. A principio de 1974 la confianza en el pacto social comenzó a decrecer, la economía paso a una etapa de recalentamiento inflacionario, la comunidad económica europea decidió cerrar las puertas de las carnes argentinas.
La última aparición pública de Perón, un mes antes de su muerte fue la más dramática. El 12 de junio, el líder salió al balcón de la Casa Rosada y desde allí, ante una multitud, amenazó a renunciar. “No sólo no deseo seguir gobernando sino que soy partidario de lo que hagan los que puedan hacerlo mejor”. Su mensaje era una queja amarga a todos los argentinos, pero su destinatario directo eran los jefes sindicales. “Como ustedes saben nosotros propiciamos que el acuerdo entre trabajadores, empresarios y el Estado sirva de base para la política económica y social del gobierno. A pocos meses de firmar ese compromiso pareciera que algunos firmantes están empeñados en no cumplir el acuerdo. Perón pidió al pueblo que nos sólo identifique a esos irresponsables, sino también que los castigue.
Perón murió el 1° de julio, víctima de un ataque cardíaco, provocado por una pulmonía, a los 78 años. Ya sin mediador, la lucha entre las dos vertientes que confluyeron en el retorno del peronismo había de ocupar el centro de la escena. Perón había sido consciente de que la formidable mayoría electoral que lo condujo al poder en 1973, no era suficiente para protegerlo de las presiones de una oposición, políticamente derrotada, pero alerta desde sus posiciones de poder en el mundo de los negocios y las jerarquías militares. La muerte de Perón impidió que los Montoneros rectificaran sus ilusiones sobre el líder. Si Perón vivo había estado “ausente”, Perón muerto habría de estar como Evita, “presente”. Este razonamiento les permitió proclamarse legítimos herederos del general emblemático del pasado peronista.
TIEMPO DE VIOLENCIA. María Estela Martínez de Perón, llegó a la presidencia en calidad de heredera, su único mérito era portar el apellido del líder desaparecido, había conocido a Perón durante los tiempos de su exilio en Panamá. Se casó con él en Madrid. En 1965, el general la envió a Argentina para neutralizar la acción de Vandor, y de esta visita data su relación con José López Rega. Isabel y sus asesores se dedicaron a desmantelar el ya mal trecho equilibrio diseñado por Perón y a proclamar que había llegado la “hora del peronismo”. La simetría entre la estrategia de la presidenta y la de los Montoneros era que ambos estaban dispuestos a utilizar la violencia para imponer el rumbo de un proceso que tras la desaparición de Perón, parecía ya marchar a la deriva.
En el congreso realizado por la CGT para renovar a sus dirigentes, habría de dirimirse el conflicto entre los sindicalistas “blandos” (que sostenían que el sindicalismo debía sostenerse al plan del gobierno) y los “duros” (que defendían la idea contraria, de que debían comportarse con la autonomía de un grupo de presión). El consejo directivo quedó integrado por los sindicalistas de la línea dura, representada por las 62 organizaciones, con Lorenzo Miguel a la cabeza.
La política de Gelbard se proponía utilizar el raro privilegio de contar con una burguesía agraria, capaz de ofrecer una producción competitiva en el mercado mundial. La pequeña y mediana burguesía agraria apoyaba esta política. Sin embargo, se cuidaron de movilizar a sus afiliados para defender el equipo económico que mantenía niveles de precios agrícolas y ganaderos por debajo de las expectativas de sus adherentes.
Los jefes sindicales solicitaron a Isabel la renegociación del pacto social. Cuando la presidente anunció el 17 de octubre la convocatoria de las comisiones que discutirían los salarios y las condiciones de trabajo, no le quedó a Gelbard otra alternativa que alejarse del cargo. El reemplazante de Gelbard fue Alfredo Gómez Morales. La decisión de Isabel de armar un gabinete con los miembros del círculo de hombres que la rodeaban, clausuró toda esperanza de retomar los acuerdos partidarios que Perón había propiciado en su modelo de democracia integrada. También puso fin a la relación especial que el líder había establecido con el partido radical. La posición política quedó atrapada por la encrucijada: Isabel o el caos. López Rega, desde el “Ministerio del Pueblo”, como prefirió designar al Bienestar Social, y en su calidad de secretario personal de Isabel era la figura más visible del poder. Ascendido de cabo a comisario de la policía en el 74 mediante un salto de 15 grados en el escalón, y su aspiración de controlar los fondos de las obras sociales de los sindicatos no auguraban un futuro armonioso a las relaciones entre los jefes sindicales y el gobierno. A través del desvío de los recursos de bienestar social López Rega construyó las bases de su enorme poder en el nuevo gobierno. Hacia fines del 74, la política había quedado confinada a las maniobras del entorno presidencial capitaneadas por el “el brujo” y sólo los “verticalistas”, fieles a Isabel, tenía cabida en el sistema política diseñado por “Lopecito”. López Rega trabajaba en los archivos y la correspondencia del general, el domino de esa información sumada a su memoria infalible de policía fue una de las claves de su poder político.
Tras la salida de Gelbard, los Montoneros decidieron reanudar la guerrilla contra un gobierno que no era  “ni popular ni peronista” y volver a la clandestinidad, en respuesta a una ofensiva enemiga que incluía a la Triple A y las Fuerzas de Policías regulares. A partir de entonces los asesinatos se convirtieron en una práctica habitual contra los “traidores” peronistas. El asesinato del comisario Villar, jefe de la policía federal, inauguró una secuencia que influyó a policías y funcionarios del Ministerio del Bienestar Social enrolados en la Triple A. El gobierno decidió decretar el estado de sitio. Los montoneros por su parte, comenzaron los secuestros y asesinatos de gerentes de empresa para forzarlos a aceptar las demandas obreras. Las acciones de la guerrilla peronista y de los comandos terroristas se multiplicaron en lo que ambos bandos definieron como una guerra. Se desató una lucha a muerte. El ERP, por su parte, volvió su atención hacia la guerrilla rural en Tucumán, confiando de que podría convertirla en “la cuba de la argentina”.
Con el telón de fondo de la guerrilla y el terrorismo paraestatal, comenzó el enfrentamiento entre los jefes sindicales y el gobierno de Isabel. Gómez Morales consiguió ajuste de precio y salario e intentó reducir el déficit fiscal y atraer a la inversión extranjera. Trató de flexibilizar la ley de inversiones extranjeras para atraer capitales. Las exportaciones estaban en franco retroceso, mientras que las importaciones se incrementaban aprovechando la sobrevaluación del peso.
En febrero Isabel firmó el decreto que estableció que el comando general del ejército tendría a su cargo la aniquilación de la subversión. En mayo el gobierno forzó la renuncia del general Anaya y nombró al general Laplane en la más alta jerarquía del ejército.
El programa que el gobierno ofrecía, prometía la represión de la subversión en todos sus frentes. En el plano económico el vuelco hacia el capital extranjero y hacia la economía del mercado, con la reducción de los salarios, el reestablecimiento de la disciplina industrial y el desplazamiento de la CGT de la estructura de poder. Para el logro de este drástico giro, el apoyo de las fuerzas armadas era decisivo. Antes de que los empresarios y sindicatos llegaran a firmar los acuerdos a cerca del aumento salarial uniforme del 38%, Gómez Morales renunció y lo reemplazó Celestino Rodrigo, miembro del círculo de López Rega. El anunció del nuevo ministro fue: un aumento superior al 100% en los precios de los servicios públicos y combustibles y de la devaluación del peso en un 100%. La magnitud de este reajuste, conocido como el “rodrigazo”, y el momento elegido no dejaban dudas de que la presidenta buscaba recortar el poder de los jefes sindicales. La reacción al reajuste de Rodrigo fue una movilización masiva que desbordó los sindicatos. Bajo la presión sindical, el gobierno decidió anular las restricciones a la libre negociación salarial. La CGT convalidó el estado de huelga y convocó a un paro general de 48 horas para el 7 y el 8 de julio. La multitud reclamó la renuncia de Rodrigo y de López Rega y la inmediata aprobación de los acuerdos salariales. Isabel se vio forzada a aprobar los contratos salariales. Pocos días después López Rega y Rodrigo presentaron su renuncia. Los sindicalistas fueron los vencedores indiscutidos de la crisis desatada por el rodrigazo.
LA DESCOMPOSICIÓN. Isabel se había quedado sola. Ahora ella era la derrotada. Las presiones para que dimitiera crecían desde todos los frentes y las perspectivas de un golpe militar amplificaban los efectos de la crisis política. El general Videla, defensor de la no participación en el poder político, se convirtió en comandante, en jefe del ejército. El pretendido “constitucionalismo” de las FFAA abría de manifestarse como una forma sutil de golpismo unos meses más tarde. Los distintos sectores que integraron el conglomerado peronista (tendencia izquierdista de la juventud, el sindicalismo ortodoxo y el peronismo tradicional) se lanzaron a la conquista de un poder vacante. En 1975 la economía estaba transitando hacia una fase de recesión. La producción industrial había caído y el desempleo había crecido. La situación de pago era crítica. Bonani reemplazó a Rodrigo. A los 21 días de haber asumido el cargo, Bonani renunció. El 12 de agosto, Cafiero, ex asesor de la CGT, ocupó el Ministerio de Economía y Ruckauft la cartera de trabajo. El 13 de septiembre, Isabel se alejó de sus funciones en uso de licencia y delegó el mando en el presidente del senado Italo Lúder.
La política de Cafiero asumía que detener la inflación era imposible y prefirió la indexación progresiva de salarios precios y tasas de cambios. La vorágine especulativa atrajo a capitales de toda la economía incluso a pequeños ahorristas, todos apostaban al dólar, y este comportamiento amplificó la recesión de la economía. El nuevo equipo tuvo que recurrir a un acuerdo con el FMI, el primero de un gobierno peronista para tratar de revertir la crítica situación de pagos.
El general Videla había mantenido una prudente distancia con el gobierno, pero los ataques de los Montoneros a objetivos militares, dieron lugar al avance militar. Las FFAA pasaron a integrar el Consejo de Seguridad Interna, presidido por Lúder, y lanzaron operaciones anti subversivas que incluían la intervención en los conflictos laborales y el avasallamiento de los fueros federales. En el ejército, en el mundo de los negocios, entre los políticos, se hablaba de un “vacío de liderazgo”. El retorno de Isabel volvió a plantear el viejo dilema de los jefes sindicales.
Las presiones de los políticos y de los sindicalistas disidentes, forzaron a la presidenta a adelantar las fechas de las elecciones. Estas se celebrarían el 17 de octubre de 1976. Antes de terminar el año un levantamiento de la fuerza aérea, comandada por Capellini, redobló los rumores de que había llegado la hora del golpe. El botín fue sofocado pero el general Videla, advirtió que tenían que modificarse los rumbos y que debían actuar aquellos que adoptaras las decisiones que solucionan los problemas del país. El ‘76 se inició con la reorganización del Gabinete. Isabel se desprendió de los ministros ligados a los sindicalistas y políticos para colocar en sus puestos a figuras del círculo de López Rega. El nuevo ministro de economía, Mondelli, confesaba que no tenía un plan económico para enfrentar la crisis, sino tan sólo “a medida”. Cuando el 26 de marzo del 76 el golpe militar desplazó del poder al justicialismo, la mayoría de los argentinos lo recibió como un desenlace inevitable; no imaginaban otra solución. A diferencia de los golpes del ‘55 y del ‘66, el del ‘76 fue hecho en nombre de una identidad que era la consecuencia de la responsabilidad que habían asumido en la guerra interna. Las fuerzas armadas se percibieron como una corporación militar por encima de la sociedad.

CARDOSO – Sobre la caracterización de los regímenes autoritarios en América Latina.

En América Latina, en estos últimos años, se han acentuado una tendencia al autoritarismo. En sí mismo, el autoritarismo no es un fenómeno nuevo. Durante largo tiempo, el caudillismo y el militarismo han sido rasgos dominantes de la vida política en esa zona. Aunque hay regímenes militares en el poder en casi toda América Latina, es esencial hacer distinciones entre ellos. En la clasificación de situaciones tan diversas, debemos evitar la confusión entre el caudillismo de viejo militarismo latinoamericano (Ej.: Paraguay) o el caudillismo de base familiar (Ej.: Nicaragua), y el control más institucional de poder por el cuerpo de oficiales como totalidad que existe en algunos otros países. Los científicos sociales que trataron de caracterizar el nuevo militarismo de América del Sur añadieron otro adjetivo: “burocracia”. Más bien es la institución militar la que, como tal, asume el poder en orden a reestructurar la sociedad y el estado.
Las FFAA no toman el poder como en el pasado, para mantener en él a un dictador (como Vargas o Perón), sino más bien para reorganizar la nación de acuerdo con la ideología de “seguridad nacional” de la  doctrina militar moderna. Debemos distinguir los nuevos autoritarismos en América Latina no sólo de los regímenes autoritarios del pasado, sino también del corporativismo y del fascismo europeo. En primer lugar, el autoritarismo de América Latina, aspira a producir apatía en las masas, ya que tienen miedo de la movilización. En consecuencia, excluyen a los partidos políticos. El ejército prefiere una relación “técnica” y de apoyo entre el estado y los grupos sociales; el autoritarismo burocrático diverge no sólo del modelo democrático, sino también del fascismo italiano o alemán. El estado tiende a excluir del proceso de toma de decisiones a las organizaciones de clase. Como en el pasado, se establecen vínculos corporativos dentro de los sindicatos, y entre éstos y el estado; en este caso el estado no adopta una forma corporativa. Las vinculaciones entre el régimen burocrático autoritario y la sociedad civil se logran más bien mediante la cooptación de individuos e intereses privados en el sistema.
Con respecto a la ideología, los regímenes autoritarios latinoamericanos, favorecen una mentalidad conservadora y jerárquica cuya visión se ha limitado al refuerzo del aparato del estado. Apatía y falta de movilización, una mentalidad estatal y jerárquica, en lugar de una ideología nacionalista más amplia, es decir, estado pero no partido.
La noción de autoritarismo burocrático no debe utilizarse en un sentido tan amplio. La limitaría en este caso a las situaciones en que se produjo una intervención militar como reacción contra movimientos izquierdistas, y a los casos en que la política destinada a servir para la reorganización del estado y la economía, de modo que sirvieran al continuo avance del desarrollo industrial capitalista, fue llevada a cabo por regímenes militares, como en la Argentina y Brasil.
Para clarificar la caracterización de la política autoritaria contemporánea, es esencial distinguir entre dos conceptos, el de estado y el de régimen político. Por régimen me refiero a las normas formales que vinculan a las principales instituciones políticas, además de a la cuestión de la naturaleza política de los vínculos entre los ciudadanos y los gobernantes. La conceptualización del estado se refiere a la alianza básica, el “pacto de dominación” básico, que existe entre las clases sociales o las fracciones de las clases dominantes  y las normas que garantizan su dominio sobre los estratos subordinados.
Frecuentemente se argumenta que los regímenes burocráticos-autoritarios producen reglamentaciones de exclusión política en beneficio del sector privado de la economía.
Una importante deficiencia de los debates sobre el autoritarismo es que no han sido centrados adecuadamente  sobre esta distinción entre estado y régimen político. Una forma idéntica de estado capitalista y dependiente en el caso de América Latina, puede coexistir con una variedad de regímenes políticos: autoritario, fascista, corporativista e incluso democrático. Llegado este punto, debemos utilizar el término autoritarismo burocrático para referirme no a la forma del estado como tal, sino al tipo de régimen político. Los regímenes burocráticos-autoritarios organizan las relaciones de poder a favor del ejecutivo. Lo que sobresale en tales regímenes es el reforzamiento del ejecutivo y sus capacidades técnicas. El reforzamiento del ejecutivo implica un incremento de la centralización. También implica la eliminación, o drástica reducción, del papel de la legislatura. Además, la judicatura es controlada en la práctica por el ejecutivo. La racionalidad formal exige el reforzamiento de un cuerpo burocrático de técnicos, especialmente en el campo económico: y por otra, estos regímenes expresan la voluntad política de las fuerzas armadas como institución. De este modo, el ejecutivo depende de la burocracia tecnocrática. Los militares tienen el poder de veto a las grandes decisiones, pero no se ven necesariamente implicados en la toma de decisiones referentes a la economía u otras cuestiones importantes. El éxito del régimen depende en parte del tipo adoptado de delegación de la autoridad militar ejecutivo. La apariencia de un presidencialismo fuerte, casi dictatorial, oculta a veces el control efectivo que ejerce la institución militar sobre los que están en el gobierno.
Otra importante dimensión de los regímenes autoritarios es la cuestión de los partidos políticos. La ideología (o mentalidad) oficial acentúa el carácter no partidista de los gobiernos militares, así como el objetivo de poner fin tanto a la “política”, en cuanto que expresión de las ideologías en conflicto, como a la existencia de partidos, que socavan la “unanimidad nacional” deseada por los gobiernos militares. Y sin embargo, es evidente que, en la práctica, reaparece la actividad de las facciones políticas. La relación entre el estado y los grupos de interés de la sociedad civil se basa más en los criterios y mecanismos de la cooptación que en los mecanismos de la representación. Dicho de otro modo, quienes controlan el aparato del estado seleccionan a varias personas para que participen en el sistema de toma de decisiones. Pero nunca suscribirán la idea de representación; la decisión de quién será llamado a colaborar se toma en el ápice de la pirámide de poder.
Como es natural los grupos de interés de la sociedad civil intentarán penetrar en los círculos de toma de decisiones, promover sus propios intereses. Quienes deciden la participación de una y otra persona son los burócratas o las personas que controlan las altas posiciones en el aparato estatal. Las personas seleccionadas pueden hablar ocasionalmente en nombre de otras personas o grupos, pero no son una delegación como tal.
El grado de liquidación de los partidos y mecanismos representativos depende del grado de desconfianza que esas instituciones inspiraban en las clases dominantes, y especialmente en la institución militar. Las FFAA adaptaron, y adoptaron las doctrinas francoamericanas de guerra interna y se ocuparon crecientemente de la represión interna. También se ocuparon de la necesidad de llevar a cabo una política que promoviera el crecimiento económico acelerado, con el fin de pasar rápidamente por la fase inicial del “despegue”.
El tiempo de implantación de los regímenes autoritarios contemporáneos, así como el grado de sus logros económicos y políticos, ha variado mucho entre los diferentes países. En Chile y Uruguay el autoritarismo burocrático emergió con una fuerza más devastadora que en Argentina, desarrollando una orientación enfáticamente antipartidista. La presencia o ausencia de un sistema de partidos abrirá caminos alternativos a los regímenes autoritarios. Al menos indicará un grado diferente de autonomía relativa en las organizaciones políticas controladas por las clases sociales.
El contraste entre Brasil y México parece ser uno de los más interesantes. Puede decirse que en esos países la sociedad civil está bastante débilmente organizada en comparación con las sociedades civiles de los países del Cono Sur. La tradición de estado fuerte más un control político elitista (en el caso de Brasil) y de una jerarquía burocrática (en el caso de México) aumenta las posibilidades de éxito de esos regímenes autoritarios. México, régimen civil, proporciona un ejemplo de gran estabilidad; estabilidad que está muy relacionada con los orígenes del régimen mexicano que nació de una revolución que incorporó parcialmente a la vida nacional a amplios sectores de la sociedad. La elite burocrática mexicana tiene una capacidad de control de los asuntos económicos y sociales que le asegura una cierta hegemonía dentro de la sociedad. Un amplio sistema de negociación de los intereses económicos. Es un tipo de régimen no militar e “incluyente”, que ha logrado una capacidad mayor de duración al dar raíces sociales a un sistema autoritario.
¿Cuáles son los factores que afectan al grado de autonomía de la sociedad civil frente al gobierno autoritario? Uno de ellos es, claramente, la presencia o ausencia de un sistema de partidos preexistente. Otros pueden ser el grado de control efectivo que ejercen los regímenes autoritarios sobre la vida cotidiana. Pero, el autoritarismo de América Latina es aún “subdesarrollado”: puede matar y torturar, pero no ejerce un control completo sobre la vida cotidiana.
Los regímenes autoritarios no están basados en un partido político, son a veces demasiado débiles para enfrentarse a sociedades complejas. Sería incorrecto suponer que el aparato del estado opera como totalidad unificada en los regímenes autoritarios de América Latina. La ausencia de un partido, y de una ideología totalitaria, impide a los sostenedores de la tecno burocracia comprometerse con la ideología militar del estado. En esos regímenes se produce un considerable grado de privatización del aparato del estado. Los funcionarios del estado, controlan partes del aparato del estado casi con independencia del gobierno, persiguiendo objetivos personales de naturaleza económica o burocrática.
Casi siempre están presentes factores potencialmente desestabilizadores, que disminuyen la capacidad gubernamental de absorber las presiones. Ello provoca una utilización continua de la represión, con toda la desmoralización y alineación aunque se lleve a cabo en nombre de la seguridad nacional contra sus enemigos internos ocultos. Cuando esos regímenes se enfrentan a situaciones en que los verdaderos grupos “subversivos” son escasos, la reiteración de los mismo argumentos sobre las amenazas a la seguridad nacional resultan cada vez menos convincentes a los empresarios y grupos dominantes que apoyan a los regímenes, por lo que la oposición de estos grupos puede aumentar en una medida apreciable.
La tradición concebida como la mano armada de los propietarios de la tierra y latifundios, quedó desplazada en parte por la política económica orientada a la industrialización de los regímenes burocráticos-autoritarios. Los efectos inmediatos de la política de estabilización monetaria llevada a cabo por los militares demuestran claramente qué grupos sociales no han sido tomados en cuenta: los trabajadores y asalariados en general, así como las personas que viven de rentas fijas. El militarismo gobernante en Perú, es evidente que no adoptó una política socialista. Parece ser que, cuenta más el carácter del estado que el del régimen; además el nivel de desarrollo de la economía y, sobre todo, la fuerza de las presiones sociales ejercidas desde abajo. Precisamente para controlar esas presiones, facilitando así la acumulación del capital, el autoritarismo burocrático se vuelve represivo y deprime el nivel de vida de los trabajadores y las masas. En conclusión, el autoritarismo burocrático es políticamente provechoso para los burócratas civiles y militares que dominan los despachos del estado.
Otra importante variación en la orientación económica de estos regímenes es el relativo énfasis en la promoción de las empresas del sector público frente al sector privado. El carácter fundamental de este tipo de estado autoritario es sin embargo capitalista. Las decisiones tomadas por las burocracias estatales se producen dentro de límites bien definidos. Hasta ahora no han intentado “cambiar de modelo”.
Los regímenes autoritarios tratan de acomodarse al entrono internacional, aprovechándose de las ocasionales fisuras del sistema económico mundial. Las burocracias públicas civiles y militares, han sido el papel que han jugado en la creación de una base económica para su propio poder. Las empresas estatales se están expandiendo en la mayor parte de los países: y el autoritarismo burocrático ha sido un importante factor en esta tendencia. Es decir, en referencia al uso de las empresas del estado para facilitar el desarrollo capitalista y reforzar la posición de los que están en el poder.
La valoración que hacen las clases dominantes de lo que significa para ellas un régimen autoritario, dependerá ante todo de la capacidad efectiva del régimen de imponer una política de desarrollo. Pero en varios países latinoamericanos, las clases dominantes han sido incapaces de controlar la presión política de los trabajadores y los sectores radicalizados de las clases medias. En tales circunstancias, las clases dominantes no pueden mantener su poder sin la intervención y el apoyo militar abiertos.
Las fases iniciales de régimen militar son gravemente represivas sobre todo cuando las fuerzas políticas de izquierdas eran fuertes y estaban bien enraizadas en la sociedad. En esta fase inicial es en la que sobresale el componente fascista del militarismo. En cambio, el papel empresarial de estos gobiernos evoluciona gradualmente. Los intentos de solucionar los problemas económicos y sociales a los que están enfrentados esos países, así como la aparición de alianzas entre las empresas privadas multinacionales y nacionales y las empresas del estado, van confiriendo progresivamente a los regímenes autoritarios sus rasgos empresariales peculiares. La represión no deja de ser un componente significativo de la vida política, pero se hacen intentos de justificar al régimen en nombre de un rápido proceso de acumulación. En el proceso de creación y proyección de la imagen del régimen, y en su aceptación por parte de las clases dominantes, las altas tasas de crecimiento son tan importantes como la represión. El orden social con progreso económico es el eslogan utilizado para esconder cualquier pregunta que plantee: ¿progreso para quién?
Los logros de los regímenes autoritarios y de su capacidad de imponer una conformidad política en la sociedad. Se dice comúnmente que estos regímenes son fuertes, pero de ello no se deduce necesariamente que los regímenes autoritarios sean capaces de resistir por sí solo a cualquier desafío político. Además de sus “conflictos internos”, los regímenes autoritarios no son capaces de evitar los elementos de incertidumbre que invaden toda la vida política.
Las ambigüedades de la política dejan abierto el camino a la esperanza. A veces abren caminos favorables al cambio generando fuerzas dentro de un orden establecido que socavarán finalmente al gobierno autoritario. El funcionamiento mismo de los regímenes autoritarios y la consecuencia de los objetivos económicos propuestos crean nuevos desafíos a los militares, y por ello nuevas formas de oposición. Los militares no son capaces necesariamente de superar esas dificultades. En gran medida, la probabilidad del cambio puede depender de la capacidad política de los grupos de oposición de proponer alternativas creativas de poder que, frente a esos desafíos ofrezcan soluciones diferentes y mejores.

GARRETON – Proyecto, trayectoria y fracaso en las dictaduras del Cono Sur. Un balance.

Se cumplen en 1984 dos décadas de presencia de dictadura militares en el Cono Sur, inauguradas con el golpe de Estado en Brasil en 1964, continuadas con los regimenes militares argentinos de 1966 y 1976 y con el chileno y el uruguayo de 1973. La caracterización de estos regimenes: formas represivas y la preocupación consiguiente por los derechos humanos, sus proyectos socioeconómicos y la reinserción en el sistema capitalista internacional, el impacto en la vida cotidiana, las formas de resistencia y oposición, etc., fueron constituyendo un nuevo campo en las ciencias sociales latinoamericanas y redefiniendo así los viejos temas del autoritarismo y la democracia. Todos fracasaron en términos de resolver los problemas básicos de la sociedad, es decir, fracasaron en cuanto “proyectos nacionales”. Pero también fracasaron en términos de sus propios parámetros y proyectos, es decir, en cuanto a su capacidad de construir un nuevo y estable sistema de dominación hegemónica.
SOBRE LA CARACTERIZACIÓN. Una caracterización adecuada de estos regimenes debe recoger los diversos énfasis que se han dado en los intentos de describir sus rasgos. El primero privilegia la naturaleza de las relaciones entre Estado y sociedad civil. Hay aquí un esfuerzo por señalar las particularidades de las mediaciones entre Estado y sociedad civil, atendiendo tanto a las formas de represión, control y articulación de intereses como a la existencia de espacios de oposición. La definición de estos regímenes como “autoritarios” corresponde a este tipo de énfasis. Si bien aquí se marcan las formas de dominación, muchas veces este énfasis subdimensiona el contenido de ella y su vinculación a la estructura y lucha de clases. El riesgo posible es la imputación de rasgos definitorios que los asimilan a una caracterización genérica y abstracta que descontextualiza la especificidad histórica de estos regimenes, surgidos en momentos precisos del desarrollo socioeconómico y político de las sociedades.
Un segundo énfasis privilegia el análisis de estos regimenes como una fase particular en el desarrollo capitalista dependiente. El esfuerzo interpretativo aquí se centra en las necesidades de acumulación capitalista en un determinado momento del sistema de división internacional del trabajo o del proceso de industrialización nacional enfrentadas a las contradicciones y conflictos de clase. Los análisis sobre los “fascismos dependientes” o sobre los regimenes de “profundización” o “recomposición” capitalista, con enfoques diversos, comparten este énfasis.
El tercer énfasis privilegia el análisis del actor más resaltante de estos regímenes cual es la corporación militar. El esfuerzo explicativo se centra en este caso en las transformaciones ocurridas en las últimas décadas en las FFAA de esta región. El traslado de los rasgos propiamente militares a la organización de la sociedad y el Estado explicaría las características de estos regimenes.
Más allá de los rasgos puramente descriptivos de estas dictaduras, su surgimiento aparece asociado a ciertos procesos históricos específicos. Por un lado, se asocian a una crisis sociopolítica del denominado “Estado de compromiso” en estos países. La particularidad de esta crisis reside en el grado de activación y movilización de las fuerzas de cambio, especialmente de masas populares, las que según los casos adquieren grados diversos de capacidad “subversiva”. Este proceso de movilización, acompañado de un fuerte grado de radicalización ideológica, es vivido por los sectores dominantes como una amenaza a su mundo, como una crisis de supervivencia, a la que debe hacerse frente con el uso de la fuerza cualquiera sea su precio. El surgimiento de estos regimenes se asocia a la maduración de otro proceso constituido por la modernización, profesionalización y homogeneización ideológica de las FFAA bajo la hegemonía militar de EEUU. La incorporación de las FFAA latinoamericanas al bloque militar liderado por EEUU significó la adopción de la doctrina de la “seguridad nacional” y el adiestramiento antisubversivo, en suma, la visión de una sociedad amenazada por un enemigo interno (comunismo) contra el cual es necesario una “guerra total” donde las FFAA son la “reserva moral” de la Nación.
Tampoco sería posible comprender el surgimiento y naturaleza de estos regimenes sin la referencia a procesos de reestructuración del capitalismo tanto a nivel internacional como localmente. El Estado de compromiso no sólo vivía una crisis política como la que hemos indicado, sino que su modelo de desarrollo presentaba contradicciones con el proceso de democratización en curso, con requerimientos de acumulación interna y con su inserción en el capitalismo internacional. Para los sectores capitalistas aparecía como indispensable una rectificación de ese modelo de desarrollo en términos del papel “excesivamente” interventor del Estado o de las “exageraciones” redistributivas.
A escala internacional, fenómenos estructurales y de concertación capitalista, y transformaciones del sistema financiero, tuvieron importancia en la dirección que tomaron los modelos económicos de los regímenes militares. El tipo de crisis del capitalismo local y mundial y la solución buscada a ella no pueden disociarse del origen y trayectoria de estos regimenes. Todo ello nos sirve para enfatizar un punto de vista para el análisis de estos regimenes. Se trata de verlos como proyectos históricos, fracasados como sabemos, de resolver una crisis de hegemonía. El proyecto de estos regimenes consagraba como enemigo al Estado de compromiso o la sociedad populista y a una forma particular de constitución de sujetos y actores sociales que privilegiaba la acción política y el referente estatal. Aspiraban a la erradicación de la política o la constitución de un sistema político de participación restringida, es decir, un orden autoritario y conservador. El régimen militar no constituía la meta final, sino la condición histórica necesaria para realizar las transformaciones estructurales e institucionales sobre las que se basara el futuro orden político autoritario definido como “nueva democracia”.
El punto de vista indicado nos permite insistir en la caracterización de estos regimenes como una combinación de dos dimensiones. La primera de tipo reactivo o defensivo, cuyo núcleo es el rasgo represivo, que busca desarticular la sociedad precedente, especialmente la matriz de constitución de los sujetos sociopolíticos en cada sociedad. La segunda de tipo transformador o funcional, que aspira a la reorganización de la base material, a través de alguna forma de capitalismo “moderno” y reinserto en el sistema internacional.
SOBRE LA TRAYECTORIA. Estas fases se desarrollan como consecuencia una de otra. La fase reactiva tiende a coincidir con el momento de instalación del régimen; la fase transformadora, con los procesos de institucionalización posteriores al período inaugural: la fase de crisis recurrentes una vez agotada o fracasada la dimensión fundacional, y la fase terminal como producto de acumulación de crisis.
El problema central para el régimen en la fase reactiva es cómo eliminar a los adversarios contra los cuales se dio el golpe militar y cómo desarticular los mecanismos fundamentales de la sociedad precedente. Es normal que el elemento básico de esta fase sea el elemento represivo, y que el actor principal sea las FFAA. Este predominio represivo está protegido por el silencio de la sociedad, donde los traumas de la crisis previa al golpe militar favorecen la complicidad de vastos sectores y la impunidad del aparato represivo. La ideología en el régimen es la de la “seguridad nacional” y el principio de legitimidad que se esgrime es el de la victoria en una guerra para salvar a la nación del caos y la anarquía. La oposición en esta fase esta constituida por el sector derrotado por el golpe militar, aunque no sea éste la exclusiva víctima de la represión. La regresión brutal ocasionada por el proceso represivo pone como temática ideológica casi única para esta oposición los derechos humanos. Todo ello hace que los actores principales, en esta fase, en oposición o crítica al régimen sean las organizaciones, grupos o personalidades que se definen en torno a la denuncia por la violación a los derechos humanos o a su protección.
El paso de la fase reactiva a la fase transformadora o fundacional, aún cuando puedan coincidir en parte, está dado por el agotamiento de los principios de legitimidad esgrimidos inicialmente, por la afirmación de un núcleo hegemónico en la conducción estatal por el inicio de tareas y políticas que exceden lo puramente reactivo y se definen en términos de un proyecto nuevo de sociedad. La problemática es aquí la definición de un modelo de desarrollo, un nuevo sistema de relaciones sociales en las diversas esferas de la sociedad y de un modelo político para el futuro que se perfila como el sucesor del régimen militar. La ideología dominante deja de ser puramente militar y los conceptos de seguridad nacional tienden a combinarse con aquellos que provienen de las visiones aportadas por los grupos civiles, especialmente vinculados a la ideología del modelo económico. La problemática  central para la oposición en esta fase es cómo impedir que se consoliden transformaciones que implican una perdida de viejas conquistas, cómo ganar espacios en los diversos ámbitos de institucionalización del régimen o en aquellos que éste no logra controlar y cómo dar una expresión global a las múltiples y diversas resistencias.
El paso a la fase de administración de crisis recurrentes está dado normalmente por el fracaso de la dimensión fundacional, especialmente de su base económica. Como apagar incendios aquí y allá y asegurar la mantención o sobrevivencia del régimen, más allá de cualquier proyecto de información, es la problemática central en esta fase. En esta fase las aperturas o liberalizaciones corresponden ya sea a maniobras defensivas de adaptación para compartir la administración del fracaso y la crisis y permitir la sobrevivencia, o ya sea la imposición de una sociedad, que se reactiva y moviliza. Los temas ideológicos principales apuntan nuevamente, pero esta vez en forma más desordenada, a agitar los temores de una vuelta al pasado. La problemática de la oposición en esta fase es la unificación de todos los descontentos y resistencias en un movimiento que evite la mera transformación del régimen y lo empuje hacia una crisis terminal (la sociedad civil pierde el miedo). La pérdida de la dimensión fundacional no significa necesariamente que un régimen pase automáticamente a una fase terminal. Esta puede transitar de crisis en crisis por un tiempo prolongado.
En la fase terminal, la problemática central ya no es ni la transformación de la sociedad, ni la pura mantención del régimen, sino las condiciones de salida de los actores predominantes de éste y los elementos básicos del régimen de reemplazo. Esta fase se define por una decisión institucional de las Fuerzas Armadas de retirarse y de administrar las condiciones de su salida. Esta decisión de retirarse supone la socialización de su fracaso. Desde la perspectiva de la oposición su problemática básica es, por un lado, la masificación y canalización de un proceso de movilización social y popular que haga penetrar la crisis en el interior de las Fuerzas Armadas, y por otro, la concertación de una propuesta institucional de término que viabilice la salida de las Fuerzas Armadas y asegure un régimen democrático. La democracia aparece como un referente de significado ambivalente en las diversas fases del régimen y para los diversos actores en presencia, como un campo de disputa de múltiples significados muchas veces contradictorios. Así, en la fase predominante reactiva, la democracia es el principal referente negativo para el régimen militar y sus actores predominantes.
En la fase fundacional, desde el régimen surge un sentido nuevo de democracia: es la meta a la que llegar después de un largo período de régimen militar pero entendida como nueva democracia opuesta a la liberal del pasado, con representación política restringida, dotada de poder de protección militar y de mecanismo de exclusión. En esta fase el concepto de democracia por parte de la oposición tiende a combinar la idea de recuperación de un sistema de libertades públicas y de democracia política con la idea de un contenido que se oponga al que vehiculiza la dominación autoritaria. En las fases de administración de crisis y terminal, la transición a la democracia aparece para el régimen como un camino defensivo a un sistema que proteja las conquistas capitalistas obtenidas bajo el régimen militar. Para cierta oposición, transición significa término del régimen militar y establecimiento de las instituciones clásicas de la democracia representativa. Este significado es compartido por otros sectores de oposición que incluyen la participación popular.
Es evidente que la vigencia del régimen militar implico para todos los sectores que constituyeron la oposición una revalorización definitiva de la democracia como régimen político al que aspiran, pero también queda como interrogante el significado concreto a otorgar este valor en todas las otras esferas de la vida social, es decir, al concepto democracia no sólo como forma de gobierno sino como lucha contra las dominaciones.

QUIROGA – El tiempo del proceso.

Examinaremos el autoritarismo argentino desde el ángulo de la relación Estado y sociedad civil, buscando un enfoque que nos permita articular esa relación en el interior del sistema político. Nos proponemos estudiar el proceso militar surgido en marzo de 1976. El origen del golpe y las transformaciones proyectadas por el gobierno de facto obedecen a motivaciones profundas que deben ser vistas con la conflictualidad de la sociedad argentina.
El sistema político constituido en la Argentina del S XIX experimenta una reforma esencial que modifica su funcionamiento, iniciando una apertura que da lugar a una reestructuración democrática. Con anterioridad, el poder de la clase dirigente descansaba en un sistema político restringido que mantenía un mercado político ante un país que se desarrolla vertiginosamente en el terreno económico. Esta sociedad no ha podido organizar más que un sistema político manco, carente de continuidad institucional, en el que la presencia del poder militar es una constante de la vida nacional. Sin embargo, esa discontinuidad iniciada en los años ’30 no produce la ruptura del sistema político, en el sentido de que a partir de cada golpe de Estado se funda uno nuevo, experimentándose un corte, receptándose interferencias de actores que no puedan ser absorbidos por el sistema político.
Cada intervención militar genera drásticas modificaciones en el aparato institucional del estado de derecho y provoca las naturales convulsiones en la vida política nacional. La historia política argentina desde 1930 se debate entre dos polos antagónicos, el democrático y el autoritario, coexistiendo alrededor del mismo sistema.
El sistema expresa una unidad contradictoria de esa continuidad y discontinuidad institucional. Así funciona en los hechos en la realidad política. En suma, cuando se produce un golpe de Estado se quiebra la legalidad institucional, pero el régimen que emerge de esa acción puede suscitar el apoyo de la mayoría de la población; puede entonces resultar legítimo. Un gobierno militar puede ser ilegal pero legítimo y un gobierno civil puede ser legal pero ilegítimo. Todo régimen encuentra su fuente de legitimación en el reconocimiento que motiva en la población y se sostiene por su legitimidad.
El rol político de los militares y de la dominación que fundan en la sociedad es un prisma que refracta los enfrentamientos civiles y los recompone según otra lógica. Las tensiones sociales penetran en las FFAA en la medida en que ellas son el terreno de luchas políticas, pero a su vez forman parte del Estado, en cuanto conforman uno de sus aparatos, aquel que organiza el ejército de la violencia física legítima del Estado. Las FFAA forman parte del Estado, constituyen el núcleo central del aparato represivo encargado de organizar la violencia legítima. Cuando se produce un golpe de Estado se advierte que esa relación se altera, pues una de las instituciones estatales se hace cargo del Estado, pasando a ser el aparato dominante. Desde ese momento las FFAA modifican su relación con el resto del Estado para someterlo por entero. Pero esta nueva situación trae aparejada una modificación en la relación con la sociedad civil a la que busca organizar autoritariamente. En la experiencia argentina se ha puedo en evidencia que la sociedad (o una parte de ella) acepta o tolera en un primer momento las intervenciones militares, a las que termina rechazándolas y reclamando un nuevo proceso electoral. Con la crisis de hegemonía abierta en los años ’30 queda libre un espacio de participación en la realidad social que las FFAA aspiran a cubrir como fuerza política. Es el análisis de la propia práctica política de las FFAA, su forma de funcionamiento, lo que induce a considerarlas como fuerza política. Las FFAA se piensan garantes de la continuidad de lo que entienden son los principios, valores y normas constitutivas de la Nación, esto es, se reclaman tutores de la decisión colectiva que selecciona al gobernante, como de la integridad del Estado justificando en aras de esa defensa la ruptura del orden constitucional. Los gobiernos militares argentinos no han aparecido como dictaduras personales al estilo clásico. Los regímenes de facto del país deberían ser calificados como dictaduras institucionales. Son dictaduras de las FFAA en su conjunto. La dictadura de 1976 fue una institucional. Su principio de legitimación radica en el funcionamiento particular de un sistema político en el cual las FFAA son un componente esencial.
Con sus intervenciones las FFAA no sólo se apropian de la soberanía, sino también de la política, despojándosela a los partidos políticos y despolitizando a la sociedad.
El grado de legitimación alcanzado por los regímenes militares ha variado en cada caso, pero ninguno de ellos hasta el presente ha podido encontrar principios de legitimación permanentes. Por eso, los gobiernos militares no pueden dejar de ser transitorios. El discurso militar recurre a la distinción clásica entre la legitimación de origen o título y la legitimidad de ejercicio. La primera obedece al estado de necesidad que invocan las FFAA el día del levantamiento. El peligro que amenaza el orden público y la integridad del Estado, son los recursos conceptuales de las FFAA para explicar su legitimidad de origen ante los sucesos de 1976. Tenemos entonces, un régimen militar que ha sido supuestamente legitimado en su título, pero que también se piensa legitimado en el ejercicio de un poder que se practica con coherencia, sin contradicciones con los valores y objetivos que son su razón de ser.
Los gobiernos militares en Argentina no han podido legitimarse por si solos y los intentos de legitimación no dejaron de ser endebles cuando no fueron indiferentes para algunos sectores militares. En consecuencia, lo que legitima la dominación militar es el funcionamiento de un sistema político particular que incorpora en su interior a las FFAA como un componente esencial y permanente.
DEL MOMENTO FUNDACIONAL A LA DESCOMPOSICIÓN. El objetivo de fondo del régimen pareció ser la edificación de un sistema de dominación estable, en otro contexto institucional y con nuevas reglas de juego, sobre el cual asentara su poder la corporación militar.
Hubo más de una estrategia política en las diversas gestiones de gobierno. Los cambios en la administración del Estado llevaban aparejadas situaciones nuevas, que representaban nuevas relaciones de fuerza, dando lugar a objetivos distintos y políticas diferentes. Por eso se pueden distinguir etapas dentro del régimen militar.
El período de Bignone clausura los sueños fundacionales de la etapa de Videla en el momento de descomposición del régimen. Entre el inicio y el desenlace se reconoce la especificidad de cada una de las etapas, sus notas distintivas, pero en la sucesión de cada una de ellas se van arrastrando conflictos no resueltos. Las etapas del régimen militar son cuatro y coinciden con la sucesión de las presidencias militares: Videla (1976-1981), Viola (1981), Galtieri (1981-1982), Bignone (1982-1983). Pero las diferentes etapas están atravesadas por 4 grandes momentos que indican el origen, el desarrollo y la terminación del proceso militar. Los momentos no coinciden temporalmente con las etapas y pueden ser ubicados de la manera siguiente: legitimación (1976-77), deslegitimación (1978-79), agotamiento (1980-81-82), descomposición (1982-83).

ROMERO – El proceso (1976-83).

EL GENOCIDIO. El 24 de marzo de 1976 la Junta de Comandantes en Jefe, integrada por Videla, Massera y Agosti se hizo cargo del poder, dictó los instrumentos legales del llamado Proceso de Reorganización Nacional y designó presidente de la nación al general Videla. Se crearon las condiciones para la aceptación de un golpe de estado que prometía reestablecer el orden y asegurar el monopolio estatal de la fuerza. La propuesta de los militares iba más allá: consistía en eliminar de raíz el problema, que en su diagnóstico se encontraba en la sociedad misma y en la naturaleza irresoluta de sus conflictos.
Los mandos militares concentraron en sus manos toda la acción y los grupos parapoliciales de distinto tipo que habían operado en los años anteriores se disolvieron o se subordinaron a ellos. La planificación general y la supervisión táctica estuvo en manos de los más altos niveles de conducción castrenses, y los oficiales superiores no desdeñaron participar personalmente en tareas de ejecución, poniendo en relieve el carácter institucional de la acción y el compromiso colectivo. Las órdenes bajaban hasta los encargados de la ejecución, los Grupos de Tareas (oficiales jóvenes con algunos suboficiales, policías, civiles). La represión fue, en suma, una acción sistemática realizada desde el Estado. Se trató de una acción terrorista, dividida en 4 momentos principales: el secuestro, la tortura, la detención y la ejecución. Para los secuestros cada grupo de operaciones (conocidos como “la patota”) operaba preferentemente de noche, en los domicilios de las víctimas, a la vista de su familia (muchas veces incluida en la operación). Al secuestro le seguía el saqueo de la vivienda, con todo lo cual se conformó el botín de la horrenda operación. El destino primero del secuestrado era la tortura, sistemática y prologada. En principio, servía para arrancar información y lograr la denuncia de compañeros, lugares, operaciones, pero más en general tenía el propósito de quebrar la resistencia del detenido. Los centros clandestinos de detención eran llamados los “chupaderos”. En esta etapa final de su calvario, de duración imprecisa, se completaba la degradación de las víctimas, a menudo mal heridas y sin atención médica, permanentemente encapuchadas. No es extraño que, en esa situación verdaderamente límite, algunos secuestrados hayan aceptado colaborar con sus victimarios. Pero para la mayoría el destino final era el “traslado”, es decir, su ejecución. Ésta era la decisión más importante y se tomaba en el más alto nivel operacional.
No hubo muertos, sino “desaparecidos”. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos reclamaron por 30 mil desaparecidos. Se trató en su mayoría de jóvenes, entre 15 y 35 años. Algunos pertenecían a organizaciones armadas como el ERP o Montoneros. Cuando la amenaza real de las organizaciones cesó, la represión continuó en marcha. Cayeron militantes de organizaciones políticas y sociales, dirigentes gremiales de base y junto con ellos militantes políticos varios, por la sola razón de ser parientes de alguien, figurar en una agenda o haber sido mencionados en una sesión de tortura. Con el argumento de enfrentar y destruir en su propio terreno a las organizaciones armadas, la operación procuraba eliminar todo activismo, toda protesta social, toda expresión de pensamiento crítico, toda posible dirección política del movimiento popular. La sociedad debía ser controlada y dominada por el terror y la palabra. Desaparecieron las instituciones de la República. Los partidos y la actividad política toda quedaron prohibidos, así como los sindicatos y la actividad gremial; se sometió a los medios de prensa a una explícita censura. Se impuso la cultura del miedo. Algunos no aceptaron esto y emigraron al exterior o se refugiaron en un exilio interior. La mayoría aceptó el discurso estatal, justificó lo poco que no podía ignorar de la represión con el argumento del “por algo será”, o se refugió en la deliberada ignorancia de lo que sucedía a la vista de todos. Se produjo una autocensura, la vigilancia del vecino. La sociedad se patrulló a sí misma. El gobierno militar nunca logró despertar ni entusiasmo ni adhesión explícita en el conjunto de la sociedad, pese a que lo intentó cuando se celebró el Campeonato Mundial de Fútbol.
LA ECONOMÍA IMAGINARIA: LA GRAN TRANSFORMACIÓN. Cuando asumió Martínez de Hoz, ministro de economía, debía enfrentar una crisis cíclica aguda. La represión inicial, que descabezó la movilización popular, sumada a una política anticrisis clásica permitió superar la coyuntura. En su diagnóstico, la inestabilidad política y social crónica nacía de la impotencia del poder político ante los grandes grupos corporativos que alternativamente se enfrentaban o se combinaban. Una solución de largo plazo debía cambiar los datos básicos de la economía y así modificar esa configuración social y política crónicamente inestable. El poder económico se concentró de tal modo en un conjunto de grupos de empresarios, transnacionales y nacionales, que la puja corporativa y la negociación ya no fueron ni siquiera posibles. Esta transformación requirió de una fuerte intervención del Estado, para reprimir y desarmar a los actores del juego corporativo, para imponer reglas que facilitaron el crecimiento de los vencedores y aun para trasladar hacia ellos, por la clásica vía del Estado, recursos del conjunto de la sociedad que posibilitaron su consolidación. La ejecución de esta transformación planteaba que la conducción de la economía debía en primer lugar durar en el poder un tiempo suficientemente prolongado, y luego crear una situación que, más allá de su permanencia, fuera irreversible. Martínez de Hoz contó inicialmente con un fuerte apoyo, casi personal, de los organismos internacionales y los bancos extranjeros y del sector más concentrado del establishment económico local. Los militares juzgaban que el descabezamiento del movimiento popular, la eliminación de sus grandes instrumentos corporativos y la fuerte reducción de los ingresos de los sectores trabajadores debía equilibrarse, por razones de seguridad, con el mantenimiento del pleno empleo. Los militares tenían una visión más tradicional de la cuestión del Estado. Las relaciones con los empresarios tampoco fueron fáciles, debido a la cantidad de intereses sectoriales que debían ser afectados.
Luego de intervenir la CGT y los principales sindicatos, reprimir a los militantes, intervenir militarmente muchas fábricas, suprimir las negociaciones colectivas y prohibir huelgas, se congelaron los salarios por tres meses con lo que cayeron en alrededor del 40%. El Estado pudo superar su déficit y las empresas acumular, lo que sumado a los créditos externos rápidamente otorgados permitió superar la crisis cíclica sin desocupación. Se liberó la tasa de interés, se autorizó la proliferación de bancos e instituciones financieras y se diversificaron las ofertas de modo que, la competencia mantuvo alta las tasas de interés, y con ella la inflación. El Estado garantizaba no sólo los títulos que emitía sino los depósitos a plazo fijo, tomados a tasa libre por entidades privadas, de modo que ante una eventual quiebra devolvía el depósito a los ahorristas. La segunda gran modificación fue la apertura económica  y la progresiva eliminación de los mecanismos clásicos de protección a la producción local, vigentes desde 1930. Se disminuyeron los aranceles, sobrevaluación del peso y la industria local debió enfrentar productos importados de precio ínfimo.
La transformación se completó con la llamada “pauta cambiaria” en 1978. El gobierno fijó una tabla de devaluación mensual del peso, gradualmente decreciente hasta llegar en algún momento a cero. La adopción de la pauta cambiaria coincidió con una gran afluencia de dinero del exterior, originado en el reciclamiento que los bancos internacionales debían hacer de los dólares generados por el aumento de los preciso del petróleo, que en 1979 volvieron a subir notablemente. Pero la pauta cambiaria no bastó para reducir las tasas de interés ni la inflación.
Se trataba de un nuevo mercado altamente inestable, pues la masa de dinero se encontraba colocada a corto plazo y los capitales podían salir del país sin trabas. Todas las empresas tuvieron problemas y aumentaron las quiebras. En marzo de 1980, el Banco Central decidió la quiebra del banco privado más grande y de otros tres importantes. Hubo una espectacular corrida bancaria, que el gobierno logró frenar a costa de asumir todos los pasivos de los bancos quebrados. En 1981, debió asumir el nuevo presidente, el general Viola. El gobierno debió endeudarse para cubrir las obligaciones y finalmente tuvo que abandonar la paridad cambiaria sostenida. La devaluación fue catastrófica para las empresas endeudadas en dólares y el Estado terminó en 1982 nacionalizando la deuda privada de las empresas. La era de la “plata dulce” terminaba, mientras que los intereses subían espectacularmente y con ellos el monto de la deuda.
LA ECONOMÍA REAL: DESTRUCCIÓN Y CONCENTRACIÓN. Se proclamó prioridad para las actividades en las que el país tenía ventajas comparativas y podía competir en el mercado mundial. La estrategia centrada en el fortalecimiento del sector financiero, la apertura, el endeudamiento y el crecimiento de algunos grupos instalados en distintas actividades, no benefició particularmente a ninguno de los grandes sectores de la economía. La sobrevaluación del peso llevó a los productores a una pérdida de ingresos y a una situación crítica, que culminó en 1980-1981. Los ingresos del sector agropecuario pampeano se trasladaron al sector financiero y a través de él a la compra de dólares o de artículos importados. Por la pérdida de su tradicional protección, la industria sufrió la competencia de los artículos importados. El producto industrial cayó y también la mano de obra ocupada. La reestructuración de la actividad supuso una verdadera regresión. Las ramas industriales que crecieron y se beneficiaron con la reestructuración fueron sobre todo las que elaboraron bienes intermedios.
En el conjunto de la economía la desocupación fue escasa. La mayor expansión se produjo en la construcción y sobre todo en las obras públicas. En los primeros años el gobierno hizo un esfuerzo sistemático para mantener los salarios bajos. En 1980 el gobierno permitió una mayor libertad a los trabajadores para pactar sus condiciones, pero sin la presencia sindical, lo que estimuló el aumento de las diferencias entre actividades y empresas. A partir de 1981, la crisis, la inflación y la recesión hicieron descender dramáticamente tanto la ocupación como el salario real.
La principal consecuencia de la brutal transformación había sido una fuerte concentración económica pero ahora el principal papel no correspondió a las empresas extranjeras. Junto con algunas transnacionales, crecieron de modo espectacular unos cuantos grandes grupos locales, directamente ligados a un empresario o una familia empresarial exitosos (Macri, Pérez Companc, Fortabat, etc.). Los grupos que crecieron contaron habitualmente con un banco o una institución financiera que les permitió manejarse en forma rápida e independiente en el sector donde, se obtuvieron las mayores ganancias, pero muchos de los grupos que hicieron del banco el centro de su actividad desaparecieron luego de 1980.
En los años de Martínez de Hoz, el Estado realizó importantes obras públicas para las que se contrató a empresas de construcción o de ingeniería. Las empresas del Estado adoptaron como estrategia privatizar parte de sus actividades. Se constituyeron algunas de las más poderosas empresas nuevas y junto con los acreedores extranjeros se convirtieron en los nuevos tutores del Estado.
ACHICAR EL ESTADO Y SILENCIAR A LA SOCIEDAD. Tradicionalmente defendido por los sectores rurales, el liberalismo económico nunca había encontrado eco ni entre los empresarios, ni entre los militares, en quienes pesaba mucho la impronta del estatismo y la autarquía. La panacea consistía en reemplazar la dirección del Estado por la de mercado, que mediante la racional asignación de recursos, destruiría toda posibilidad de colusión entre corporaciones. Paradójicamente el ministro se propuso utilizar todo el poder del Estado para imponer por la fuerza la receta liberal y redimensionar al Estado mismo. Cuando el gobierno se vio sumido en una crisis, correspondido a los acreedores externos la vigilancia y presión sobre los gobiernos para que mantuvieran la política de apertura y liberalización. Los militares eran reacios a que el Estado se desprendiera de las empresas de servios públicos o de aquellas otras ligadas con sus criterios de autarquía. Las empresas de servicios, se endeudaron, se deterioraron y sirvieron para hacer crecer a las contratistas privadas, mientras que por otra parte el Estado se hacía cargo de infinidad de empresas y bancos quebrados por obra de su política económica. Se trataba de una manera paradójica de achicar el Estado. El gasto público creció en forma sostenida, alimentando primero la emisión y luego el endeudamiento externo. Las tres Fuerzas Armadas repartieron prolijamente la administración del Estado y la ejecución de las obras públicas, multiplicando las demandas de recursos.
El Estado ilegal fue corroyendo y corrompiendo al conjunto de las instituciones del Estado y a su misma organización jurídica.
La autoridad del presidente resultó diluida y sometida a permanente escrutinio y limitación por los jefes de las tres armas. Se creó la Junta Militar, con atribuciones para designar al presidente y controlar una parte importante de sus actos. También se creó la Comisión de Asesoramiento Legislativo, para discutir leyes, integrada por tres representantes de cada arma, que obedecían órdenes de sus mandos. Cada uno de los cargos ejecutivos, fue objeto del reparto entre las fuerzas. Todo el edificio jurídico de la República resultó así afectado, al punto que prácticamente no hubo límites normativos para el ejercicio del poder, que funcionó como potestad absoluta del gobernante. La corrupción se extendió a la administración pública.
La Reorganización no se limitó a suprimir los mecanismos democráticos constitucionales o a alterar profundamente las instituciones republicanas. Desde dentro mismo, se realizó una verdadera revolución contra el Estado, afectando la posibilidad de ejercer incluso aquellas funciones de regulación y control que, según las concepciones liberales, le eran propias.
Existieron distintas facciones dentro del ejército: la más fuerte, pero lejos de ser dominante, apoyaba a Martínez de Hoz y estaba liderada por Videla y Viola; otro grupo era el liderado por Menéndez y Mason; el último los constituyó la Marina de Guerra, dirigida por Massera. El grupo de Videla y Viola fue avanzando gradualmente en el control del poder, pero en mayo de 1978 Massera se anotó un triunfo cuando logró que se separaran las funciones de presidente de la Nación y comandante en jefe del Ejército. El desplazamiento de Menéndez fue un triunfo importante de Videla, aunque poco después Viola pasó a retiro y lo reemplazó en el mando del Ejército el general Galtieri. En suma, podría decirse que la política de orden empezó fracasando con las propias Fuerzas Armadas, pues la corporación militar se comportó de manera indisciplinada y facciosa, y poco hizo para mantener el orden que ella misma pretendía imponer a la sociedad. A pesar de esto, durante cinco años lograron asegurar una paz relativa debido a la escasa capacidad de respuesta del conjunto de la sociedad, en parte golpeada o amenazada por la represión y en parte dispuesta a tolerar mucho de un gobierno que aseguraba un orden mínimo.
Los empresarios apoyaron el Proceso desde el comienzo, pero a la distancia. Pese a las coincidencias generales, había desconfianza recíproca. Los empresarios, muy golpeados por la crisis, fueron integrando con creciente entusiasmo el frente opositor. Los sindicalistas se agruparon en dos tendencias: los dialoguistas y los combativos. En abril de 1979 los combativos realizaron un paro general de protesta, que los dialoguistas no acataron, y que concluyó con una fuerte represión y prisión para la mayoría de los dirigentes que lo encabezaron. A fines de 1980 los dirigentes más combativos reconstituyeron la CGT y eligieron como secretario general a Saúl Ubaldini. En 1981 la CGT realizó una huelga general con consecuencias similares a la del ´79. Las huelgas parciales se hicieron más frecuentes e intensas.
La Iglesia inicialmente tuvo una actitud complaciente, y a la vez el gobierno estableció una relación muy estrecha con los obispos, asegurándoles importantes ventajas personales. Pero progresivamente esta respuesta inicial fue dejando paso a otra más elaborada, influida por la orientación conservadora impuesta a la Iglesia romana por el nuevo papa Juan Pablo II. Entonces la Iglesia se propuso renunciar a la injerencia directa en las cuestiones sociales o políticas y consagrarse a evangelizar y volver a sacralizar a una sociedad que se había vuelto excesivamente laica.
En medio de lo más terrible de la represión, un grupo de madres de desaparecidos empezó a reunirse todas las semanas en la Plaza de Mayo, marchando con la cabeza cubierta por un pañuelo blanco, reclamando por la aparición de sus hijos. Al pedir cuentas en nombre de principios como la maternidad, que los militares no podían cuestionar ni englobar en la “subversión”, atacaron el centro mismo del discurso represivo y empezaron a conmover la indiferencia de la sociedad. Pronto, las Madres de Plaza de Mayo se convirtieron en la referencia de un movimiento cada vez más amplio y fueron instalando una discusión pública, fortalecida desde el exterior por la prensa, los gobiernos y las organizaciones defensoras de los derechos humanos.
Este clima empezó a introducir algo de vida a los partidos políticos, a los que el régimen militar había prohibido el funcionamiento público. La prohibición política terminó de hecho en 1981. Se constituyó la Multipartidaria, integrada por el radicalismo, el peronismo y otros partidos políticos. Los partidos se comprometían a no colaborar con el gobierno en una salida electoral condicionada ni a aceptar una democracia sometida a la tutela militar. Se trataba de un acuerdo mínimo. Se reclamaron los únicos depositarios de legitimidad política, e incorporaron las protestas de empresarios y sindicalistas o las vinculadas con los derechos humanos.
LA GUERRA DE MALVINAS Y LA CRISIS DEL RÉGIMEN. Desde 1980 los dirigentes del Proceso discutían la cuestión de la salida política. Les preocupaba la crisis económica, el aislamiento, la adversa opinión internacional y sobre todo los enfrentamientos intestinos. Viola procuró aliviar la situación de los empresarios locales y a la vez trató de concertar la política económica incorporándolos al gabinete. Pero no logró organizar ningún apoyo consistente ni atenuar la crisis por la devaluación y la inflación. A fines de 1981 una enfermedad de Viola dio la ocasión para su derrocamiento y reemplazo por el general Galtieri, quien se manifestó dispuesto a alinear categóricamente al país con EEUU, y apoyarlo en la guerra encubierta que libraba en América Central. El país contribuyó con asesores y armamentos, y obtuvo de EEUU el levantamiento de las sanciones que la administración anterior había impuesto al país por las violaciones a los derechos humanos.
Galtieri se lanzó a la política activa e intentó armar un movimiento en el que los “amigos políticos” sustentaran su propio liderazgo. Encargó la conducción de la economía a Roberto Alemann. Definió sus prioridades en torno de “la desinflación, la desregulación y la desestatización”. Fue en ese contexto cuando se concibió y lanzó el plan de ocupar las islas Malvinas, que aparecía como la solución para los muchos problemas del gobierno. La Argentina reclamaba infructuosamente a Inglaterra esas islas desde 1833, cuando fueron ocupadas por los británicos. Desde la perspectiva de los militares, una acción militar que condujera a la recuperación de las islas permitiría unificar a las FFAA tras un objetivo común y ganar, de un golpe, la cuestionada legitimidad ante una sociedad visiblemente disconforme.
Una acción militar tendría una segunda ventaja: encontrar una salida al conflicto que había creado la cuestión con Chile por el canal de Beagle (canal que une los océanos Atlántico y Pacífico). En 1977, el laudo arbitral lo otorgó a Chile. En 1978, ambos países parecían dispuestos a dirimir la cuestión por las armas cuando decidieron aceptar la mediación del Papa. El Vaticano mantenía lo establecido en el laudo y el gobierno argentino optó por retomar la situación de activa hostilidad con Chile. La agresión a Chile, bloqueada por la mediación papal, fue desplazada hacia Gran Bretaña, el tradicional imperio que se suponía viejo y achacoso. En ninguna de las hipótesis entraba la posibilidad de una guerra.
El 2 de abril de 1982, las FFAA desembarcaron y ocuparon las Malvinas, luego de vencer la débil resistencia de las escasas tropas británicas. El hecho suscitó un amplio apoyo. El general Menéndez asumió como nuevo gobernador militar de las islas. La sociedad que había festejado el triunfo argentino en el campeonato mundial de fútbol ahora celebraba haber ganado una batalla, y con la misma inconciencia se disponía a avanzar, si era necesario, hacia una guerra. La reacción fue sorprendentemente dura en Gran Bretaña. En las discusiones triunfaron los sectores más conservadores, encabezados por la primera ministra Margaret Thatcher, que aspiraba a utilizar una victoria militar para consolidarse internamente. Gran Bretaña obtuvo rápidamente la solidaridad de la comunidad europea. El poderoso bloque que apoyaba a los británicos era apenas contrapesado por el latinoamericano, ampliamente solidario en lo declarativo pero de poco peso militar. Sin respaldos consistentes, el gobierno militar se lanzó al juego grande del primer mundo, suponiendo que luego del hecho consumado, la cuestión se resolvería por medio de una negociación. EEUU trató de encontrar una salida negociada y una fórmula transaccional. Propuso una retirada militar argentina y una administración tripartita conjunta con EEUU, que permitiera restablecer las negociaciones. El gobierno argentino fue víctima de un aislamiento diplomático que resultaba agravado por sus antiguos pecados. El gobierno militar había intentado presionar a EEUU. Los países latinoamericanos mantuvieron su respaldo a la Argentina, pero la resolución que votaron a fines de abril fue lo suficientemente amplia y general como para no implicar un compromiso militar. En momentos en que empezaba el ataque británico a las islas, EEUU abandonó su mediación, el senado votó sanciones económicas a la Argentina y ofreció a Gran Bretaña apoyo logístico. En los últimos días de abril, la fuerza de tareas británica recuperó las islas Georgias. El 1º de mayo comenzaron los ataque aéreos a las Malvinas, y al día siguiente un submarino británico hundió al crucero argentino General Belgrano. La aviación argentina bombardeó la flota británica y le causó importantes daños (hundimiento del Sheffield), pero no la detuvo ni logró impedir que las islas quedaran aisladas del territorio continental.
La manipulación de las informaciones llegaba a un público dispuesto a creer que la Argentina estaba ganando la guerra. El tema del país luego de la guerra se instaló en la opinión pública y reafirmó a los militares en su convicción inicial: no había otra salida que la victoria. El 12 de junio llegó el papa Juan Pablo II, en parte para compensar su anterior visita a Inglaterra, en parte, quizá para preparar los ánimos para la inminente derrota. El conflicto dejó más de 700 muertos o desaparecidos y casi 1300 heridos. Los gobernantes convocaron al día siguiente al pueblo a la Plaza de Mayo, sólo para reprimir en forma extremadamente violenta a aquellos que no podían entender ni admitir la rendición.
LA VUELTA A LA DEMOCRACIA. La derrota agudizó la crisis del régimen militar e hizo públicos los conflictos hasta entonces disimulados. La responsabilidad de la derrota, según el informe de una comisión investigadora, recayó sobre la propia Junta Militar y la llevó a un juicio que concluyó en la condena a los comandantes. La Marina y la Aeronáutica se retiraron de la Junta Militar creando una situación institucional insólita: un presidente designado por el comandante en Jefe del Ejército, el candidato Bignone. Pasado el momento más agudo de la crisis, se produjo una recomposición interna, se renovaron los comandos de la Armada y la Aeronáutica y se reconstituyó la Junta.
Las aspiraciones militares si incluyeron en una propuesta, presentada en noviembre de 1982 y rechazada por la opinión pública en general y por los partidos, que convocaron poco después a una marcha civil en defensa de la democracia. La asistencia fue masiva y, casi de inmediato, el gobierno fijó la fecha de elecciones para fines de 1983, aunque siguió buscando lo que constituía su objetivo fundamental: clausurar cualquier cuestionamiento futuro al desempeño pasado de los militares. Una ley estableció una auto amnistía. Después de un largo letargo, la sociedad despertaba y encontraban nueva resonancia voces que nunca se habían acallado, como las de los militantes de las organizaciones defensoras de los Derechos Humanos y muy especialmente las Madres de Plaza de Mayo. A medida que la represión retrocedía y perdía legitimidad el discurso represivo, empezaron a constituirse protagonistas sociales de distinto tipo, algunos nuevos y otros que habían podido sobrevivir ocultándose. La crisis económica generó motivos legítimos y movilizadotes. La nueva actividad de la sociedad se manifestaba también en los campos más diversos. El activismo renació en las universidades y en las fábricas y lugares de trabajo. Los límites de este despertar de la sociedad se encontraron en la dificultad para agregar las demandas, integrarlas, darles continuidad y traducirlas en término específicamente políticos. Los sindicatos pusieron sus esfuerzos en la recuperación del control de los sindicatos intervenidos. La afiliación a los partidos políticos fue tan masiva que uno de cada tres electores pertenecía a un partido. Hubo un amplio deseo de participación y se animaron los comités o unidades básicas, donde empezaron a volcarse las demandas de la sociedad. También se renovaron los cuadros dirigentes y se incorporaron a los que habían militado en organizaciones juveniles o estudiantiles. Las transformaciones del peronismo fueron notables, pues el viejo movimiento, siempre en tensión con la democracia, se convirtió en un aceptable partido. La renovación, sin embargo, no fue completa: los viejos caudillos provincianos siguieron manteniendo un lugar importante al igual que los dirigentes sindicales.
El radicalismo se renovó por impulso de Raúl Alfonsín, que en 1972 había creado el movimiento de Renovación y Cambio. Durante el proceso se distinguió del resto de los políticos pues criticó a los militares con mucha energía, asumió la defensa de detenidos políticos y el reclamo por los desaparecidos, y evitó envolverse en la euforia de la guerra de las Malvinas. Radicales y peronistas cosecharon amplios votos y dejaron poco espacio para otros partidos. A la derecha, siguió siendo difícil unificar fuerzas diversas, muchas de las cuales se habían comprometido demasiado con el Proceso como para resultar atractivas. Los partidos tuvieron dificultades para dar plena cabida a las múltiples demandas y el deseo de participación, que fue diluyéndose lentamente o se mantuvo al margen de ellos. El crecimiento de los partidos no supuso una eficaz intermediación y negociación de las demandas de la sociedad. Raúl Alfonsín ganó su candidatura en la UCR primero y en las elecciones presidenciales luego, apelando a la Constitución y agregando una apelación a la transformación de la sociedad, que definía como moderna, laica, justa y colaborativa. Estigmatizó al régimen, aseguró que se haría justicia con los responsables y denunció en sus adversarios sus posibles continuadores, por obra del pacto entre militares y sindicalistas.

MIRES – Chile: la revolución que no fue.

En 1970 el candidato de la Unidad Popular, Salvador Allende, obtuvo la mayoría de la votación. Un gobierno que crearía las condiciones institucionales y económicas para que la transición al socialismo fuera posible. A diferencia de otros países donde los revolucionarios habían tomado el poder con las armas, en Chile se haría utilizando la legalidad burguesa. Los comunistas chilenos eran exageradamente pro soviéticos, pero también muy abiertos para concertar alianzas políticas con la burguesía.
Campesinos, estudiantes, pobladores, habían alcanzado un alto grado de movilidad durante el gobierno del demócrata cristiano Eduardo Frei. La derecha política fraccionada. Los proyectos de expropiaciones y nacionalizaciones sustentados por el programa de la Unidad Popular (UP) parecían ser la respuesta de izquierda adecuada a la crisis del país. Las FFAA serán el respaldo de una ordenación social que corresponda a la voluntad popular expresada en la Constitución.
LA DEMOCRACIA CRISTIANA Y SU REVOLUCIÓN EN LIBERTAD. El Partido Demócrata Cristiano (PDC), no pasa de ser un ala modernizante del antiguo Partido Conservador. En su programa había incorporado algunas de las posiciones sustentadas por la Iglesia católica en la encíclica Quadragesimo Anno. La DC representaba en lo económico un proyecto de tipo modernizador e industrialista. Para los empresarios modernizantes la DC era la representación política más adecuada. Al presidente Kennedy, la DC le parecía el antídoto para la revolución cubana en América Latina. Los proyectos modernizantes que postulaba el PDC abrían el paso a nuevas formas de penetración económica externa, un proceso de desnacionalización económico.
Ruptura del pacto social
4                 Concesiones a las empresas mineras extranjeras y a los propietarios tradicionales.
4                 Chilenización del cobre, que implicaba una asociación muy subalterna del Estado con las grandes empresas norteamericanas, ya que el gobierno se comprometía a rebajar las tributaciones y a garantizar el trato cambiario y aduanero.
4                 Se pagó por la rentabilidad de los yacimientos.
POLÍTICA AGRARIA. Explotaciones relativamente generosas con los grandes latifundios. La ley de reforma agraria sólo permitía la expropiación de los predios mal trabajados que tuvieran una extensión superior a 80 hectáreas de riego básico. Lo que interesaba al gobierno era la rentabilidad de la explotación agrícola. Un segundo objetivo de esta reforma era la creación de un sector de empresarios agrícolas. Aunque la reforma agraria del gobierno de Frei no fue muy profunda, tuvo la particularidad de producir algo que la derecha no perdonaría jamás: llevar la activación social al campo.
La democracia chilena había funcionado hasta entonces de acuerdo con un pacto social explícito cuyo secreto consistía en no alterar las relaciones de propiedad en el campo y en no organizar a los llamados marginales en las ciudades. Era una democracia excluyente, funcionaba desde la clase obrera organizada hacia arriba, hacia abajo funcionaba sólo formalmente.
Sea porque para vencer electoralmente la DC requería del concurso de aquellos sectores excluidos del pacto social, sea porque el desarrollo industrialista había alcanzado un punto en el que la coexistencia con el sector oligárquico tradicional yo no era posible, sea por la inflación de las ideas de modernización y cambio, lo cierto es que la DC desató con sus reformas fuerzas sociales que desde un principio escaparon a su control, creando un clima de agitación social. Ocurrió entonces la progresión de las huelgas y tomas de tierra en el campo. Paralelamente a las movilizaciones campesinas comenzaron a desarrollarse las de los pobladores urbanos y suburbanos. La propia DC había impulsado en las poblaciones organizaciones, que se convirtieron en núcleos de movilización popular. Pero de pronto era el mismo gobierno el que enviaba policías o soldados para reprimirlas ¿a quién ser leal, al gobierno o a sus ideas? Ese dilema no tardaría en traducirse en disidencias políticas internas, lo que con frecuencia repercutiría en la inmovilidad gubernamental.
UNA CRISIS DE REPRESENTACIÓN POLÍTICA. El gobierno en el cómodo papel de administrador de la crisis, pactando ocasionalmente con la izquierda y con la derecha para dejar contentos a todos. Los funcionarios estatales realizaron una serie de huelgas. En el sector estudiantil se iniciaba el movimiento de reforma que escapó a la iniciativa del gobierno. El Movimiento de Izquierda Revolucionaria influido desde un comienzo por la revolución cubana, intentó levantar una alternativa revolucionaria en contra del reformismo de la izquierda tradicional. El PDC comenzó a fraccionarse por su lado izquierdo.
La crisis de representación que se vivía no se había transformado en crisis de poder. Ello ocurrió a partir de una huelga dentro del ejército.
LA HUELGA DE LOS UNIFORMES. El movimiento era sólo para protestar respecto a problemas puramente profesionales. No podía ser considerado sino como un desafío a la integridad del Estado. Los del PC llamaron a la movilización de las clase obrera, de los campesinos, de los pobladores, estudiantes y de todos los chilenos a defender sus derechos. El PS buscando diferenciarse hacía una extraña mezcla llamando a los trabajadores no a defender a la institucionalidad burguesa sino a movilizarse para imponer sus reivindicaciones políticas y sociales. La Central Única de Trabajadores (CUT) planteaba que saldrían a la calle a defender los derechos de la clase obrera, y entre ellos también el derecho de nuestro pueblo de darse mañana un gobierno popular.
LA HORA DE LAS CONSPIRACIONES. La UP pudo triunfar en las elecciones de 1970 gracias a las divisiones de la derecha. No obstante esos mismos sectores económicamente divididos se vieron obligados, al día siguiente del triunfo de Allende, a reconstruir una unidad política frente al enemigo común. La UP parecía contar con el apoyo de vastos sectores sociales, entre ellos los trabajadores y su disciplina central sindical. Después del asesinato de Schneider, a la DC no le quedaban más opciones que votar por Allende.
OPOSICION Y CONTRAREVOLUCIÓN. Golpistas formaron la organización Patria y Libertad (PL), que era una copia en miniatura de los partidos fascistas europeos. Mediante atentados terroristas la organización pretendía desestabilizar al gobierno, crear la imagen de ingobernabilidad y obligar a los militares a intervenir. Que entre esta derecha extraparlamentaria y el Partido Nacional existían vínculos, lo sabía todo Chile. El PN había surgido como resultado de una fusión de 2 partidos clásicos: conservador y liberal. El Parlamento sólo tenía sentido para ellos si era útil a la contrarrevolución que tendría lugar fuera de sus muros. La principal táctica del DC consistía en atar legalmente las manos del gobierno y levantar al Parlamento como alternativa al Ejecutivo. La DC intentaría ilegitimar el propio programa de gobierno mediante un proyecto constitucional en donde eran limitados los marcos legales para realizar expropiaciones y nacionalizaciones, lo que naturalmente el gobierno de la UP no podía aceptar. Un tercer paso fue levantar en contra de los planes de estabilización del gobierno una consigna llamando a formar empresas de trabajadores. La DC terminaba por lo común plegándose a las convocatorias de la derecha.
A MODO DE EXCURSO: LOS PECADOS ORIGINALES DE LA UNIDAD POPULAR. Los pecados originales eran fundamentalmente dos: la fijación al estado y el propio programa de gobierno.
La fijación de la Unidad Popular al Estado. A pesar de las diferencias existentes entre los partidos que conformaban el UP, la entendían como una fuerza revolucionaria, que a través del gobierno ocupaba el Estado burgués, desde donde crearía condiciones para transitar hacia el socialismo apoyándose en la movilización de las masas, dirigidas por el proletariado. La izquierda no llegó desde fuera a ocupar el Estado, por la sencilla razón de que siempre había estado dentro de él. Quizás el rasgo más común a todos los partidos de la izquierda chilena era la abierta contradicción entre lo que eran y lo que creían. El PS no se dejaba entender en términos puramente clasistas, y ahí residía su originalidad: la de ser un partido de izquierda popular en condiciones de articular políticamente las demandas de distintos sectores sociales subalternos.
Fue la recepción de tipo vanguardista que nació de una falsa lectura de la revolución cubana, la que alteró la naturaleza real del partido. Con la ideología en una parte y con la práctica en otra, el partido no sólo desdibujaría su propia imagen, sino que además bloquearía toda posibilidad de diálogo con el centro político, algo que Allende necesitaría en un momento dado.
UP, sus partidos, el MAPU y la Izquierda Cristiana venían nada menos que de la DC. El Partido Radical era el resto de un partido histórico que durante más de dos décadas fue el representante de las clases medias. Ni siquiera constituía la UP un frente popular. Era una asociación de partidos parlamentarios de izquierda que rotaban en torno al eje comunista-socialista. La UP era una combinación de partidos políticos de izquierda que por medios de vinculaciones parlamentarias articulaba con el Estado a fracciones del movimiento sindicalmente organizado. La adhesión al Estado y la autodefinición revolucionaria de los partidos de la UP, originarían una extraña ideología en donde se mezclaba la idea leninista del asalto del poder con la fidelidad más estricta a las instituciones gubernamentales. El poder revolucionario representado en el gobierno y el poder contrarrevolucionario, en el Parlamento. El gobierno consideraba ilegal toda iniciativa popular que no proviniera de él mismo.
La izquierda unida en concepción ahora con el propósito de encauzar las movilizaciones desatadas en mayo, convocó a una Asamblea Popular de carácter deliberativo y no resolutivo. En el gobierno pensando que se estaba formando algo parecido a los soviets, se apresuró a desautorizar la asamblea. Allende envía una extraña carta diciendo que no tolerará que nada ni nadie atente contra la plenitud del legítimo gobierno del país. Por un lado censuraba a la Asamblea por no constituirse como poder alternativo, y luego destacaba que el gobierno no toleraría ese tipo de poder. Lo cierto era que en esos momentos tenía lugar no una contradicción entre dos poderes, sino entre legalidad carente de contenido social y otra aprobada activamente por los sectores populares. El gobierno se arrinconaba cada vez más en el interior del Estado.
Las limitaciones del programa. El segundo pecado original de la UP se encontraba en su propio programa. Este planteaba sólo desbloquear los llamados obstáculos del desarrollo terminando con el poder del capital monopólico nacional y extranjero, y con el latifundio, a fin de comenzar la edificación del socialismo. En este marco era postulada una alianza económica entre una supuesta fracción de capitalistas nacionales como productores, y sectores asalariados como consumidores. Se trata de activar el desarrollo por medio de la intervención técnica del Estado. El carácter parasitario y dependiente del empresariado local llevó a reaccionar frente al aumento de las demandas, aumentando los precios y no la producción. Eso lleva a la inflación. El programa de la UP no estaba hecho para una realidad como la chilena: una burguesía nacional destinada a convertirse en aliada antiimperialista del proletariado, solo existía en la imaginación de quienes lo concibieron. Al comprobar que las medidas económicas provocaban efectos contrarios a los previstos, exigieron una expropiación acelerada de los supuestos aliados y una mayor movilización popular.
Tres áreas de la economía: la social, la mixta y la privada. En teoría durante el gobierno quedaría asegurada la hegemonía del área social, pues en ella se encontraba empresas consideradas estratégicas. Con ello el 60% de los trabajadores no eran favorecidos por el programa. Como es natural tales obreros comenzaron a movilizarse, a los partidos de gobierno no le quedó otra que oponerse a tales movilizaciones, calificándolas de acciones ultra izquierdistas, o apoyándolas, con lo que violaban el programa. En el campo ocurrían hechos similares. El propio programa de la UP al excluir a vastos sectores populares, convertía a sus movilizaciones en ultra izquierdistas. El programa era excluyente y discriminatorio. Era incapaz de ganar el apoyo del sector medio. Estaba a la vista el error de no haber ganado el apoyo de la mayoría de los sectores populares.
EL SURGIMIENTO DEL PODER GREMIAL. Mientras el gobierno de la UP bloqueaba las iniciativas de sus partidarios, la derecha no tenía complejos para actuar fuera de la legalidad vigente. El gobierno solo podía reaccionar con acusaciones judiciales. La derecha desataba en el Parlamento un verdadero terrorismo legal, destituyendo intendentes, gobernadores, ministros. Demostrando que el país se encontraba en una situación de ingobernabilidad. 1972 los parlamentarios demócrata-cristianos comenzaron a exigir la renuncia de Allende. Era necesario que la contrarrevolución se viera dotada de un organismo extraparlamentario. Este fue el poder gremial, que gozaban de una relativa autonomía.
Durante el gobierno de Allende los gremios rebasaron su marco tradicional de acción y pasaron a adoptar tareas políticas que los partidos no podían cumplir, planteándose abiertamente el derrocamiento del gobierno. El poder gremial se constituyó como tal al convocar a una huelga de empresarios y profesionales a realizarse en el mes de octubre del ‘72. Después de esa experiencia se comenzó a poner al poder gremial en el mismo nivel que al poder político y al militar. Se estaba diciendo que los gremios no aceptan la simple subordinación a los partidos. Pero la existencia del poder gremial solo adquiere sentido a través de su articulación con el poder militar. Si bien quienes producían al poder gremial eran los sectores más poderosos económicamente y los más vinculados a las empresas extranjeras, quienes desempeñaron el papel decisivo fueron sus segmentos inferiores. Adquirieron gran relevancia las movilizaciones juveniles y las mujeres. La derecha logró la politización de las mujeres como tales.
EL FRACAZO DEL PARO PATRONAL. En octubre de 1972 estalló el paro patronal. Su objetivo era crear las condiciones para un golpe. Los partidos de la derecha y el PL realizaron una marcha por el centro de Santiago. Los camioneros, chóferes y empresarios del transporte de colectivo y los comerciantes, fueron los primeros en plegarse al paro. Le siguieron los colegios profesionales. Por si fuera poco la situación económica era desastrosa: inflación, el mercado negro regía más que el oficial. Los sectores medios estaban enardecidos en contra del gobierno y los militares ya deliberaban en los cuarteles. Sin embargo el golpe no se produjo. 1º razón. La derecha y los gremios habían subestimado la capacidad de movilización de los trabajadores y el apoyo que éstos todavía daban al gobierno. El hecho de que los empresarios hubiesen convocado le dio un contenido clasista a la acción. El hecho de que algunos sectores de trabajadores ya no estuviesen contentos con el gobierno no significaba que por eso apoyarían a los empresarios. Se dieron los primeros pasos para la constitución de organismos de representación popular más amplios como los consejos comunales. Tales organizaciones aparecían ligadas a los modos tradicionales de movilización de los trabajadores. 2º razón. Hay que encontrarla en las vacilaciones de la DC. Un obstáculo eran las expectativas que la DC barajaba para las próximas elecciones parlamentarias. Cuando el paro patronal generó una correlación de fuerzas que favorecía al gobierno, la DC se abrió en un extraño abanico. 3º razón. Hay que encontrarla en el hecho de que la articulación entre los tres poderes señalados no era la más óptima. Tampoco la unidad funcionaba perfectamente en el interior de cada uno de ellos. Cuando el carácter puramente político del paro quedó al desnudo, unos cuantos gremios optaron por desertar. Los propios golpistas parecían estar divididos entre aquellos que querían dar un golpe inmediatamente y los que preferían esperar. Había un sector que esperaba se decidieran las correlaciones de fuerzas dentro de las FFAA para sumarse al sector más poderoso, entre ellos se encontraba Augusto Pinochet. Allende llama a los militares a ocupar funciones de gobierno, convirtiéndolos así en diques frente a la contrarrevolución civil. Él sabía el riesgo que corría, pero en esos momentos no tenía muchos medios para asegurar la continuidad del gobierno.
LOS MILITARES AL GOBIERNO. El poder gremial, aparentando obedecer a los militares suspendió el paro. Los parlamentarios de derecha comenzaron a construir la imagen de que había dos autoridades: el gobierno de Allende, culpable de todos los males de la humanidad; y los militares, ingenuas víctimas del mal gobierno. La derecha advirtió que para allanar el camino a una salida golpista, era necesario separar al sector constitucionalista de las FFAA. Los militares constitucionalistas se convertirían en un blanco. EL PN ya antes del golpe había delegado la iniciativa a los militares golpistas. Con la ley Carmona (militar llamado por Allende a ocupar cargos de gobierno) o ley de control de armas los militares quedarían facultados para detener a personas o allanar lugares en busca de armas frente a cualquier denuncia que se presentara sobre la materia. Gracias a esa ley, los militares golpistas salieron a la calle, allanaron sindicatos, poblaciones y locales de los partidos de la UP y torturaron a sus prisioneros.
LA HUELGA DE LOS OBREROS DE EL TENIENTE. El golpe más duro recibido por el gobierno provenía de aquellos sectores a los que consideraba su base de apoyo natural, el movimiento obrero, y nada menos que los obreros de las minas de cobre. EL PC y el PS ordenaron a sus militares retirarse de la huelga sin demasiado éxito. Al retirarse privaban al movimiento de su persuasión política, o de la posibilidad de que fuera canalizado contra la derecha. Ambos partidos violaron acuerdos vivos entre los trabajadores del cobre, estaba establecido que siempre que un mineral de cobre fuese a la huelga, los demás deberían apoyarla. En octubre de 1972 la posibilidad golpista fue bloqueada por la unidad mostrada por los trabajadores; en abril del 73 se abría una gran fisura entre los trabajadores y entre estos y el gobierno.
EL GOLPE DE JUNIO. En distintas empresas los trabajadores se movilizaban en contra de los empresarios, buscando el apoyo del gobierno. Entre los sectores populares surgían algunas organizaciones autónomas. Los golpistas llamaban públicamente al golpe. La única fuerza capaz de superar este trance está constituida por el poder moral y militar de las FFAA, el respaldo de los hombres de trabajo a través del movimiento gremial y del nacionalismo como ideología integradora. El 29 de junio se produjo el intento de golpe de Estado. En la madrugada de ese día los tanques comenzaron a disparar contra la Casa Presidencial. Esto constituyó un ensayo para el golpe de septiembre. Había una vacilante y desorganizada defensa popular del gobierno. Toma de fábricas sin la más mínima preparación, personal que salía la calle a protestar sin armas, era prueba de que aquello de las masas armadas no era más que un mito de la derecha, a veces ingenuamente propagado por la izquierda.
En la noche de ese día, la CUT convocó a un acto de masas frente a La Moneda el presidente un discurso tranquilizador. Por el tenor de sus palabras daba la impresión de que más de la mitad de las FFAA apoyaban al gobierno.
LA AGONÍA DE UN GOBIERNO POPULAR. Los dólares norteamericanos llenaban las arcas de la oposición. Amparados en la Ley de Control de Armas, los militares allanaban las fábricas y cordones industriales. El 4 de Septiembre en todo el país tenía lugar gigantescas manifestaciones. Allende trató de repetir su jugada de octubre repartiendo ministerios entre generales. Ya las fuerzas armadas estaban preparándose para el golpe final. A la renuncia de Prats exigida informalmente por los suboficiales subalternos, le sucedió Pinochet, demostró en esos momentos ser un verdadero maestro de la traición. El partido de la contrarrevolución seleccionaba a sus dirigentes. Al tomar el poder los generales declararon que su pronunciamiento había sido para evitar la guerra civil. La DC exigía a Allende nada menos que una mayor incorporación de militares a su gabinete; eso significaba que rompiera con su partido, con gran parte de la UP, y que se golpeara a si mismo. Fracasada la solución política, la militar no tardaría en imponerse. Es imposible no darse cuenta de la sincronización existente entre la escalada civil y el golpe. El 3 de junio, los estudiantes universitarios pedían la renuncia de Allende, el 5 los obispos de derecha, el 12 la cámara de diputados declaró ilegal al gobierno, el 18 la Sociedad de fomento Fabril señaló que el gobierno era ilegal, el 30 de agosto la Universidad Católica pide la renuncia de Allende, el 3 de septiembre la confederación de profesionales pide la rectificación del gobierno, el 5 un presbítero pide la renuncia de Allende, el 6 las mujeres gremialistas piden la renuncia, el 10 el comando multigremial pide la renuncia, y el 11 LA Moneda ardía en llamas. Adentro, el cadáver de un presidente.

ROMERO – Capítulo 8.

LA ILUSIÓN DEMOCRÁTICA. Raúl Alfonsín asumió el 10 de diciembre de 1983 y convoco a una concentración en la Plaza de Mayo para marcar las continuidades y las rupturas con la tradición política anterior. Pronto se puso en evidencia tanto la capacidad de resistencia de los enemigos juzgados vencidos como la dificultad de satisfacer toda clase de demandas que la sociedad esperaba ver resueltas, quizás porque a la clásica imagen del Estado providente se sumaba la convicción de que el retorno a la democracia suponía la solución de todos los problemas. Pero éstos problemas subsistían, y sobre todo los económicos. La economía se encontraba desde 1981 en un estado de desgobierno y casi de caos: inflación desatada, deuda externa multiplicada, etc. La incertidumbre acerca de la capacidad del gobierno democrático se extendía a los otros campos, donde los poderes corporativos (militares, iglesia, etc.) habían demostrado tener una enorme fuerza. Pero casi todos ellos habían quedado comprometidos con el régimen caído y se encontraban a la defensiva. El adversario político principal del radicalismo gobernante, el peronismo, vivía una fuerte crisis interna, latente desde antes de la elección pero agudizaba luego de lo que fue, en toda su historia, la primera derrota electoral. El poder que administraba el presidente era, a la vez, grande y escaso. Controlaba la mayoría en la Cámara de Diputados pero no controlaba en su mayoría al Senado. Fuerte en la escena política, el radicalismo no tenía en cambio muchos apoyos consistentes en el ámbito de los poderes corporativos, un territorio donde sus adversarios peronistas se movían en cambio con toda fluidez. Se trataba de una identidad política fundada en valores éticos, que subsumían los intereses específicos de sus integrantes, en muchos casos representados precisamente por aquellas corporaciones, pero que en el entusiasmo de la recuperación democrática quedaban postergados.
No obstante, hasta 1987 el gobierno mantuvo la iniciativa, buscando caminos alternativos y presentando ante cada contraste nuevas propuestas. En el diagnostico de la crisis, los problemas económicos parecían por entonces menos significativos que los políticos: lo fundamental era eliminar el autoritarismo y encontrar los modos auténticos de representación de la voluntad ciudadana. Coincidiendo con los deseos de la sociedad, las consignas fueron la modernización cultural, la participación amplia y sobre todo el pluralismo y el rechazo de todo dogmatismo. El gobierno atribuyo gran importancia a la política cultural y educativa, destinada a remover el autoritarismo que anidaba en las instituciones. Los intelectuales se incorporaron ala política, y la política se intelectualizó. Su presencia fue habitual en los medios de comunicación. El punto culminante de esta modernización cultural fue la aprobación de la ley que autorizaba el divorcio vincular y posteriormente la referida a la patria potestad compartida lo que provoco la oposición de los sectores mas tradicionales de la Iglesia católica. La iglesia, que en 1981 se había definido por la democracia, fue evolucionando hacia una creciente hostilidad al gobierno radical y a un cuestionamiento del régimen democrático mismo. Estos sectores de la iglesia, que pasaron a dominarla, asumieron el papel de censor social, con un discurso de combate en el que la democracia resultaba ser el resumen de los males del siglo: la droga, el terrorismo, el aborto o la pornografía.
El gobierno mantuvo una buena relación con EEUU, que respaldó con firmeza las instituciones democráticas, cortando cualquier vinculación con militares nostálgicos, y apoyo luego los diversos intentos de estabilización de la economía.
LA CORPORACIÓN MILITAR Y LA SINDICAL. El camino para el gobierno radical se hizo más empinado cuando afrontó los problemas de las dos grandes corporación cuyo pacto había denunciado en la campaña electoral: la militar y la sindical. Quedo claro que el poder del gobierno era insuficiente para forzar a ambas a aceptar sus reglas. La sociedad se entero por los medios de comunicación, las denuncias judiciales y el informe realizado por la CONADEP de las atrocidades de la represión. Dentro de la misma se manifestaron confusiones y ambigüedades pero la mayoría exigió justicia amplia y exhaustiva. La institución militar rechazo la condena de la sociedad, alegando que su accionar contó con el apoyo general, incluso de los políticos luego sumados al coro de los detractores, y a lo sumo estaban dispuestos a admitir excesos propios de una guerra sucia. Alfonsín, que si bien compartía los reclamos de la sociedad, también estaba preocupado por encontrar la manera de subordinar las FFAA al poder civil, de una vez para siempre. Para ello proponía algunas distinciones entre los mayores responsables y los que se veían obligados a cumplir órdenes. El gobierno confiaba en que las propias FFAA se comprometieran a esta propuesta. El primer contratiempo se hizo evidente cuando los militares se negaron a revisar su acción y a juzgar a sus jefes. En abril de 1985 comenzó el juicio público contra los ex comandantes. A fines de ese año, después de que el gobierno ganara las elecciones legislativas, se conoció el fallo, que condenó a los ex comandantes. De ahí en más la justicia siguió activa dando curso a las múltiples denuncias contra oficiales de distinta graduación, citándolos y acusándolos.
Se llegó al episodio de Semana Santa de 1987 donde un grupo de oficiales, encabezados por el coronel Aldo Rico, se acuarteló en Campo de Mayo exigiendo una reconsideración de la conducta del ejército a su juicio injustamente condenado. No tuvieron respaldo de la sociedad. La reacción de la sociedad civil fue unánime y masiva y todas las organizaciones de la sociedad manifestaron activamente su apoyo al orden institucional. La reacción masiva corto toda posibilidad de apoyo civil a los amotinados. Durante las cuatro tensas jornadas hubo negociaciones que no se concretaron hasta que Alfonsín no se reunió con los amotinados. Se llego a un extraño acuerdo. El gobierno sostuvo que haría lo que ya había decidido hacer, lo que sería la ley de Obediencia Debida que exculpaba masivamente a los subordinados y los amotinados no impusieron ninguna condición. Para la sociedad era el fin de la ilusión de la democracia. Para el gobierno, el fracaso de su intento de resolver de manera digna el enfrentamiento del Ejército con la sociedad.
Comparativamente, el combate con la corporación sindical, que tuvo resultados similares, fue mucho menos heroico. El poder sindicalista se hallaba debilitado por la derrota electoral del peronismo y por el repudio de la sociedad a las viejas practicas de la corporación. El gobierno se propuso aprovechar esa debilidad relativa y se lanzo a democratizar los sindicatos, para abrir las puertas a un espectro más amplio de corrientes. El ministro Mucci proyecto una ley de normalización institucional de los sindicatos. Se trataba de un desafío frontal, ante el cual se unificaron todas las corrientes del peronismo, gremial y político: en marzo la ley fue aprobada en la Cámara de Diputados, pero el Senado la rechazó, por un único pero decisivo voto. De inmediato el gobierno arrió las riendas y puso funcionarios mas flexibles al frente de la negociación con los gremialistas y acordó con ellos nuevas normas electorales.
Entre 1984 y 1988, cuando decidió concentrar su atención en la campaña electoral, la CGT organizó trece paros generales contra el gobierno constitucional. Se apoyo en las indudables tensiones sociales generadas por la inflación y los comienzos del ajuste del sector estatal, que movilizo a los empleados públicos, pero su carácter fue dominantemente político. Los sindicalistas lograron expresar de manera unificada el descontento social, e integrar a sectores no sindicalizados (los jubilados) pero también hicieron alianzas con los empresarios, la iglesia y los grupos de izquierda.
El gobierno pudo resistir bien el fuerte embate sindical, pese a los inconvenientes que significaba para la estabilización económica, en tanto contó con el apoyo consistente de la civilidad y de la escasa presión de de otras fuerzas corporativas. La apertura de distintos frentes de oposición, muy particularmente el militar, impulsaron al gobierno a una maniobra audaz: concertar con un grupo importante de sindicatos y nombrar a uno de sus dirigentes en el cargo de ministro de trabajo.
Luego de la victoria del peronismo en la elección de septiembre de 1987, el gobierno prescindió de su ministro sindicalista aunque mantuvo los compromisos. Con la nueva legislación, el poder de la corporación sindical quedaba plenamente reconstituido y la ilusión de la civilidad democrática de someterlos a sus reglas se desvanecía.
EL PLAN AUSTRAL. Pese a que el flujo de capitales se había cortado desde 1981, la deuda externa seguía creciendo por la acumulación de intereses, al punto de que a fin de la década duplicaría los valores de 1981, y el Estado, que en 1982 había asumido la deuda de los particulares, cargaba con el pago de unos servicios que insumían buena parte de sus ingresos corrientes. El Estado, a su vez, afrontaba un déficit creciente, cuyo origen lejano quizá podía ubicarse en la magnitud del aparato de servicios sociales crecido en épocas de mayor bonanza pero0 sobre todo en la más reciente caída de sus recaudaciones, en el peso de los pagos al exterior y en la magnitud de las subvenciones de todo tipo que recibían de los sectores empresarios ligados a él en forma parasitaria. El problema, que en lo inmediato repercutía en una inflación permanente que distorsionaba las condiciones de la economía, afectaba finalmente la propia capacidad del Estado para gobernar efectivamente la economía y la sociedad misma. A principios de 1985, cuando la inflación amenazaba desbordar en una hiperinflación, la conflictividad social agudizaba. Alfonsín reemplazo a su ministro de economía por Juan Sourrouille, un técnico recientemente acercado al radicalismo, que lo acompaño casi hasta el final de su gobierno. Para formular su plan de acción, el ministro necesitó de 4 meses que fueron duros para el gobierno. El catorce de mayo de 1985, finalmente, se anuncio el nuevo plan económico, bautizado como Plan Austral. Su objetivo era superar la coyuntura adversa y estabilizar la economía en el corto plazo, de modo de crear las condiciones para poder proyectar transformaciones más profundas, de reforma o de crecimiento. Pero lo urgente era detener la inflación. Se congelaron precios, salarios y tarifas de servicios públicos, se suprimió la emisión monetaria para equilibrar el déficit fiscal. Símbolo de una nueva etapa, se cambiaba la moneda y el peso era reemplazado por el austral.
El plan se sustentaba exclusivamente en el respaldo del gobierno, de incierto valor, y en su capacidad para suscitar apoyo de la sociedad. Rápidamente logro frenar la inflación y así se gano el apoyo general, para lo cual fue decisivo que el plan no afectara específicamente a ningún sector de la sociedad. Se trataba del plan de todos. El gobierno obtuvo su premio en las elecciones parciales de noviembre de 1985, logro un claro éxito electoral que significaba el apoyo general de la civilidad a la política económica. La novedad era que las cuestiones económicas habían pasado al primer plano. La placidez duró poco. Ya desde fines de 1985 se advirtió la vuelta incipiente de la inflación, que el gobierno debió reconocer en abril de 1986 con un sinceramiento y ajuste parcial. La reaparición tan rápida de los viejos problemas indicaba que, en el fondo, nada había cambiado demasiado. A medida que se hacía mas clara la necesidad de encarar soluciones a fondo, el gobierno radical descubría que sus bases de apoyo eran más tenues. Quizá por eso a principios de 1987, cuando se volvía a agudizar la conflictividad social, el gobierno decidió recostarse en los grandes grupos corporativos a los que en un principio había acusado y combatido.
LA APELACIÓN A LA CIVILIDAD. Inicialmente el gobierno radical solo había sido tolerado por las grandes corporaciones, de modo que debía respaldarse con su poder institucional. Pero allí también su apoyo era limitado, particularmente en el Congreso. Esta situación planteaba un problema para el gobierno, necesitado de un fuerte apoyo institucional en la resolución de los problemas de la crisis, y también para el proceso, todavía frágil de institucionalización de la democracia.
Los grandes apoyos del gobierno se encontraban en el radicalismo, y en el amplio conjunto de la civilidad que directa o indirectamente lo había respaldado. La UCR había sido tradicionalmente el gran partido de la civilidad, y el que contaba con mayores antecedentes y capacidades para organizarla y galvanizarla. Se trataba de un partido completo y fragmentario, en el que coexistían variadas tendencias y donde se representaban múltiples intereses, a menudo de peso local o regional, todo lo cual daba un gran mosaico, difícil de unificar. El pacto entre Alfonsín y la civilidad se selló en la notable campaña electoral de 1983, en sus grandes actos masivos y en la fe común en la democracia como panacea. Conciente de que allí residía su gran capital político, Alfonsín siguió utilizando esa movilización, convocándola, por ejemplo, a la Plaza de Mayo para resolver situaciones difíciles. Pero, sobre todo, trabajó en su educación, en la constitución de la civilidad como un actor político maduro y conciente.
EL FIN DE LA ILUSIÓN. El año 1987 fue decisivo para el gobierno de Alfonsín. El episodio de Semana Santa representó la culminación de la participación de la civilidad, el máximo de tensión que se podía alcanzar, y al mismo tiempo la evidencia de su limitación para doblegar un factor de poder igualmente tensado. Alfonsín perdió la exclusividad del liderazgo sobre la civilidad. Las mayores ganancias fueron para el peronismo renovador. En un clima de deterioro económico y de creciente inflación, las elecciones de septiembre de 1987 les dieron un triunfo importante. El gobierno sintió fuertemente el impacto de una derrota que cuestionaba su misma legitimidad y su capacidad de gobernar, y desde entonces hasta que traspasó el gobierno, en julio de 1989, las dificultades para su gestión fueron crecientes, hasta llegar a convertirse en un calvario. Desde el punto de vista del gobierno quedaba claro que no acertaba a conformar a la civilidad ni a los oficiales. En definitiva, había fracasado el proyecto de reconciliar a la sociedad con las FFAA.
La cuestión política tampoco se cerró satisfactoriamente para la civilidad democrática. Luego de la elección de septiembre de 1987 creció la figura de Antonio Cafiero, gobernador de Buenos Aires, presidente del partido justicialista y jefe del grupo renovador, que se perfilaba como candidato de su partido y sucesor de Alfonsín. En muchos aspectos, Cafiero y los renovadores habían remodelado el peronismo a imagen y semejanza del alfonsinismo para asegurar el tránsito ordenado de un gobierno a otro. Quizás eso los perjudicó frente al candidato rival dentro del peronismo: el gobernador de La Rioja, Carlos Menem, quien demostró una notable capacidad para reunir en torno suyo todos los segmentos del peronismo. Con este heterogéneo apoyo logro la victoria en las elecciones internas, y en julio de 1988 quedó consagrado candidato a presidente.
El 6 de febrero de 1989 el gobierno anunció la devaluación del peso e inició un período en el que el dólar y los precios subieron vertiginosamente y la economía entró en descontrol. En este clima se voto el 14 de mayo de 1989. El partido justicialista obtuvo un rotundo triunfo y Carlos Menem quedó consagrado presidente. El traspaso debía realizarse el 10 de diciembre pero estaba claro que el gobierno actual era incapaz de gobernar hasta esa fecha. Alfonsín renunció anticipando el traspaso del gobierno. La imagen de 1983 se había invertido, y quien había sido recibido como la expresión de la regeneración deseada se retiraba acusado de incapacidad y claudicación.

SIDICARO – Los tres peronismos, capítulo 4.

EL GOBIERNO 1989-1999. El gobierno presidido por Menem se inició caracterizado por la agudización de la crisis de las capacidades estatales. En esas condiciones, el poder de intervención de actores socioeconómicos predominantes había aumentado. Por otra parte, los recursos políticos del peronismo se encontraban debilitados. El país no tenía los sindicatos fuertes ni los sólidos tejidos laborales de las épocas anteriores. Los años ’70 habían modificado las bases materiales y las referencias simbólicas de la identidad peronista. Una manifestación de la disolución de las referencias ideológicas peronistas la ofreció el hecho de que cuando Menem orientó su proyecto hacia el liberalismo económico no recibió críticas públicas provenientes de su movimiento.
En el centro de la escena empresaria de 1989 sobresalía el protagonismo de algunos grandes grupos económicos de capital nacional, consolidados durante la dictadura y fortalecidos en la gestión de Alfonsín, cuyas preocupaciones por incrementar sus patrimonios los llevaban a buscar decisiones estatales puntuales. A esos grupos los medios de prensa y sus críticos lo designaban con el nombre de “capitanes de la industria”, de connotaciones alusivas a la producción, pero sus enriquecimientos estaban ligados a la especulación y a los contratos y ventajas obtenidas de sus relaciones con los aparatos estatales.
Desde los ’80, la deuda externa se había convertido en un límite de las decisiones públicas. El problema afectaba a muchos países periféricos y el gobierno de EEUU y organismos financieros internacionales elaboraron un programa de alternativas para encontrar una salida a las dificultades de los acreedores y de los deudores en los comienzos de los ’90, conocido como el “Consenso de Washington”. Este programa aconsejaba ofrecer ventajas a las inversiones extranjeras, privatizar las empresas estatales y abrir y desregular las economías nacionales. La nueva situación internacional podía ser interpretada como el fin de la división del mundo y el comienzo de la dominación unipolar de EEUU.
LAS TRANSFORMACIONES DEL PERONISMO 1976-89. La mayoría de los altos funcionarios del gobierno destituido en 1976 perdió figuración pública con la instauración de la dictadura. Los militares encarcelaron a dirigentes partidarios nacionales y provinciales, pero la represión se ejerció, especialmente, contra la dirigencia sindical intermedia y los miembros o simpatizantes de las orientaciones más radicalizadas. Un elevado porcentaje de los altos dirigentes del justicialismo aceptó la “hibernación”, otros abandonaron la política y otros colaboraron con los militares. Los sindicalistas peronistas se encontraron en situaciones más complejas que los dirigentes políticos. La caída de los salarios y la represión de las protestas laborales, los impulsaron más temprano a la palestra pública y al primer año de la dictadura se difundió un documento criticando la política económica y las prohibiciones de las actividades gremiales. Desde 1979, ante los signos de agotamiento del régimen, los sindicatos relanzaron las luchas vinculándolas con la política nacional. En abril, una huelga marcó un giro con respecto a lo sucedido hasta entonces, y a fines del año siguiente con la reorganización de la CGT y la designación de Ubaldini como cargo de secretario gral., los sindicatos ensancharon la arena de su acción en el plano nacional y en el seno del peronismo.
Con la apertura electoral, el candidato radical Alfonsín denunció un supuesto pacto militar-sindical, cuya verosimilitud puso a los jefes gremiales a la defensiva frente a la efervescencia democrática de la ciudadanía.
La multipartidaria Nacional, convocada en 1981 por los partidos Demócrata Cristiano, Intransigente, Justicialista, Movimiento de Integración y Desarrollo y la UCR, inició las discusiones sobre objetivos no limitados únicamente al reclamo del retorno al régimen democrático. En los análisis de la situación social, política y económica se diseñaban alternativas y posibles soluciones a los problemas nacionales, con consensos sobre la necesidad de mejorar la equidad social, estimular las actividades productivas, afianzar el sistema educativo y cultural. Con respecto a los sectores propietarios beneficiados por el “proceso”, la Multipartidaria sostenía que la dictadura había implantado una política que degrada el nivel de vida de los trabajadores. La certeza de su seguro triunfo electoral se reflejó en ciertos documentos cautos y menos optimistas elaborados por los especialistas en economía del peronismo. Cabe destacar el texto de la Comisión Económica del PJ, abordando cuestiones relacionadas con las consecuencias del “proceso” sobre la situación estatal. La acción estatal debía intervenir, sostenía el documento, en las relaciones entre asalariados y empresarios dado que “no compartimos la visión liberal del Estado, que significa intervenir a favor del más fuerte”. Las capacidades estatales se encontraban debilitadas, y el proyecto social y económico peronista carecía de las condiciones institucionales, según sus economistas, para su realización. Sin el papel organizador del Estado no era posible ejecutar políticas capaces de satisfacer las expectativas y necesidades acumuladas en los sectores de la población que apoyaba al peronismo ni, tampoco, asegurar un gobierno estable. Así, la Comisión Económica del PJ preveía la fragilidad de la futura administración democrática.
En las elecciones de 1983, Ítalo Luder, con el 40% de los sufragios, fue vencido por Alfonsín que logró el 52%. En el plano del gran empresariado, el miedo al posible triunfo peronista condujo a los dirigentes de la Sociedad Rural Argentina, que tiempo atrás pedían la continuidad de la dictadura, a celebrar el triunfo del radical. En el mundo simbólico del peronismo, la SRA seguía ocupando el lugar identificado con la “oligarquía”.
No pasó mucho tiempo de la derrota electoral para que las preocupaciones por reconquistar las mayorías electorales inspiraran la formación de la corriente de “renovación peronista”. Sus dirigentes deseaban organizar un partido político con estructuras normales y ponerse en consonancia con las aspiraciones democráticas. La “renovación” expresaba la adaptación a transformaciones económicas, políticas y sociales de las que sus dirigentes percibían sólo los reflejos políticos en el plano electoral y partidario. La facción liderada por Menem en las luchas por la candidatura presidencial expresaba las transformaciones del peronismo. En las elecciones nacionales de 1989, la fórmula Menem-Duhalde obtuvo el 47% de los sufragios, en una alta proporción originarios de los medios sociales de menores recursos, en tanto que el candidato de la UCR, Angeloz, el 36%.
LA DÉCADA DE MENEM. Las iniciativas gubernamentales de la década menemista se centraron en 2 objetivos fundamentales: 1) la reducción de las funciones intervencionistas del Estado en lo económico y lo social, 2) favorecer a los grandes actores socioeconómicos nacionales y extranjeros que ya operaban en el país y estimular nuevas inversiones transnacionales ofreciendo posibilidades de obtención de ganancias. Al respecto, distinguiremos 2 subperíodos: el primero abarca desde la asunción de Menem hasta el comienzo del Plan de Convertibilidad. En esta etapa, si bien se empezó a implementar el proyecto neoliberal, ese diseño de metas no consiguió estabilizar la economía y no quedaba claro el rol de los distintos actores socioeconómicos. En el segundo subperíodo, el Plan de Convertibilidad pasó a ser el eje en torno al cual se estructuraron las políticas económicas que configuraron el “modelo”, creando condiciones que permitieron forjar un acuerdo entre el gobierno y los actores socioeconómicos.
El tema de la globalización fue uno de los componentes ideológicos que ganó mayor presencia en las justificaciones de la dirigencia gubernamental. La ruptura menemista intentó encontrar una relativa coherencia histórica mediante la referencia al cambio de época y justificándose en criterios realistas de adaptación al mundo unipolar que siguió al fin del comunismo soviético. La ideología que planteaba el problema de la globalización destacando la imposibilidad de los países para elaborar políticas alternativas a los imperativos del sistema económico mundial no fue un patrimonio exclusivo de los elencos menemistas. Las ideas sobre las privatizaciones de empresas públicas pudieron discutirse en los tiempos de la dictadura militar, pero fueron magras las iniciativas para ponerlas en práctica. Tampoco las FFAA les resultaban aceptables los planteos sobre la desaparición del Estado en cuya vigencia descansaba su rol corporativo y profesional. Probablemente, la necesidad del menemismo de convertirse en confiable para los grandes intereses económicos internacionales incentivó el extremismo de sus discursos globalizadores. Juan Llach, viceministro de economía durante la gestión de Cavallo, se colocó entre quienes expusieron con claridad la teoría del riesgo de desoír los imperativos mundiales: “La globalización así como trae capitales se los puede llevar si ve flaquear las cuentas fiscales”. Para Llach, la globalización parece ser un “hombrecillo feroz y vigilante que castiga a los gobiernos que se desvían del recto camino”. El malestar social derivado de la aplicación de la ortodoxia neoliberal podría sacar de sus casillas al “hombrecillo” que, en represalia, aumentaría el “riesgo país”.
1º SUBPERÍODO: ENSAYOS Y FRACASOS. El 1º ministro de economía de Menem fue Manuel Roig, ejecutivo del grupo Bunge y Born. Éste llegó para realizar un programa avalado por el grupo al que pertenecía, pero falleció apenas asumido y fue reemplazado por otro dirigente del mismo conglomerado: Néstor Rapanelli. En los ’80, Bunge y Born se desempeñaba en el comercio exportador de granos, en industrias de todo tipo y era propietario de grandes establecimientos rurales. El proyecto económico expuesto por Menem en distintos ámbitos empresariales manifestaba la intención de granjearse la confianza de esos medios. En el primero de esos discursos unió la convocatoria a la modernización de las actividades empresarias con la necesidad de mejorar la equidad social.
Los conflictos con los viejos gobiernos peronistas y la Sociedad Rural Argentina estaban frescos. En agosto de 1989, Menem enfatizó el papel positivo de la producción agropecuaria y criticó a los gobiernos que para favorecer a la industria le quitaron ingresos al campo. Los problemas de la economía en este 1º subperíodo generaron ambigüedad en la posición de la SRA: dio su apoyo al proyecto menemista y criticó las indefiniciones y contradicciones de la gestión gubernamental. Frente a dirigentes de la industria, Menem habló contra empresarios enriquecidos y definió al Estado como ineficiente y en colapso. Allí pidió la aceptación de los cambios que implicaban el fin del intervencionismo estatal, las privatizaciones de las empresas públicas y la apertura al mercado mundial. Los dos ministros de economía provenientes del acuerdo con Bunge y Born contaron con la rápida sunción de las leyes para privatizar empresas públicas. Las leyes de Emergencia Económica y Reforma del Estado abrieron las expectativas de los grandes intereses empresarios. Pero esos proyectos no se acompañaron de grandes mejoras. Así, luego de aplicar durante 6 meses las medidas, los funcionarios de Bunge y Born dejaron el gabinete. La fallida experiencia mostraba al empresariado local como incapaz de dirigir la economía nacional. En 1990, Antonio González reemplazó a Rapanelli en la economía y durante el año siguiente profundizó la orientación liberal. González condujo la 2da etapa del 1º subperíodo, sin lograr solucionar las cuestiones que precipitaron la caída de su predecesor. Las primeras privatizaciones de empresas estatales acrecentaron las expectativas de inversionistas extranjeros, interesados en compras o concesiones. Los grupos económicos nacionales esperaban participar de las privatizaciones. El nuevo mapa del poder económico se comenzó a configurar en condiciones de creciente crisis estatal, de inestabilidad y de desconfianza hacia las autoridades. La declinación del gobierno en la opinión pública aumentó con la difusión de hechos de corrupción. En enero de 1991, González renunció y lo sucede Cavallo.
2º SUBPERÍODO: DESARTICULACIÓN ESTATAL Y EXTRANJERIZACIÓN ECONÓMICA. Con la gestión de Cavallo desaparecieron las orientaciones contradictorias y erráticas del subperíodo anterior y se completó la articulación de las variables del denominado “modelo”, en el que se combinaron los efectos de: 1) la paridad cambiaria fijada por el Plan de Convertibilidad; 2) el aumento de los niveles de endeudamiento externo (público y privado); 3) las entradas de inversiones extranjeras por las privatizaciones de empresas estatales.
La reforma contuvo la inflación mediante la pérdida de las potestades estatales para la regulación monetaria y estableció la prohibición de emitir moneda nacional sin el respaldo correspondiente de divisas extranjeras. Las privatizaciones y la apertura económica habían despertado la confianza de sectores empresarios pero recién con el cese de la inflación y la estabilización alcanzada con la convertibilidad se completó el atractivo horizonte. La convertibilidad era un problema político en el cual se resumía la renuncia estatal en el plano de la regulación de la moneda y que implicó ceder potestades a otros actores. El endeudamiento público, externo e interno, fue una condición fundamental para el funcionamiento del Plan de Convertibilidad. El crecimiento de la deuda externa contribuyó a licuar aún más la capacidad del Estado para tomar decisiones distintas a la de los empresarios que operaban sobre la realidad nacional.
A comienzos de la década del ’90 la deuda externa argentina ascendía a alrededor de 62.200 millones de dólares. Luego del intento de disminuir ese monto privatizando empresas estatales y mediante la renegociación del Plan Brady, en 1993, el endeudamiento subió a 72.200 millones de dólares. Mediante el incremento de la deuda externa el gobierno de Menem consiguió buena parte de las divisas necesarias para mantener el Plan de Convertibilidad y asegurar la estabilidad del valor del signo monetario dentro de la igualdad peso-dólar. En la medida que los intereses de la deuda externa absorbían proporciones crecientes del presupuesto nacional y conducían al déficit de las finanzas públicas, el gobierno se encontró frente a la necesidad de realizar frecuentes “ajustes” que provocaban más deterioro de las capacidades políticas y burocráticas de los aparatos estatales. Justo con el incremento de la deuda, el gobierno se subordinó más a los dictados del FMI y otros organismos, cediendo más potestades estatales frente a esos poderes. El gobierno menemista, al llevar a cabo todos sus proyectos neoliberales, incorporó a la estructura económica a nuevos actores socioeconómicos, que eran –en algunos casos- filiales de empresas estatales de países desarrollados.
Las denuncias de corrupción y los mecanismos oscuros de intercambios empleados para obtener ventajas o acelerar trámites, no eran desconocidos y las complicidades entre funcionarios nada tuvieron de nuevo. Es difícil ponderar la influencia de la corrupción en la conformación de los nuevos actores socioeconómicos predominantes, pero sería ingenuo pensar las dinámicas “cleptocráticas” de los funcionarios corruptos sin la contrapartida de los empresarios beneficiados con los favores oficiales.
El proceso de transnacionalización y la presencia de nuevos actores socioeconómicos se articularon con los intereses de los grupos económicos de capital nacional. En las privatizaciones de las empresas públicas se registró la participación de grupos nacionales en condición de socios minoritarios. En términos generales, puede afirmarse que con las privatizaciones los grupos económicos perdieron el pingüe negocio de la provisión de bienes y servicios a las empresas estatales. La concesión de bienes o servicios públicos dio lugar a situaciones de competencia que dividieron a dichos grupos y desembocaron en denuncias y escándalos que rebelaron manejos corruptivos y complicidades con autoridades. Si bien el poder económico de los grupos nacionales disminuyó en comparación con el de los nuevos actores extranjeros, sus riquezas aumentaron ante la visión de la sociedad a medida que la demostración pública de las fortunas pasó a ser un indicador de éxito.
Las empresas transnacionales ganaron poder en la economía en actividades muy distintas y sus intereses no eran coincidentes; los objetivos y las ganancias las ponían en competencia, y aun manteniendo acciones coordinadas, no se suprimían los conflictos de intereses. Todas las inversiones transnacionales coincidían en dos cuestiones fundamentales: 1) el mantenimiento del Plan de Convertibilidad que les aseguraba sus elevados niveles de ganancias en dólares, y 2) el respeto a la continuidad jurídica para conservar las condiciones, algunas de cuestionables legalidad, favorables para las empresas extranjeras.
EL MODELO Y LAS CORPORACIONES RURALES. En la representación corporativa del sector agrario, la SRA y Confederaciones Rurales Argentinas expresaron sus posiciones respecto a la política del período reproduciendo las mismas diferencias e improntas características de otras épocas. Ambas entidades tuvieron actitudes ambiguas: adhirieron al proyecto neoliberal, y simultáneamente, criticaron sus efectos. Las entidades rurales expresaron, en el 1º subperíodo, sus coincidencias ideológicas con los proyectos anunciados. A partir de la designación de Cavallo, la SRA se autoadjudicó la tarea de vigilar el cumplimiento de los compromisos asumidos por las autoridades. Según la conducción económica del gobierno, la estabilidad monetaria daría mejor acceso al agro a los créditos, y la apertura de la economía le abarataría los insumos tecnológicos importados para modernizar la producción. La aplicación del Plan de Convertibilidad implicó clausurar las discusiones sobre los niveles de cotización de las divisas y en tanto el mercado mundial se transformaba en el asignador de precios y determinaba los ingresos de los productores, la clásica protesta ruralista perdía sentido. La experiencia neoliberal puso en el centro cuestiones menos consideradas hasta entonces: en los mercados mundiales no se encontraban simplemente la oferta y la demanda, y los Estados de los países centrales intervenían sobre ellos de múltiples maneras. Era notorio que el estado argentino carecía de los medios para proteger los intereses agrarios locales.
En los años del “modelo”, la producción de grano creció y ese aumento llevó al gobierno a argumentar que también había mejoraba el ingreso de los empresarios. El cálculo de las entidades corporativas era diferente: se incrementaban los volúmenes cosechados y los rendimientos por hectárea, pero disminuía la rentabilidad por unidad producida. Desde esa dispar óptica, las tensiones se profundizaron con las iniciativas oficiales que apuntaban a recaudar más impuestos para satisfacer las necesidades presupuestarias para atender las funciones estatales y, obviamente, las obligaciones del endeudamiento externo. Las condiciones del traspaso de empresas públicas al control privado fueron otra fuente de protesta rural. En la nueva realidad se encontraron ante propietarios cuyos precios y tarifas se incrementaban provocando la baja en las ganancias agrarias. Las tensiones disminuyeron en 1995 a raíz del alza de los precios internacionales de los productos agroexportables, y los movimientos del mercado mundial mejoraron la situación del sector. En 1996, las ambivalencias frente al modelo se dejaron de lado ante la sustitución de Cavallo por Roque Fernández, ocasión para la dirigencia rural de resumir nuevamente sus puntos de vista favorables a la continuidad de las orientaciones vigentes, sin dejar de recordar sus objeciones. Pero en 1998 y 1999, los precios internacionales descendieron y se crisparon aún más en la crítica al gobierno. El reclamo agrario pidió compensar el retroceso de precios y de ganancias mediante la reducción de impuestos internos e insistió con el tema de la disminución de los presupuestos públicos. El acceso al crédito en condiciones desiguales diferenció a los empresarios rurales y suscitó protestas de los menos favorecidos contra el sistema financiero privado e, indirectamente, contra el gobierno.
En el transcurso del decenio las nuevas inversiones, nacionales y extranjeras, aportaron sus modificaciones al mapa de los actores empresarios que operaban en el ámbito rural. Los procesos de transnacionalización del sector financiero repercutieron en las relaciones de los empresarios agrarios con el gobierno y se reflejaron en el rechazo de las corporaciones rurales a la posibilidad de privatizar el Banco de la Nación Argentina. Esa iniciativa contó con el aval de los bancos nacionales y extranjeros. Las CRA se pronunciaron contra la privatización del BNA, en un comunicado de prensa en 1997.
En el último año de la década menemista los desacuerdos con el gobierno llevaron a las corporaciones rurales a realizar varias medidas de fuerza. Reprocharon a las autoridades por la falta de iniciativas para paliar las dificultades del campo ante los problemas de los precios internacionales y se tocaba temas que aludían a los fundamentos del modelo. En el entrecruzamiento de argumentos, el ministro Fernández acusó a los empresarios agrarios de ser grandes evasores. Luego de negociaciones con Menem, la SRA y las CRA, la Federación Agraria Argentina y CONINAGRO, convocaron a un paro agrario que se realizó entre el 19 y 21 de abril de 1999. La CRA reclamaba acciones estatales para resolver problemas financieros y de endeudamiento de los empresarios del sector y se definía en contra de las consecuencias de las privatizaciones. Menem endureció sus posiciones y optó por defender su obra neoliberal: “Si hay un sector evasor es el campo. No puede ser que cuando viene un período malo, le estén reclamando una ayuda al gobierno. ¿Y el resto de la sociedad?”.
EL MODELO Y LA UNIÓN INDUSTRIAL ARGENTINA. Las posiciones de la Unión Industrial Argentina con respecto al proyecto menemista fueron de apoyo a los principios generales y de crítica a numerosos aspectos. Las objeciones tendieron a moderarse, pues no todos los sectores industriales se vieron afectados. Luego de objetar el desenvolvimiento del 1º subperíodo, la UIA evaluó favorablemente la política económica de Cavallo. Las dificultades de los sectores más perjudicados no llevaban, sin embargo, a los altos dirigentes de la UIA a cuestionar los principios generales sobre los que se basaba el modelo. El presidente de la UIA, Villegas, dijo: “El camino tomado es el adecuado”. El Consejo Académico de la Fundación UIA realizara, en 1993, se planteaba la necesidad de adoptar acciones estatales para mejorar la situación y las posibilidades de desarrollo de la actividad industrial: “El estado debería incentivar a las empresas ofreciendo externalidades (por ej., entrenamiento de mano de obra) que reduzcan los costos relativos de las industrias más complejas desde el punto de vista tecnológico y organizativos. El estado también debería actuar coordinando las acciones del sector privado e incluso arbitrando en los conflictos mediante políticas públicas”. Pasados los 3 primeros años del modelo, con el estímulo de los flujos de inversiones externas y de reactivación de la producción y el consumo, comenzaron a aparecer nuevos problemas que trazaron los horizontes de inquietudes sobre el futuro. Los altos porcentajes de desocupación agudizaron las críticas sindicales al neoliberalismo. Lo mismo ocurría con las caídas de los salarios. Sin embargo, la UIA no se interesó por bosquejar un proyecto diferente al neoliberal.
Los efectos negativos de la paridad cambiaria peso-dólar sobre las exportaciones industriales no fueron, como en el caso de las corporaciones agrarias, un tema central para las entidades del sector manufacturero. En revancha, adquirió más visibilidad pública el malestar de algunas cámaras industriales frente a lo que consideraban la competencia ruinosa de los productos brasileros. Una parte de los empresarios que participaban en la UIA se encontró, al principio de la convertibilidad, con una situación favorable a sus intereses, diferenciándose de los más perjudicados, pero en el transcurso del decenio ellos también asumieron posiciones más críticas. Su disconformidad comenzó a tener efectos políticos. Hasta la finalización del gobierno, la UIA no dejó de expresar su posición contradictoria sobre el neoliberalismo.
En 1999, la UIA, Confederaciones Rurales Argentinas y la Cámara Argentina de la Construcción formaron el denominado Grupo Productivo, separándose del Grupo de los Ocho, con la intención de influir sobre las políticas económicas del gobierno que sucediera a Menem. Ante la incertidumbre acerca del ganador en las elecciones de 1999, el nuevo agrupamiento optó por distribuir sus apoyos en las dos fuerzas con probabilidades de éxito. La UIA tuvo presencia dual en la arena electoral: Osvaldo Rial, que seguía ejerciendo la presidencia de la entidad, integró la lista de diputados de Duhalde, en tanto que José Machinea, uno de los “intelectuales orgánicos” de la corporación fabril, ejercía el papel de jefe de los economistas de la coalición UCR-Frepaso que postulaba a De La Rúa. Machinea defendía el modelo y sobre la convertibilidad decía: “No se puede reemplazar. El intento produciría más costos que beneficios”.
ANSALDI – Fragmentados, excluidos, famélicos y como si fuera poco, violentos y corruptos.

UN RÉGIMEN DE APARTHEID SOCIAL. El neoconservadurismo-liberal salvaje, la ideología hoy dominante en el país, ha producido una brutal fragmentación social, traducida en ruptura de los lazos de solidaridad y exacerbación de las desigualdades sociales. Las distancias que existen entre hombres y mujeres ubicados en diferentes planos de la pirámide social se han tornado crecientemente mayores.
EFECTOS DEL CONSENSO DE WASHINGTON EN ARGENTINA. El modelo societal en construcción se inspira en los principios del denominado Consenso de Washington. Éste no es otra cosa que una estrategia de estabilización económica definida por el gobierno de EEUU, el FMI y el Banco Mundial, que persigue reducir el “tamaño” del Estado mediante la privatización de empresas y servicios públicos, terminar con el déficit fiscal y abrir los mercados nacionales con el objetivo de acrecentar inversiones de capital extranjero que hagan crecer la economía. Esas son, en líneas generales, las bases sobre las cuales se asienta la política económica seguida por el gobierno de Menem desde 1989. Siete años después, los efectos de ella se hacen sentir sobre la sociedad argentina. Según un informe del Centro de Estudios Bonaerenses, en 1995 el 10% más rico de la población se apropió del 37% de la riqueza, en contraposición con el 8% que percibió el 30% más pobre. Si se toman las dos décadas que van de 1974 a 1995, apreciamos claramente el incremento de la riqueza de los más ricos, de la pobreza de los pobres  toda una novedad en la historia del país, el deterioro de la clase media. En 1974, los sectores pobres y medio-bajos se llevaban un tercio de la riqueza. 21 años después, su participación se ha reducido a un cuarto de ésta. En contrapartida, los sectores de ingresos medios-altos y los ricos pasaron de dos tercios a tres cuartos. La línea de caída de participación en la distribución de los ingresos de los sectores pobres y medio-bajos cuanto la de incremento de los más ricos, comienza con el “rodrigazo” y atraviesa toda la dictadura. Ésta castiga más a la clase media-baja que a los más pobres. A su vez, las políticas económicas de la dictadura benefician al 10% más rico del país. En 1995, el minoritario 10% de argentinos más ricos se lleva la mayor proporción sectorial del reparto de la riqueza, acentuando así la desigualdad social. Dicho de otra manera: la pobreza se ha extendido y profundizado.
LA CLASE MEDIA YA NO ES LO QUE ERA. Es sabido que, en el imaginario social argentino, la nuestra ha sido una sociedad tradicionalmente considerada de fuerte presencia de clase media. La representación simbólica de la clase media del imaginario nacional era la “familia de Mafalda”, la creación de Quino: Familia tipo, con un proveedor masculino del único ingreso familiar ocupado en el sector servicios, madre ama de casa, departamento y una carrera continua y exitosa dirigida a la provisión del confort familiar (auto, vacaciones, etc.). Esa imagen ha sido debilitada por los cambios de los últimos lustros. Torrado señala que entre 1980 y 1995, “la clase media ha disminuido seis puntos; en 1980 representaba el 46% de la fuerza de trabajo y no padecía desocupación significativa. En 1995, en cambio, los datos indican un descenso al 40% con una desocupación del 10%”. En ese lapso, la clase media: 1) conoce la desocupación, 2) sufre un sensible deterioro de sus empleos, 3) vive la extensión de la precariedad, 4) pierde ingresos y niveles de bienestar, 5) se ha tornado vulnerable a la pobreza, 6) ha perdido el poder de transitar la vida en términos de proyecto, 7) en el registro simbólico ve desdibujar sus límites y deteriorar su prestigio de clase. Sin embargo, Feijoó acota que la clase media aun tiene un nivel educativo más alto que los de abajo.
El nuevo orden económico, político y cultural argentino es generador de nuevas y mayores desigualdades, las cuales se ven reforzadas por el cierre social, es decir, el proceso por el cual determinados grupos sociales se apropian de y reservan para sí mismos ciertas posiciones sociales.
La fragmentación social producida por la expansión y la intensificación de la pobreza se aprecia bien en Buenos Aires. La Capital Federal ha sido un paradigma de ciudad de clase media. En 1996, la imagen se ha hecho añicos: hoy muestra fuertes contrastes, incluyendo amplios sectores con necesidades básicas insatisfechas, y la inseguridad gana creciente espacio geográfico-social. Un estudio realizado por Artemio López para el IDEP, de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), sobre la base de documentos oficiales (INDEC), da buena cuenta de ello. Según el mismo, la ciudad presenta tres áreas o cordones diferenciados: norte, central y sur. En el cordón norte, donde viven los más ricos, el promedio de NBI (necesidades básicas insatisfechas) es de solo el 4% de la población. En contraste, en el cordón sur, el espacio de los más pobres, el nivel de las NBI se cuadriplica, llegando al 17%, y en algunos barrios supera el 26%. A su vez, en el cordón central, de clase media-media, las NBI es de 6% de la población residente en el área. Dicho de otra manera, la geografía de la pobreza porteña se concentra en un espacio cada vez más delimitado y preciso.
Más allá de los indicadores, lo que cuenta es que en Capital Federal y GBA los hogares que sobreviven bajo la línea de pobreza se han incrementado entre 1991 –comienzo de la convertibilidad- y 1995, del 16 al 17%.
EL INCREMENTO DE LA INFRACLASE. Si las caídas cuantitativas de las clases medias y obreras son notables, el brutal incremento del “estrato marginal” es impresionante. Unas y otras inciden fuertemente en el nuevo mapa social del país. Esa considerable proporción de población marginal constituye un drama humano, un testimonio de la incapacidad del actual gobierno para solucionarlo y también un problema teórico para las ciencias sociales, en primer lugar para nominarlos. De allí la aparición de expresiones tales como sector informal urbano (SIU), nuevos pobres (nupos) u otras. A propósito, la socióloga británica Rosemary Crompton se inclina por el término de infraclase. Puede decirse que infraclase describe a los que se encuentran en una pobreza persistente y que no son capaces de (y no pueden) ganarse la vida dentro de los procesos dominantes de producción, distribución e intercambio. Pero debe quedar claro que la infraclase no es generada por los cambios dentro del capitalismo. Ella ha existido y existirá siempre en el capitalismo competitivo. Es esa dimensión temporal la que ha servido al pensamiento de derecha para sostener que la responsabilidad de la pobreza es exclusiva de los propios pobres.
La infraclase aparece identificada por una serie de factores relacionados entre sí: 1) aumento de la desocupación de larga duración, 2) incremento del número de hogares con familias monoparentales, en las cuales el progenitor suele ser la madre, 3) la concentración espacial de los miembros más pobres de la sociedad en áreas urbanas degradadas y en viviendas miserables proporcionadas por las autoridades locales, 4) la dependencia económica de estos grupos de la provisión pública del Estado de bienestar. El debilitamiento, cuando no la desaparición de éste y de las formas emparentadas, agrava la condición de vida de la infraclase. Estos rasgos se asocian con la etnicidad. En el plano del lenguaje, es común la referencia despectiva a “chilotes, paraguas, bolitas, perucas”.
HOMBRES ERAN LOS DE ANTES. La sociedad de nuestros días no presenta uno de sus rasgos distintivos extendido hasta comienzos del último cuarto de siglo, el de la movilidad social ascendente, sino que ha visto aparecer y extender rápidamente una movilidad social descendente. Está modificando aspectos muy importantes de la cultura de clase, incluyendo la concepción de la familia y del papel de cada uno de sus integrantes. La jefatura de la familia, función típicamente masculina y paterna, ha sido erosionada fuertemente y en su lugar aparece la figura de la mujer –la esposa, la madre-, en tanto principal sostén o fuente de ingreso familiar. La desocupación está llevando a muchos varones a la pérdida de autoestima, estados depresivos, afecciones psicosomáticas, pulsiones de muerte (autodestrucción), pulsiones agresivas o destructivas, violencia familiar, entre otras patologías.
Desde hace algunos años, es frecuente la reiteración de suicidios de ancianos y ancianas, agobiados por las insuficiencias de jubilaciones y prestaciones sociales escasas. Otras veces, un padre se suicida o amenaza con hacerlo, o también se sabe de padres que matan a sus hijos y/o esposas, acto que puede ir seguido de suicidio.
En opinión de Mariano Ciatardini, eso es explicable por la “crisis social que afecta más a sectores marginales y por otro lado, los estallidos pasionales”. Un informe de psicólogos y sociólogos señala que el incremento de los homicidios constituye una explosión provocada por el deterioro del tejido social.
EN ARGENTINA LOS ÚNICOS PRIVILEGIADOS SON LOS NIÑOS. La situación de una parte creciente de los niños –a los cuales Menem aludía en la campaña de 1989- está lejos de dar cuenta de una situación de privilegio. Según una proyección del censo de 1991, más de 1.200.000 niños y jóvenes ubicados en la franja etaria escolar entre 5 y 17 años no va a la escuela. Esa cifra representa el 14% de dicha franja. La ministra de educación Susana Decibe reconoce que hay una relación directa entre escolaridad y nivel socioeconómico familiar, de donde resulta que a las familias más pobres les resulta más difícil enviar a sus hijos al colegio, aun cuando a veces los envían para que puedan comer en los comedores escolares.
Según una nota periodística firmada por Alejandra Florit, en 1995 se cometió en todo el país más de 700.000 hechos considerados delictuosos, habiéndose inculpado a autores en sólo 200.000 de ellos. En estos casos, los acusados fueron casi medio millón de personas, de las cuales, 64.000 eran menores de edad. Todo indica que los menores marginales y violentos son cada días más y que el crimen juvenil es más feroz. En Bs. As., las edades de los menores delincuentes bajan considerablemente año a año, al tiempo que más menores delinquen.
Un elemento conexo en este proceso de destrucción de calidad de vida de niños, adolescentes y jóvenes es el consumo de drogas, que suelen comenzar con los pegamentos y la marihuana, los cuales, cuando se refiere a jóvenes pobres o de infraclase, se asocian con la inseguridad urbana y, por derivación, con la demanda de mayor control policial.
ARGENTINA NO ES DINAMARCA… pero huele como si lo fuera. La metáfora alude a la generalización de la corrupción en el Estado y la sociedad. Sería minusvalorar la gravedad de tal práctica el reducirla a la única dimensión del Estado o a las que se convierten en noticia periodística, olvidando la cotidianeidad de las prácticas corruptas. Carlos Nino afirma que desde la época colonial, dos rasgos caracterizan la historia social del país: el contrabando y el inacatamiento de la ley (incluso por parte de propios funcionarios). Hoy, la generalización de la corrupción es, junto al desempleo, un tema de gran preocupación ciudadana. La corrupción mina la confianza en las instituciones políticas y en la propia democracia, agravándose la situación cuando no hay sanciones. Al respecto, no deja de ser relevante el hecho de la existencia de 83 proyectos legislativos presentados en el Congreso Nacional entre 1989 y mediados de 1996, los cuales ninguno se convirtió en ley.
Una sensación generalizada no es sólo que todos los políticos son corruptos, sino que desde la máxima instancia política del país se transmiten mensajes demostrativos de la falta de una genuina voluntad de combatir la corrupción. Los efectos corrosivos de la corrupción son amplios. Se sienten en la economía, privando de recursos al Estado, distorsionando el mercado y operando como un impuesto regresivo; en la política, restando credibilidad en los políticos, los gobernantes y las propias instituciones; en la sociedad, minando el acatamiento de la legalidad y las redes de cooperación y solidaridad; en la cultura, generando prácticas y opiniones permisivas de las “bondades” de la venalidad y negativas sobre la “estupidez” de la observancia de los deberes, las que devienen tradición y refuerzan la continuidad de la corrupción y dificultan la lucha contra ella.
LA LÓGICA DE LA REINA. Como forma política de la dominación de clase, la democracia burguesa no termina con la explotación de unos hombres por otros ni con la desigualdad consecuente. Mucho menos en un país capitalista dependiente. Pero después de las brutales dictaduras que asolaron las sociedades latinoamericanas durante 1970 y 1980, sabemos el valor de la democracia. La democracia institucionaliza un espacio para dirimir conflictos, pero no acaba con éstos. No es bueno confundir el plano de la dominación y la explotación y el de la forma política en que se ejercen las mismas. La cuestión de la relación entre democracia y exclusión no es nueva. Así planteada es la neoforma de referir una cuestión clásica, la de democracia y capitalismo. La cuestión tiene su complejidad acentuada por la intensificación del proceso de globalización planetaria. El mundo asiste hoy a un proceso que acentúa un doble proceso de desigualdad social: en el interior de cada una de las sociedades y entre cada una de estas. Una característica de la conflictividad social actual en el país es la ausencia de acción colectiva, reemplazada por respuestas atomizadas, que a veces tiene por protagonistas a los directos perjudicados. Sin motivar la solidaridad de clase, pero que más a menudo adopta formas anómicas, incluso individuales, expresándose como violencia fragmentada y delictiva común, estas formas de acción, derivadas de la exclusión social, no sólo no favorecen sino que impiden la constitución de actores sociales y políticos y consecuentemente, de acción colectiva.
La lógica del desarrollo neoliberal conduce a una exacerbación de la conflictividad. La agudización de los problemas sociales puede llevar a la tentación por la solución militar. No aludo a la apelación a la capacidad represiva de las FFAA sino más bien a la creciente presencia de policías privadas, al aumento de la venta de armas de fuego a particulares, a las prácticas justicieras por mano propia y a la intensificación de la represión por parte de la policía estatal (la de “gatillo fácil”). Lo que aún resta de coacción estatal muestra preocupantes señales de deterioro, básicamente por una combinación de corrupción y gatillo fácil, cuya manifestación pública parece ser la de la policía de la Prov. Bs. As. Gran parte de las denuncias de corrupción provienen de los medios de comunicación. No se trata de un hecho conveniente reflexionar sobre él. Hay quienes celebran ese papel, que ha dado credibilidad a la prensa, e incluso apelan a ellos como “remedio” a la crisis actual de la representación, procurando superar la ineficiencia atribuida al Parlamento y los partidos políticos. La opción no es la mejor: los medios son propiedad de grandes empresas capitalistas privadas, cuyo objetivo principal es, en tanto tales, la obtención de ganancia, al cual subordinan toda su estrategia.

NOVARO – De Perón a Kirchner.

EL LARGO DECLIVE DE LA COALICIÓN MENEMISTA. La convertibilidad se había mantenido en pie, aunque se había vuelto evidente su vulnerabilidad a los cambios del contexto internacional por la dependencia financiera y el sesgo antiexportador. Y también quedó en evidencia el dilema político en el que ella había quedado atrapada e impedía cualquier corrección. Al iniciar su segundo mandato Menem se comprometió a inaugurar la “etapa social” de su proyecto. No pudo evitar que apenas coronados los éxitos de la gestión anterior con la reelección, las espaldas del gobierno se cargaran con una acumulación de conflictos internos y un clima de opinión en contra. Este clima respondía el alza de la desocupación y deterioro de ingresos de los asalariados. Esas tendencias se revirtieron parcialmente pese a que, a fines del ’95, empezó a recuperarse el ritmo de actividad. Lo que respondió al hecho de que la crisis había agudizado los problemas de concentración de la economía, escasez de obra pública y falta de políticas de estímulo a las empresas para tomar personal, que ya caracterizaban la situación previa a ella. Por lo que no llama la atención que el desempleo siguiera en torno al 13% en 1998. La profundización de la flexibilización laboral aceptada por los legisladores justicialistas a principios de 1995, tampoco cumplió la función que el gobierno le atribuyó en la generación de empleo. Además, las denuncias de corrupción, y la falta de avances en la causa AMIA, la explosión de armamentos en Río Tercero y el asesinato de Cabezas, alimentaron un clima de impunidad.
La protesta social se intensificaba y a la CTA se sumaron en la crítica al gobierno otros gremios que se alejaron de la CGT para formar el Movimiento de Trabajadores Argentino (MTA).
Los mayores desafíos procedieron del frente interno. La concreción de la reelección tuvo el efecto de abrir la sucesión del liderazgo peronista, disparando la dispersión de la coalición oficial. Duhalde, el más firme aspirante a reemplazar a Menem al frente del partido, no tardó en anunciar sus aspiraciones presidenciales y tomar distancia del neoliberalismo, en su óptica responsable de las demandas desatendidas. También Cavallo se alejó del menemismo con vista a la sucesión presidencial. El ministro, a la par de conformar un equipo de colaboradores que excedía ampliamente su propia cartera, supo tejer una red de apoyos, pero la reelección bloqueó sus aspiraciones.
Buscando respaldo empresario, exigió el ajuste de gastos ineficientes y la eliminación de “bolsones de corrupción” en las provincias y las políticas sociales. El gobierno reaccionó planteando la incompatibilidad entre la etapa social y su continuidad en el gobierno. Luego de varios entredichos y acusaciones de corrupción, Cavallo renunció. Si bien al hacerlo logró capitalizar varias demandas contra la corrupción y dar impulso a un nuevo partido (Acción por la República), y logró recoger amplias adhesiones en la clase media y sectores de negocios. Menem designó en su reemplazo al ortodoxo Roque Fernández, quien anunció que no había que preocuparse porque la economía funcionaba “en piloto automático”. Su fórmula era dar confianza a los inversores y aguantar los desequilibrios: fuera por aumento de productividad y por deflación de precios, la sobrevaluación del peso se irá corrigiendo.
La estrategia de Fernández dio los resultados esperados en la preservación de los apoyos que el gobierno necesitaba para evitar el cerco que amenazaban imponerle las cada vez más nutridas huestes de la oposición política y sectorial: en 1º lugar, el de los organismos internacionales, en particular del FMI, que se había convertido en garante de la convertibilidad, y siguió otorgando préstamos pese a que el gobierno no pudo cumplir ningún compromiso, y en 2º lugar, el de los grupos económicos que acumularon un enorme poder. El éxito de esos grupos no se basaba en su competitividad, sino en la captación de rentas en mercados monopólicos. Era el caos de las privatizaciones, 50% de las cuales había caído en manos de sólo 10 grupos; selecto club en el que los argentinos eran predominantes: tenían el 40% del total. De los servicios que seguían siendo estatales, algunos fueron objetos de reformas no acompañadas de inversiones (tal es el caso de la educación con la nueva ley federal), y otros lo fueron de transacciones patrimonialistas, que empeoraron una situación aún penosa (tal fue el caso de los planes sociales, las obras sociales y la justicia).
LA OPORTUNIDAD DE LA OPOSICIÓN. La 2da mitad de los ’90 ofreció a las fuerzas de oposición oportunidades de desarrollo que no habían conocido en el quinquenio anterior. Las preocupaciones de la opinión se volcaban ahora a temas sociales y republicanos, en los que el gobierno era más débil: desocupación, corrupción, abuso de poder. Por otro lado, el oficialismo seguía teniendo en sus manos un amplio poder institucional, y también económico, y enfrentando una oposición dividida sería muy difícil que perdiera la mayoría. La conjunción de estos dos factores alentaría la formación de la Alianza entre la UCR y el Frepaso, en agosto de 1997. Ella resultó de un acuerdo entre Carlos Álvarez –quien había vuelto a tomar el control del Frepaso- y los líderes radicales Alfonsín, Terragno y De la Rúa. La alianza les permitiría disipar las esperables resistencias de sus bases y el recuerdo de lo que habían dicho hasta muy poco antes, para asumir un programa que hiciera eje en los déficit sociales e institucionales del modelo económico y asumiera la lección de 1995: ninguna opción que generara dudas sobre la preservación de la Convertibilidad podría disputarle con éxito al gobierno, a Duhalde y a Cavallo, el favor del electorado moderado, aquel que no era peronista, que veía virtudes y defectos en la experiencia de Menem.
Para desplazar al PJ del poder, la Alianza apostó a corregir aspectos del “modelo” preservando lo esencial (la convertibilidad, la apertura comercial y las privatizaciones) bajo el supuesto de que ello era en sí viable y que a través de mejoras sectoriales podría fortalecerse el crecimiento económico, la creación de oportunidades de empleo y la redistribución social. La “Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación” rindió su primer test a poco de formarse y con éxito: en las parlamentarias de 1997 sumó el 42% de los votos contra 33% del oficialismo. La armonía que parecieron lograr los aliancistas y su consagración como nueva mayoría en el país, sumadas a las disputas internas del PJ parecieron despejarle a aquéllos el camino a la presidencia, que estaba a punto de definirse. Las internas se realizaron a fines de 1998 con gran concurrencia de votantes (2.000.000 de personas), y se impuso el radical De la Rúa con el 60% de los votos contra Graciela Fernández Meijide, del Frente, quien fue reemplazada en la vicepresidencia por Álvarez. La “centrificación” del discurso económico del Frepaso impulsada por Álvarez a partir de 1994 tuvo un papel esencial en el éxito de la fuerza, acercando a votantes que, aunque críticos del menemismo, no se dejaban seducir por la idea de volver atrás con las reformas ni por cambios que pudieran reabrir un escenario de inestabilidad económica e institucional, sin ofrecer en compensación muchas garantías en términos de crecimiento y distribución. En cuanto a la UCR, pese a la popularidad de su presidente Terragno, y de De la Rúa, desde 1996 jefe de gobierno porteño, el partido estaba bajo el control de Alfonsín.
Consagrado en las internas, De la Rúa se fortaleció en las preferencias para las presidenciales. Pero ello no alcanzaría para evacuar las dudas existentes respecto a los mecanismos que se utilizarían para formar gobierno y tomar decisiones una vez en el poder, y para resolver las diferencias que existían entre las fuerzas aliadas y sus líderes más destacados. Requerían una delicada ingeniería parlamentaria y del gabinete y un ajustado manejo de la relación entre funcionarios de gobierno y dirigentes partidarios, que permitieran prevenir conflictos antes de que estallaran, debatir conjuntamente las políticas de gobierno que se pondrían en marcha en las áreas clave, así como distribuir responsabilidades y articular equipos conjuntos en la gestión.
Mientras tanto, la derrota del PJ había debilitado más a Duhalde que a Menem, por lo que el presidente aprovechó la oportunidad para intentar habilitar una segunda reelección, forzando la interpretación de la constitución de 1994 (solo aceptaba dos mandatos consecutivos). Este intento fue contenido por la oposición interna a través de un recurso también reñido con las normas constitucionales: Duhalde convocó a un plebiscito sobre una hipotética nueva reforma constitucional, un mecanismo no previsto en la Carta Magna, pero que le permitía movilizar a la opinión pública antimenemista, a esa altura muy mayoritaria.
Si bien la crisis de la coalición oficial y la disputa permanente en el PJ lo deslegitimaban frente a la opinión como “el partido de la estabilidad”, también era un obstáculo para la oposición aliancista. La emergencia de una figura peronista de recambio, alejada del gobierno, afirmada en el reclamo social, volvía remota la posibilidad de que esa fuerza fuera a perder el apoyo de una gran porción de sus electores tradicionales de sectores populares. A la vez, Cavallo estaba atrayendo a una parte de los que desde la centroderecha habían apoyado a Menem en 1995, limitando las chances de la Alianza de hacer pie en ese sector.
1999-2001: ALTERNANCIA POLÍTICA Y CRISIS ECONÓMICA. Los comicios de 1999 consagraron a la coalición opositora, pero confirmando sus límites: le otorgaron la presidencia, con el 48%, mientras que para diputados recibió menos votos que dos años antes. El candidato peronista, Duhalde, debió reconocerse derrotado. Pero el Senado no cambió en nada y el saldo a nivel provincial era desfavorable para la coalición: controlaba sólo 6 provincias y Buenos Aires, mientras que el peronismo lo hacía en 14.
El cuadro de empate institucional en un contexto de crisis exigía demasiado a los liderazgos y los patrones de comportamiento de los partidos argentinos, y ofrecía muy poco en términos de las políticas que hacía posible implementar. La Alianza estaba enfrentada a la necesidad de resolver una fórmula de convivencia con el peronismo. A poco de andar, surgieron en su seno dos posturas discordantes al respecto. De un lado, la mayor parte de los radicales (e inicialmente a algunos del Frepaso, como “Chiche” Álvarez), creían que la solución era negociar una fórmula de convivencia y gobernabilidad. Esto parecía posible en la medida en que se mostraron dispuestos a colaboraciones puntuales a cambio de favores del gobierno. Tan es así que, a lo largo de 2000, legisladores del PJ facilitaron la aprobación de algunas leyes de emergencia requeridas por De la Rúa, mientras la UCR y el Frepaso se mostraban cada vez más renuentes a hacerlo. La otra postura, que dominaba al Frepaso, y fue progresivamente abrazada por Álvarez, no era menos ilusoria. Consistía en la apuesta por una reorganización completa de los alineamientos y clivajes políticos. En estos términos, la Alianza no debía concebirse como coalición de partidos sino como superación del bipartidismo en decadencia. Esta posición no desconocía los problemas que generaba el “empate” que habían arrojado las urnas. Ponía la vista en la posibilidad de aprovechar la crisis del PJ para cooptar alguno de sus fragmentos, o en atraer a otras fuerzas, fuera Acción por la República de Cavallo o partidos provinciales. Uno de los problemas de estas posibles alianzas era que cada una exigía orientaciones de gobierno disímiles. La única política que podía actuar como denominador común era la lucha contra la corrupción.
De todos modos, fue en el terreno económico donde se reveló la inviabilidad de la gestión aliancista. No existían ni los recursos ni las condiciones de negociación con los actores políticos y económicos que se requerían para algunas de las “correcciones” previstas en el programa de la Alianza. La estimación de que se produciría un rebote del nivel de actividad gracias al inicio de la nueva gestión, a la vez que estimularía las inversiones, el empleo y las exportaciones aún guiaba los pasos del presidente. Aunque esos estímulos en concreto debieran esperar hasta que se los pudiera financiar y negociar, De la Rúa apostó sus fichas a generar ese rebote con gastos. El dólar se había valorizado enormemente en los país con los que comerciaba Argentina (Brasil, Chile y europeos); y el peso de la deuda externa se había incrementado (pasó de U$S 80.000 millones a 120.000, llegando a representar el 40% del PBI y 7 años de exportaciones) y sus vencimientos se acumulaban en el período que se abría. Mientras estaba creciendo el déficit público: llegó a los 7.000 millones en 1999 para el Estado nacional, debido en su mayor parte a la carga del sistema previsional remanente en sus manos, a lo que se sumaban alrededor de 3.000 millones de las provincias. En la necesidad de financiarlo, el Estado había desplazado a los privados del mercado financiero y estimulado un alza sostenida de las tasas de interés. A lo que hay que agregar la creciente desconfianza de los organismos internacionales. La Argentina ya no concitaba ni interés ni confianza, y se reflejaba en el “riesgo país”.
A todo eso se agregó unas medidas del gobierno saliente (Menem): aumento del endeudamiento y del gasto, asunción de compromisos con empresas concesionarias de servicios, gobernadores y sindicatos que afectaban los recursos fiscales y los márgenes de maniobra a disposición de la nueva gestión, y lo que fue sin duda más determinante, el impulso y la aprobación de la llamada “ley de responsabilidad fiscal”, que estableció el compromiso de reducir el déficit nacional en los siguientes 4 años, hasta eliminarlo en 2003. Esto ató al gobierno nacional en un aspecto que el peronismo disfrutó con amplia libertad.
Su 1º ministro de economía Machinea, imaginó que era posible realizar ajustes mejorando ingresos y controlando los gastos. Una brusca disminución del déficit reduciría las tasas de interés, lo que podía tener un efecto expansivo sobre la producción y el consumo. Pero las medidas no dieron ese resultado. Hacia marzo de 2000, ya se había corregido el diagnóstico inicial: la recesión afectaba la recaudación más que compensando los ingresos extra obtenidos por el incremento del impuesto a las ganancias (medidas que tuvo fuertes críticas); de modo que el gobierno debió recurrir a un nuevo endeudamiento, y entró en conflicto con las provincias y con sus propias fuerzas al verse obligado a hacer un fuerte recorte de gastos. En mayo se decidió una reducción de sueldos en la administración nacional de entre el 12 y el 15% a partir de los $1000 de ingreso neto. Se hizo efectiva aunque no exhaustiva: los poderes judicial y legislativo fueron exceptuados; excepciones en otras áreas hicieron inequitativo y parcial el resultado. Se incluyó también en el paquete de anuncios la desregulación de obras sociales, la modificación de marcos regulatorios y contratos de concesión de las empresas privatizadas, de modo de reducir tarifas y mejorar los controles, y una amplia “reforma política” dirigida a bajar los gastos de las legislaturas y los concejos deliberantes de todo el país, combatir el clientelismo y la corrupción. Pero el efecto de estos anuncios no fue el buscado: la mayoría fueron resistidos y no se concretaron.
Hacia mediados de 2000, las ideas reformistas que sugería como mejor solución para los problemas del país la introducción de correcciones en el modelo de convertibilidad estaban ahora en franca retirada. Se imponían en su lugar dos lecturas opuestas: la primera sugería volver a la más pura ortodoxia, que había inspirado en sus orígenes el programa de reformas de mercado; y la segunda proponía abandonarla, suponiendo que era la causante de todos los males, sin que quedara muy claro qué consecuencia ello traería para el régimen de convertibilidad.
Ese nuevo clima además estuvo signado de demandas sociales. Los piquetes y cortes de ruta se multiplicaron. A medida que se profundizaba la recesión, el gobierno perdió el apoyo de la opinión y se magnificó el impacto de las voces que reclamaban terminar con los perjuicios ocasionados por el régimen económico vigente. Fue en estas circunstancias que estalló el conflicto, ya desde un principio planteado entre De la Rúa y Álvarez, respecto del liderazgo y el tipo de coalición que se requería y podía construirse para sostener al gobierno. La situación se tornó explosiva en agosto de 2000 a raíz de la denuncia periodística del pago de sobornos que habrían hecho funcionarios de gobiernos a senadores nacionales, tanto del PJ como de la UCR, para aprobar la reforma laboral. Cuando a principios de octubre De la Rúa intentó dar por terminada la cuestión y reforzar su autoridad anunciando un recambio ministerial que reubicaba a figuras clave de su entorno y desplazaba a ministros y secretarios a él poco confiables, Álvarez renunciaba a la presidencia y la coalición quedó al borde de la ruptura. De la Rúa lograría así poner más distancia entre el gobierno y los partidos, conformando un aislamiento que terminaría agravando su situación como cabeza de una ciudadela sitiada. La renuncia de Álvarez selló la inviabilidad del Frepaso.
De la Rúa intentaría hacer solo lo que no había podido hacer con Álvarez: capear la crisis, lo que le resultaría imposible. Machinea aún sobrevivió un tiempo en su puesto, al lograr la aprobación de un nuevo paquete de ayuda externa (que se denominó “blindaje”). Pero en su condición de “ministro aliancista” no merecía la confianza de De la Rúa, quien lo reemplazó en marzo de 2001 por López Murphy. Éste anunció un ajuste consistente con la idea de que sólo eliminando el déficit se podrían crear las condiciones para una recuperación. La renuncia de varios referentes aliancistas y las críticas precipitaron su salida, lo que habilitó el regreso de Cavallo al ministerio. Durante esos largos nueve meses (marzo a diciembre de 2001), Cavallo intentó casi todo: el ansiado “déficit cero” a través de impuestos de emergencia; nuevos paquetes de ayuda de los organismos internacionales, flexibilizar la convertibilidad reemplazando la equivalencia con el dólar por una canasta de monedas, crear nuevos subsidios para proveer la competitividad a sectores industriales, un “megacanje” que postergó varios años los vencimientos de la deuda más cercanos, a un elevado costo en intereses, y finalmente el intento de habilitar una renegociación “no amistosa” de toda la deuda, que se anunció implicaría reducciones de capital e intereses. Consumió así su prestigio, de manera que quedó tan aislado como De la Rúa.
En las elecciones de octubre la Alianza obtuvo 4.500.000 votos menos (en la que se beneficiaron el ARI, una confluencia de ex radicales y frepasistas, la izquierda tradicional, entre otros). Ya semanas antes de la votación se había iniciado la fuga de capitales que se profundizó en noviembre, cuando se supo el rechazo del FMI a seguir financiando la convertibilidad. Cavallo anunciaría un “corralito financiero”, que apuntaba a frenar el drenaje de fondos, limitando fuertemente los movimientos bancarios y cambiarios. La medida preveía normalizar la situación, pero las protestas de los consumidores y pequeños ahorristas se generalizaron, y De la Rúa se derrumbó.
DICIEMBRE DE 2001. Fue en el marco del caos generalizado resultante del “corralito” que la convertibilidad perdió el prestigio social de que había gozado desde que lograra frenar la inflación. En las protestas, convergieron todavía las expectativas de que De la Rúa cumpliera el imposible compromiso de sostener el modelo, con las cada vez más numerosas que veían en él sólo la fuente de su exclusión y frustraciones, y les exigían a las autoridades una no menos impracticable “salida sin costos”. Es indudable que sectores del peronismo alentaron la ola de saqueos que dio el golpe definitivo al gobierno. Pero eso no quita que las protestas y sobre todos las movilizaciones del 19 y 21 de diciembre fueran espontáneas.
Entre fines de 2001 y principio de 2002, el país tendría 4 presidentes peronistas. El primero de esos presidentes, Ramón Puerta, no logró los apoyos necesarios para hacer de su apresurada asunción el paso hacia una presidencia más que transitoria. Fue sucedido por Adolfo Rodríguez Sáa, gobernador de San Luis, quien tras intentar violar el acuerdo sellado con sus pares del PJ, que lo habían consagrado en la Asamblea Legislativa a condición de que declarara la moratoria unilateral en el pago de la deuda, devaluara la moneda y realizara elecciones en un plazo de 90 días manteniéndose prescindente en ellas, fue abandonado a su suerte en la residencia veraniega de los presidentes, en Chapadmalal, rodeada de piqueteros y sin protección policial alguna: escapó por los pelos, se refugió en su provincia y presentó su renuncia. Lo reemplazó Eduardo Camaño, quien finalmente los primeros días de enero, cedió el poder a su jefe Eduardo Duhalde, que gobernó hasta fines de 2003.
LA GESTIÓN DE DUHALDE: AJUSTE Y REACTIVACIÓN. El curso de la crisis pronto mostraría que no todo seguía siendo igual que en el pasado. En 1º lugar, porque el sector público no sería, por primera vez en décadas, el pato de la boda del ajuste de precios relativos y la licuación de pasivos: hubo por cierto sectores empresarios beneficiados. Al asumir, Duhalde fue consciente de que ya no había escapatoria a la decisión de devaluar. El presidente completó, con la devaluación (la ley se aprobó el 6 de enero), la ruptura de la convertibilidad que había iniciado el corralito, y seguido la declaración del default. Durante las primeras semanas Duhalde y su ministro de economía Jorge Remes Lenicov, se mostraron dubitativos respecto al curso a seguir. En principio apuntaron a desdoblar el mercado cambiario, pero ante el disgusto que la decisión despertó en sectores empresarios, se optó por liberarlo totalmente. Se prometió una rápida renegociación de la deuda y los contratos de servicios, así como compensaciones a los bancos, los ahorristas y los endeudamientos en dólares. No tardó mucho tiempo en advertirse que no sería posible satisfacer a todos. Pero tampoco era fácil fijar límites a las compensaciones exigidas, atender ciertos reclamos y desoír otros. El trámite de lo que se conoció como “pesificación asimétrica” ilustra estos problemas. Ella consistía en convertir de dólares a pesos tanto créditos como depósitos, de manera de salvar el sistema financiero, distribuyendo los costos de la devaluación de modo “equitativo” entre bancos, ahorristas y deudores. Pero la clave era con qué tipo de cambio y con qué intereses y plazos se reformularía cada uno de esos contratos. El gobierno primero intentó convertir los depósitos en dólares atrapados en el corralito según la tasa inicial de devaluación (40%), reprogramar su devolución en función de los montos (entre 2 meses y 4 años de plazo), y fijar muy bajas tasas de interés. La presión de deudores y ahorristas sobre el Parlamento fue tan masiva y violenta que las autoridades decidieron elevar el techo por debajo del cual las deudas se pesificarían “1 a 1” e incorporar un mecanismo de actualización de depósitos según el índice de inflación. La Corte Suprema avaló esta actitud (que alentó al dólar a trepar por arriba de los 3$ y al Ejecutivo a iniciar juicio político a todos sus miembros). Los costos para el Estado, y las compensaciones que él debería otorgar a los bancos para evitar que cerraran sus puertas, se elevaron consecuentemente. Algunos multimedios endeudados en dólares alimentaron la agitación y los rumores para forzar al gobierno a otorgarles tratos preferenciales. Recién en abril de 2002, y en virtud del reemplazo de Remes por Lavagna, se comenzaría a ordenar la relación con los bancos.
El gobierno fue más eficaz a partir del ingreso de Lavagna para lidiar con los otros frentes abiertos. En primer lugar, dilató la prometida renegociación de la deuda, logrando para ello la aquiescencia de los organismos internacionales, en particular del FMI. Este aval fue alentado por el pago puntual de intereses y capital de las deudas contraídas con ellos. Si bien persistir en el default del resto de la deuda prolongaba la exclusión del país del mercado de capitales, se privilegió equilibrar las cuentas públicas, algo inalcanzable si se reasumían pagos por bonos colocados entre millares de ahorristas locales y extranjeros. Las cuentas públicas merecieron la mayor atención en los meses que siguieron: el gobierno ya había reimplantado retenciones a las exportaciones y mantuvo congelados gastos, jubilaciones y salarios durante el resto del año. En cuanto a los desocupados, recibieron el plan “Jefes y jefas de hogar”, y percibieron $150 por mes. Por otro lado, Lavagna también dilató la renegociación de los contratos de provisión de servicios públicos, lo que evitó que las tarifas, que seguirían congeladas por largo tiempo, alimentaran la inflación. Lo que más ayudo para que Duhalde pudiera administrar la crisis fue que la responsabilidad de todo ello podía descargarse en los desmanejos de De la Rúa. Pero Duhalde no pudo escapar al debate respecto de su legitimidad de origen, ni al reclamo de elecciones anticipadas para todos los cargos. La división en el PJ entorpecía una rápida salida electoral. El PJ debía destrabar la sucesión del liderazgo. De esta manera, el duhaldismo, contando con respaldos firmes sólo en el distrito bonaerense, se vería obligado a buscar soluciones con el marco constitucional. Ya se había dado un paso en esa dirección cuando la Asamblea votó una ley para realizar elecciones presidenciales con el sistema de lemas. Ello no era compatible con las normas constitucionales reformadas en 1994, ni con las demás leyes electorales, pero le ofrecía al PJ una vía para convertir su problema de fragmentación en un recurso para asegurarse una mayoría. Por lo que no es de asombrarse que esta opción volviera a circular tras la asunción de Duhalde, impulsada ahora por otras figuras que aspiraban a sucederlo, como De la Sota. Era resistida por Menem, que en la crisis creyó encontrar la oportunidad para volver al poder. El camino que podía llevar a Menem de vuelta al gobierno tenía estación obligada en su ungimiento como candidato único del partido, en una interna. Finalmente, forzado por estas presiones cruzadas y por la muerte de 2 manifestantes durante una represión militar en un piquete, Duhalde anunció la convocatoria a elecciones anticipadas, pero recién en marzo del año próximo, dando tiempo a la realización de internas en los partidos. Las internas abiertas tenían por finalidad evitar que la disputa se definiera en la consulta exclusiva a los afiliados peronistas, donde Menem tenía más posibilidades, y ofrecer una vía intermedia que fuera aceptada por todos los contrincantes, o al menos por los más relevantes. En 1º lugar, los otros aspirantes que no se alineaban con los grandes caudillos y cifraban sus expectativas en el voto independiente se resistieron a participar de cualquier instancia de selección de candidatos. En 2º lugar, Duhalde necesitaba hallar un candidato para oponerse a Menem. Él mismo se había excluido al asumir al gobierno, y no convenció a Reutemann. Quien sí lo aceptara, De la Sota, no lograba trepar en los sondeos. Cuando los tiempos se acortaban, tras un cruce de maniobras el Ejecutivo emitió un decreto modificatorio de la convocatoria electoral en el que se suspendían las internas y se postergaba la realización de las presidenciales a abril del año siguiente. Poco después, el congreso nacional del PJ, aprobó una resolución que permitía a los sectores partidarios que así lo desearan presentar sus propias candidaturas a la presidencia, y establecía que el partido oficialmente no reconocería ninguna de ellas. La salida encontrada difería, entonces, la resolución de la puja peronista a la elección general en la expectativa de que al menos uno de los candidatos del PJ llegara a la segunda vuelta, y que no fuera Menem. Poco después, en enero de 2003, Duhalde anunciaría su apoyo a Kirchner.
Menem obtuvo un modesto primer puesto con el 24% de los sufragios, contra 22% de Kirchner. Pero el riojano no logró recuperar respaldos fuera del peronismo. Ello explica que en la 2da vuelta previera un resultado muy desfavorable: Kirchner atraía sin mucho esfuerzo las distintas vertientes del antimenemismo. Por eso, Menem se bajó, negando a Kirchner y Duhalde la chance de derrotarlo en las urnas.
EL NUEVO TRANSFORMISMO PERONISTA. El 25 de mayo de 2003 Néstor Kirchner asumió la presidencia de la nación. Duhalde se constituyó en su principal respaldo y le heredó un ministro de economía, otros miembros del gabinete y una política de saneamiento de las cuentas públicas, contención de la inflación y aliento a las exportaciones que permitiría a la Argentina recuperar en los siguientes dos años gran parte del terreno perdido desde 1998. ¿Cómo lo había logrado? El practicado entre diciembre de 2001 y principios de 2002 constituye un caso único en la historia argentina reciente de ajuste ortodoxo política y económicamente exitoso: devaluación, seguida de contención del gasto, de salarios y jubilaciones, licuación de pasivos públicos y privados, prioridad otorgada al superávit fiscal, establecimiento de un tipo de cambio competitivo y saneamiento financiero. Un contexto externo favorable, que combinaba demanda en alza y precios elevados de los productos exportables, y bajas tasas de interés. Fue sobre esta base que, al asumir, Kirchner trazó su propia estrategia para compensar los costos asociados, a través de políticas de orientación “progresista” en otros terrenos, en 1º lugar, y paulatinas correcciones en los gastos, salarios y jubilaciones, posteriormente. La reapertura de los juicios por violaciones a los derechos humanos, el recambio de figuras desprestigiadas del poder judicial, y en particular un discurso confrontativo frente a los tenedores de bonos defaulteados, los organismos internacionales de crédito, las empresas privatizadas y otros beneficiarios de las reformas de los ’90, y la política exterior norteamericana y europea, se inscriben en el primer caso. Con esas banderas, ganó el apoyo de sectores progresistas y de centroizquierda.
Sin embargo, la retórica radicalizada no fue acompañada de decisiones concretas: no se reestatizaron servicios, con excepción del correo (“transitoriamente”), se buscó siempre el apoyo de EEUU y organismos al plan de renegociación de la deuda, etc. La tensión entre un discurso confrontativo y decisiones políticas moderadas no representó un problema para la creación de consenso. En 1º lugar, porque los resultados económicos le dieron la razón: se redujo las tasas de pobreza de más de 50% a alrededor del 40% en el espacio de 2 años. En 2º lugar, colaboró a ello el alineamiento de los sindicatos, estimulado con generosos aportes a las obras sociales.
Los resultados de las presidenciales de 2003 fueron reveladoras: Kirchner había recibido apoyo de votantes peronistas históricos, en Buenos Aires, el sur del país y otros distritos pequeños, pero también de independientes y centroizquierdistas. El principal perjudicado de ello fue el ARI. La situación era novedosa: por primera vez la “promesa” de un peronismo progresista se estaba concretando. El peronismo no tardaría en rodear al presidente de forma más orgánica, proveyéndose de recursos institucionales (en las cámaras, las provinciales, etc.), y de respaldos firmes a sus iniciativas. Ello tuvo su correlato electoral: en las parlamentarias de 2005, obtuvo una victoria en Buenos Aires (46% de los votos), enfrentando al PJ local, duhaldista, que sólo sumó el 20%.
La formación de un nuevo liderazgo parece poner fin a la fragmentación interna. Perduran interrogantes acerca del formato que adoptará este nuevo liderazgo. A diferencia de lo sucedido en los ’90, en que el menemismo condujo al PJ manteniendo amplia diversidad de voces, el kirchnerismo no ha dado señales de prever un resultado igual: se ha mostrado irreductible desde un principio hacia figuras como las de Menem y Rodríguez Sáa, y más reciente hacia Duhalde. La experiencia de diciembre de 2001 y la gestión de la crisis en los años siguientes arrojan un saldo favorable al predominio del PJ, y la ausencia de alternativas opositoras capaces de formar mayorías y gobernar. Independientemente del éxito que pueda alcanzar Kirchner en ampliar y fortalecer su coalición de apoyo, es difícil imaginar una amplia coalición opositora.

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