jueves, 13 de octubre de 2011

Epistemología - Unidad 7

BENJAMIN – La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica.

Los conceptos que introducimos por 1º vez en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo.

La obra de arte ha sido siempre susceptible de reproducción. Lo que los hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. La reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se impone en la historia intermitentemente, con intensidad creciente. Los griegos sólo conocían 2 procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces y monedas eran las únicas obras que podían reproducir en masa. La xilografía hizo que por 1º vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura. Son conocidas las modificaciones que en la literatura provocó la imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica de la escritura. En el curso de la Edad Media se añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así como la litografía en el S XIX. Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado nuevo. El procedimiento que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una plancha de cobre, dio por 1º vez al arte gráfico no sólo la posibilidad de poner masivamente sus productos al mercado, sino además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía capacitó al dibujo para acompañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con la imprenta. Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando; por eso se ha apresurado el proceso de la reproductibilidad plástica que ya puede ir a paso con la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En la litografía se escondía virtualmente el periódico ilustrado y en la fotografía el cine sonoro.
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica –y desde luego que no sólo a la técnica-. Cara a la reproducción manual, catalogada como falsificación, lo autentico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica. La razón es doble. En 1º lugar, la reproducción técnica se acredita como más independiente que la manual respecto de la original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio para el ojo humano. Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y su ahora. El proceso aqueja en el objeto de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica. Resumiendo todo esto en el concepto de aura, podemos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de la tradición que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los movimientos de masas actuales. Su agente más poderoso es el cine. La importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural.
Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican el modo y la manera de su percepción sensorial. Dichos modos y manera que esa percepción se organiza están condicionados no sólo natural, sino también históricamente.
Conviene ilustrar el concepto de aura, en el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales. Cada día cobra vigencia la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción se distingue de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en otra de manera tan estrecha como lo están en aquella la fugacidad y la posible repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción le gana terreno a lo irrepetible.
La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la tradición. Esa tradición es algo muy vivo, cambiante. El ensamblamiento de la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil.
Al irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario, a saber la fotografía, el arte sintió la proximidad de la crisis y reaccionó con la teoría de una teología del arte. De ella provocó una teología negativa en la figura de la idea de un arte “puro” que rechaza no sólo cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual. Por 1º vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida. De la placa fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas copias; preguntarse por la copia auténtica no tendría sentido. Pero en el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.
La recepción de las obras de arte sucede bajo diversos acentos entre los cuales hay dos que destacan por su polaridad. Uno reside en el valor cultual, el otro en el valor exhibitivo. La producción artística comienza con hechuras que están al servicio del culto. Es más importante que dichas hechuras estén presentes y menos que sean vistas. Hoy nos parece que el valor cultual empuja a la obra de arte a mantenerse oculta: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles a los sacerdotes en la “cella”. A medida que las ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual, aumentan las ocasiones de exhibición de sus productos. La capacidad exhibitiva de un retrato de medio cuerpo, que puede enviarse de aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un dios, cuyo puesto fijo es el interior del templo.
Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido en grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de arte, que el corrimiento cuantitativo entre sus dos polos se torna, como en los tiempos primitivos, en una modificación cualitativa de su naturaleza.
En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la línea al valor cultual. Pero éste no cede sin resistencia. Ocupa una última trinchera que es el rostro humano. El valor cultual de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión fugaz de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable. Pero cuando el hombre se retira de la fotografía, se opone entonces, superándolo, el valor exhibitivo al cultual.
Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa que al correr el S XIX mantuvieron la foto y la pintura en cuanto al valor artístico de sus productos. Esta disputa era la expresión de un trastorno en la historia universal del que ninguno de los dos contendientes era conciente. La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una modificación en la función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo. Pero las dificultades que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron juego de niños comparadas con las que aguardaban a esta última en el cine. De ahí esa ciega vehemencia que caracteriza los comienzos de la teoría cinematográfica. Resulta muy instructivo ver como, obligados por su empeño en ensamblar el cine el arte, estos teóricos ponen en su interpretación, y por cierto sin reparo de ningún tipo, elementos culturales.
El actor de teatro presenta él mismo en personal público su ejecución artística; por el contrario, el actor de cine es presentado por medio de todo un mecanismo. Esto último tiene dos consecuencias. El mecanismo que pone ante el público la ejecución del actor de cine no está atenido a respetarla en su totalidad. Bajo la guía del cámara va tomando posiciones a su respecto. La actuación del actor está sometida a una serie de test ópticos. Y ésta es la primera consecuencia de que su trabajo se exhiba por medio de un mecanismo. La segunda consecuencia estriba en que este actor, puesto que no es él mismo quien presenta a los espectadores su ejecución, se ve mermado en la posibilidad, reservada al actor de teatro, de acomodar su actuación al público durante la función. El espectador se compenetra con el actor sólo en tano que se compenetra con el aparato. Adopta su actitud: hace test.
Al cine le importa menos que el actor represente ante el público un personaje; lo que le importa es que se represente a sí mismo ante el mecanismo. Sigue siendo decisivo representar para un aparato. Según Pirandello: “El actor de cine se siente exiliado de la escena y de su propia persona”. Por 1º vez llega el hombre a la situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia. Lo peculiar del rodaje consiste en que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así tiene que desaparecer el aura del actor y con ella la del personaje que representa. La escena teatral es de hecho la contrapartida más resuelta respecto de una obra de arte captada íntegramente por la reproducción técnica y que incluso, como el cine, procede de ella.
El artista que actúa en escena se transpone en un papel. Lo cual se le niega frecuentemente al actor de cine. Su ejecución no es unitaria, sino que se compone de varias ejecuciones. Se trata sobre todo de la iluminación, cuya instalación obliga a realizar en muchas tomas, lo que lleva horas diversas. El extrañamiento del actor frente al mecanismo cinematográfico es de la misma índole que el que siente el hombre ante el espejo. Pero es que ahora esa imagen del espejo puede despegarse de él, se ha hecho transportable. ¿Y adónde se la transporta? Ante el público.
A la atrofia del aura el cine responde con una construcción artificial de la personalidad fuera de los estudios; el culto a las “estrellas”, fomentado por el capital cinematográfico, conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo, a la magia averiada de su carácter de mercancía. Mientras sea el capital quien de en él el tono, no podrá adjudicársele al cine actual otro mérito revolucionario que el de apoyar una crítica revolucionaria de las concepciones que hemos heredado sobre el arte. Claro que no discutimos que en ciertos casos pueda hoy el cine apoyar además una crítica revolucionaria de las condiciones sociales, incluso del orden de la propiedad. Pero no es éste el centro de la gravedad de la presente investigación.
En Europa occidental la explotación capitalista del cine prohibe atender la legítima aspiración del hombre actual a ser reproducido. En tales circunstancias la industria cinematográfica tiene gran interés en aguijonear esa participación de las masas por medio de representaciones ilusorias y especulaciones ambivalentes.
El rodaje de una película ofrece aspectos que antes eran inconcebibles. Representa un proceso en el que es imposible ordenar una sola perspectiva sin que todo un mecanismo (aparatos de iluminación, ayudantes, etc.), que no pertenece a la escena filmada, interfiera en el campo visual del espectador. El teatro conoce por principio el emplazamiento desde el que no se descubre sin más ni más que lo que sucede es ilusión. En el rodaje de una escena no existe ese emplazamiento. La naturaleza de su ilusión es de 2do grado; es un resultado del montaje. Lo cual significa: en el estudio de cine el mecanismo ha penetrado en la realidad que el aspecto puro de ésta, libre de todo cuerpo extraño, no es más que el resultado de un procedimiento especial, a saber el de la toma por medio de un aparato fotográfico dispuesto a este propósito y su montaje con otras tomas de igual índole.
Es preciso preguntarnos por la relación que hay entre el operador y el pintor. Nos permitiremos una reconstrucción auxiliar apoyada en el concepto de operador usual en cirugía. El cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las manos, es distinta de la del cirujano que realiza una intervención. El mago mantiene la distancia natural entre él mismo y su paciente. Dicho más exactamente: aminora sólo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho por virtud de su autoridad. El cirujano no procede al revés: aminora mucho la distancia para con el paciente al penetrar dentro de él. A diferencia del mago, el cirujano renuncia en el instante decisivo a colocarse frente a su enfermo como hombre frente a hombre; más bien se adentra en él operativamente. Mago y cirujano se comportan uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El primero observa en su trabajo una distancia natural con su dato; el cámara por el contrario se adentra hondo en la textura de los datos. Las imágenes que consiguen ambos son diversas. La del pintor es total y la del cámara múltiple.
La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte. De retrograda, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo de cara a un Chaplin. Este comportamiento se caracteriza porque el gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e inmediatamente con la actitud del que opina como perito. Cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. Las reacciones de cada uno, cuya suma constituyen la reacción masiva del público, jamás han estado como en el cine tan condicionadas de antemano por su inmediata masificación. La pintura no está en situación de ofrecer objeto a una recepción simultánea y colectiva. Desde siempre lo estuvo en cambio la arquitectura y lo está hoy el cine. En las iglesias y monasterios de la Edad Media, la recepción colectiva de pinturas no tuvo lugar simultáneamente, sino por mediación de múltiples grados jerárquicos. Al suceder de otro modo, cobra expresión el especial conflicto en que la pintura se ha enredado a causa de la reproductibilidad técnica de la imagen. Por mucho que se ha intentado presentarla a las masas en museos y en exposiciones, no se ha dado con el camino para que esas masas puedan organizar y controlar su recepción.
El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se presenta ante el aparato, sino además por cómo con ayuda de éste se representa el mundo en torno. El cine ha enriquecido nuestro mundo perceptivo con métodos que de hecho se explicarían por los de la teoría freudiana. Una de las funciones revolucionarias del cine consistirá en hacer que se reconozca que la utilización científica de la fotografía y su utilización artística son idénticas. Antes iban cada una por su lado.
Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes del arte provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de su satisfacción plena. El dadaísmo intentaba, con los medios de la pintura o la literatura, producir los efectos que el público busca hoy en el cine. Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de esas que abren caminos, se dispara por encima de su propia meta. Así lo hace el dadaísmo en la medida en que sacrifica valores del mercado, tan propios del cine, a favor de intenciones más importantes de las que, tal y como aquí las describimos, no es desde luego conciente. Al hacer de la obra de arte un centro de escándalo, las manifestaciones dadaístas garantizaban en realidad una distracción muy vehemente. Había sobre todo que dar satisfacción a una exigencia, provocar escándalo público. De ser una apariencia atractiva o una hechura sonora convincente, la obra de arte pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo destinatario. Había adquirido una calidad táctil. Con lo cual favoreció la demanda del cine, cuyo elemento de distracción es táctil en primera línea, es decir que consiste en un cambio de escenarios y de enfoques que se adentran en el espectador como un choque. Comparemos la pantalla donde se desarrolla la película con el lienzo en el que se encuentra una pintura. Éste último invita a la contemplación; ante él podemos abandonarnos al fluir de nuestras asociaciones de ideas. En cambio, no podremos hacerlo ante un plano cinematográfico. Apenas lo hemos registrado con los ojos y ya ha cambiado. El curso de las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto de choque del cine que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una presencia de espíritu más intensa.
El crecimiento masivo del número de participantes ha cambiado la índole de la participación de la masa. Duhamel ha expresado que agradece al cine esa participación peculiar que despierta en las masas. Le llama “pasatiempo para parias, disipación para iletrados”. Vemos que en el fondo se trata de la antigua queja: las masas buscan disipación, pero el arte reclama recogimiento. Disipación y recogimiento se contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le ocurrió a un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística. Y de manera especialmente patente a los edificios. La arquitectura viene ofreciendo el prototipo de arte, cuya recepción sucede en la disipación y por parte de una colectividad. Las leyes de dicha recepción son sobremanera instructivas. El arte de la edificación no se ha interrumpido jamás. Las edificaciones pueden ser recibidas de dos maneras: por el uso y por la contemplación. O mejor dicho: táctil y ópticamente. Del lado táctil no existe correspondencia alguna con lo que del lado óptico es la contemplación. La recepción táctil no sucede tanto por la vía de la atención como por la de la costumbre. En cuanto a la arquitectura, esta última determina en gran medida incluso la recepción óptica.
La recepción en la dispersión, que se hace notar con insistencia creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el cine su instrumento de entrenamiento. El cine corresponde a esa forma receptiva por su efecto de choque. No sólo reprime el valor cultual porque pone al público en situación de experto, sino además porque dicha actitud no incluye en las salas de proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa.

DEBRAY – Vida y muerte de la imagen. Historia de la mirada en Occidente.

LAS TRES EDADES DE LA MIRADA. Las tres cesuras mediológicas de la humanidad –escritura, imprenta, audiovisual- dibujan en el tiempo de las imágenes tres continentes distintos: el ídolo, el arte, lo visual.
PRIMERA REFERENCIA. La historia del ojo no “se ajusta” a la historia de las instituciones, de la economía o del armamento. Tiene derecho, aunque sea sólo en Occidente, a una temporalidad propia y más radical. Cada uno es libre de usar su propio vocabulario siempre que defina sus palabras. Esto ha tentado al Curso de mediología general con una caracterización detallada de las 3 mediasferas. Vale distinguir:
  • A la logosfera correspondería la era de los ídolos en sentido amplio. Se extiende desde la invención de la escritura hasta la imprenta.
  • A la grafosfera, la era del arte. Su época se extiende desde la imprenta hasta la TV en color.
  • A la videosfera, la era de lo visual.
Cada una de estas eras dibuja un medio de vida y pensamiento. Ninguna mediasfera despida bruscamente a la otra, sino que se superponen y se imbrican. El ídolo es la imagen de un tiempo inmóvil. El arte es lento, pero muestra figuras en movimiento. Nuestro visual está en rotación constante, ritmo puro, obsesionado por la velocidad. El ídolo es autóctono, enraizado en el suelo étnico. El arte es occidental. Lo visual, mundial, concebido desde la fabricación para una difusión planetaria. Cada época tiene su lengua materna: el ídolo se ha explicado en griego, el arte en italiano, y lo visual en americano.
PANORÁMICA. La trayectoria larga de la imagen indica una tendencia a la baja de rendimiento energético. En términos de mentalidad colectiva, la secuencia “ídolo” asegura la transición de lo mágico a lo religioso. El “arte” asegura la transición de lo teológico a lo histórico o, si se prefiere, de lo divino a lo humano como centro de relevancia. Lo “visual” de la persona puntual en el contexto global, o también del ser en su término medio. En el vocabulario de Levi-Strauss se diría que lo visual tiene una pintura “en códigos” que toma por materia prima los residuos de los mitos anteriores: el arte, una pintura en “mitos” (conjunto limitado de relatos colectivos); la idolatría, una pintura en “mensajes” (en el sentido físico del término). El ídolo es solemne, el arte serio, lo visual irónico. En efecto, no se mantiene la misma espera respecto de una intercesión (era 1), una ilusión (era 2) y una experimentación (era 3). Es como una relajación progresiva del espectador.
El primero pretende reflejar la eternidad, la segunda ganar la inmortalidad, la tercera constituir un acontecimiento. De ahí tres temporalidades internas en la fabricación: la repetición (a través del arquetipo); la tradición (a través del modelo y la enseñanza); la innovación (a través de la ruptura o el escándalo). Como corresponde aquí a un objeto de culto; allí, a un objeto de deleite; y por ultimo, a un objeto de embeleso o de distracción.
En la era 1, el ídolo es un objeto religioso con propósito político. Es un objeto de creencia. En la era 2, el arte conquista su autonomía en relación a la religión, permaneciendo subordinado al poder político. Es una cuestión de gusto. En la era 3, la esfera económica decide por sí sola el valor y su distribución. Es una cuestión de capacidad de compra.
Así, la imagen artificial, en el cerebro occidental, habría pasado por 3 modos de existencia diferentes: la presencia; la representación; la estimulación. La figura percibida ejerce su función de intermediaria con tres conceptos globalizadores sucesivos: lo sobrenatural, la naturaleza, lo virtual. Además sugiere 3 posturas afectivas: el ídolo apela al temor; el arte, al amor; y lo visual, al interés. La primera esta subordinada al arquetipo, la segunda por el prototipo, y la tercera ordena sus propios estereotipos.
INDICIO, ICONO, SÍMBOLO. Conceptualmente, la sucesión de las “eras” reproduce en parte la clasificación establecida por Peirce entre el indicio, el icono y el símbolo en su relación con el objeto. El indicio es un fragmento de un objeto. En ese sentido, por ejemplo, es la huella de un paso en la arena. El icono se parece a la cosa, sin ser la cosa. Por ejemplo, al santo se le reconoce a través de su retrato, pero ese retrato se añade al mundo de la santidad, no es dado con él. Es una obra. El símbolo, no es análogo con la cosa sino convencional: ejemplo, de la palabra azul en relación con el color azul.
La imagen-indicio fascina. Nos incita casi a tocarla. Tiene un valor mágico. La imagen-icono inspira placer. Tiene un valor artístico. La imagen-símbolo, requiere cierta distancia. Tiene un valor sociológico, como signo de status o marcador de pertenencia.
Régimen ídolo: el más allá de lo visible es su norma y su razón de ser. La imagen, que se lo debe todo a su aura, rinde gloria a lo que sobrepasa. Régimen arte: el más allá de la representación es el mundo natural, a cada uno su aura, la gloria es repartida. Régimen visual: la imagen se convierte en su propio referente. Toda la gloria es para ella.
Esas 3 clases de imágenes no designan naturalezas de objetos sino tipos de apropiación por la mirada.
Nuestras 3 eras no sólo se solapan sino que además, como fenómeno constante, la última reactiva el fantasma de la primera. Ninguna cualidad de la mirada es superior a otra, pues es posterior a ésta, y aún menos exclusiva. El ídolo no es el grado cero de la imagen sino su superlativo. De ahí nuestras nostalgias. El carácter retrogrado del progreso es tan flagrante en la vida de las formas como en la de las sociedades.
LA ESCRITURA AL PRINCIPIO. Hasta la emergencia de los primeros procedimientos de notación lineal de los sonidos, la imagen ha hecho las veces de escritura. Este período va de los primeros croquis semánticos sobre fragmentos de hueso a los pictogramas y mitogramas. La invención del trazo permanece entonces subordinada a la producción de una información (rememoración útil, enumeración contable, indicación técnica).
La imagen es la madre del signo, pero el nacimiento del signo escriturístico permite a la imagen vivir plenamente su vida de adulto, separada de la palabra y liberada de sus tareas triviales de comunicación.
Lejos de imitar las apariencias, las obras figurativas de los “primitivos” son las herramientas del sentido. Más que contemplarlas, hay que descifrarlas. En un mundo sin archivos escritos, todos los utensilios sirven de soportes a la memoria. En referencia a los pueblos sin escritura se podría hablar, en rigor, de lengua plástica.
Figura de eternidad, el ídolo es conservador. Que obedezca a cánones teológicos como el icono bizantino o a ritos sociales como la escultura africana, el ídolo teme la innovación: las exigencias de eficacia lo hacen conformista. Mientras el artista inventa y renueva la herencia, el fabricante de ídolos no es un creativo. Es un productor sin mercado, donde el cliente es el amo y donde la presión social interiorizada suple al deseo inconsciente.
LA ERA DE LOS ÍDOLOS. El icono no es un retrato con parecido, sino una imagen divina, teofánica y litúrgica, que no vale por su forma visible propia sino por el carácter deificante de su visión, o sea, por su efecto. ¿Por qué preferir el término ídolo al de icono? Porque es más antiguo y tiene un alcance más general. En sentido amplio reagruparemos bajo este término el conjunto de las imágenes inmediatamente eficaces (al menos para los espectadores inmersos en una tradición de fe), cuando la mirada trasciende la materialidad visible del objeto.
El ojo de un visitante que tuviera algunos milenios de edad, habría podido explorar un mismo abigarramiento cubriendo con un cálido manto de vida (sin relación con la fría blancura con que los ha desnaturalizado el presente) esos gres, esos mármoles y esos alabastros. Los ídolos tenían el tono encarnado y brillante de la carne, pues todos ellos eran seres que actuaban y hablaban. Su vista solicitaba primeramente el hemisferio izquierdo del cerebro.
En régimen “ídolo”, la práctica de la imagen no es contemplativa, y la percepción no establece un criterio. El poder de la imagen no está en su visión sino en su presencia. Una iluminación en un manuscrito cerrado, o un sacramentario invisible en una iglesia, vela de lejos por sus fieles reunidos. Un ortodoxo reza a su icono con los ojos cerrados porque lleva el icono de Cristo en él. El culto antiguo de la reliquia se ha transformado en el culto cristiano de la estatua milagrosa y de las reliquias de los santos.
La imagen visible es referida directamente a lo invisible y sólo tiene valor como enlace. El ídolo es la imagen de un dios que no existe, ¿pero quien decide esa existencia? Falso o verdadero, lo importante es que, dentro o detrás de la figuración, esté lo divino, quiere decirse, el poder. Tal es el criterio del parecido en una era única: una imagen de arte “produce efecto” por metáfora. Un ídolo posee efecto realmente por naturaleza.
LA ERA DEL ARTE. Lo “artístico” aparece cuando la obra encuentra en ella misma su razón de ser. Cuando el placer (estético) ya no es tributario del encargo (religioso). La profesionalización del artista no establece un criterio. Ni siquiera la firma de la obra. El criterio es la individualidad asumida, actuante y hablante. No la firma, o la rúbrica, sino la toma de la palabra. El artista es el artesano que dice “yo, yo”. Que muestra al público, en persona, no los secretos del oficio, sino su función en el seno de la sociedad en su conjunto. El advenimiento del arte va unido a la creación de un territorio, ideal y físico, cívico y ciudadano. Nace de la reunión de un lugar y de un discurso. Lo que vale para el arte como concepto vale para un arte dado como género (teatro, novela, baile, cine, etc.).
Un día, las escenas dialogadas que formaban parte del oficio religioso salen del coro de la iglesia y se instalan en el atrio. Nacimiento en el S XIII del misterio. Más tarde, el drama sagrado abandona el atrio para instalarse en un local permanente y cubierto construido expresamente: nacimiento en el S XVI del teatro. Un día, el cinematógrafo de los hermanos Lumière abandona las barracas de feria y en 1902 inventa el Nickelodéon, precursor de nuestras salas de proyección. Nacimiento a principio del S XX del cine como arte.
La estetización de las imágenes comienza en el S XV y termina en el S XIV. Entre la aparición de la colección particular de los humanistas y la creación del museo público, lugar colectivo, permanente y abierto a todos.
El paso del ídolo a la obra de arte es paralelo al paso del manuscrito a la imprenta, entre los S XV y XVI. Del icono al cuadro, la imagen cambia de signo. De aparición pasa a ser apariencia. De sujeto se convierte en objeto.
La evidente ganancia de poder por parte del artista como individuo que marca ostensiblemente la entrada en la era del arte tiene como reverso una bajada de poder ontológico, una caída en presencia real de sus creaciones. La belleza es una magia frustrada, o rechazada. Como el museo es el receptáculo de las creencias degradables de la cultura, el arte es lo que queda al creyente cuando sus imágenes santas ya no pueden salvarle.
La idolatría, aparecida con la escritura, se disuelve pues con la imprenta. Ésta ha borrado “una forma de lenguaje de las imágenes”. El librito xilográfico desaparece hacia 1470 ante el libro tipográfico. El desarrollo de la imprenta se hace en detrimento del libro ilustrado, coloreado, iluminado, con figuras alegóricas. Desaparece, o pasa a segundo plano, la imagen narrativa, el relato en imágenes. La Edad Media fue mucho más una “civilización de la imagen” que nuestra era visual, y la edad clásica la ha cubierto de páginas grises. La imagen deriva entonces socialmente hacia abajo. Es una regla: si el ídolo es igualitario e incluso colectivista, la imagen de arte aparece en sociedades con separaciones sociales acentuadas.
La xilografía servía en una Edad Media que, en su etapa final, tenía la pasión de las imágenes piadosas, para memorizar los sermones de los hermanos mendicantes, ilustrar Biblias manuscritas, enseñar letanías y oraciones. El grabado en talla dulce, sobre cobre, con utilización de la prensa cilíndrica, procede, como la imprenta, de las artes del metal y de la orfebrería, en las que los países germánicos son los grandes maestros. La talla dulce destronó a la madera grabada, principal medio de propaganda y agitación de la era precedente.
Propulsora de lo ilustrado, la imprenta fabrica el primer múltiplo con soporte metálico (de acuerdo con la moneda) gran promotor del mundo germánico. El grabado puso en contacto el norte iconófobo con el sur y el sur iconófilo llevó la escuela al norte. El norte de Europa prefiere los libros, el sur los cuadros. Primacía protestante, prioridad católica. Pesimismo puritano de la letra sola, optimismo terrestre que confía en el dinamismo de las imágenes.
Ya hemos visto, con el ídolo, lo que podía ser una mirada sin sujeto. Ahora veremos, con lo visual, lo que es una visión sin mirada. La era del arte pone un sujeto detrás de la mirada: el hombre.
La aparición simultánea de la perspectiva y del arte no coincide por azar con el nacimiento de una sociedad de humanistas laicos al margen de las tutelas clericales. Esa laicización ha tenido dos contrapartidas benéficas para la historia del arte: la constitución de un campo estético independiente de la teología, por medio de una historia profana de los artistas y los estilos y la constitución de colecciones de antigüedades profanas (medallas, manuscritos, monedas, estatuas) fuera de los lugares de culto.
La construcción en perspectiva heroíza al constructor: el que conoce las leyes del espacio y organiza su utilización. Esa subjetivación de la mirada ha tenido su precio: la reducción de lo real a lo percibido. Ése es el principio del fin de la mirada transformadora. O la entrada en crisis, para la óptica, de la transcendencia mística. La geometrización de la superficie a través de la cuadriculación del espacio teatral transforma el mundo exterior en una combinación de volúmenes y superficies, liberado a la postre de sus opacidades mágicas. La esencia de lo visible no es lo invisible, sino un sistema de líneas y puntos.
CRÓNICA DE UN CATACLISMO. Foto, cine, televisión, ordenador: en un siglo y medio, de lo químico a lo numérico, las máquinas de visión se han hecho cargo de la antigua imagen “hecha por mano de hombre”.
EL PRIMER CONFLICTO DE LAS FOTOS, 1839. Intentemos hacer una valoración serena de los efectos del maquinismo que han trastornado nuestro régimen de visión. La técnica avanza borrando sus huellas, y cuanto más refuerza su influencia tanto más se escamotea ella misma. A medida que crece nuestro dominio de las cosas, disminuye nuestra aptitud para dominar, aunque sea con la inteligencia, ese dominio.
La arqueología de lo audiovisual podría muy bien comenzar con el fuego y las sombras de la caverna. Pero la proyección luminosa fija comienza en el S XVII con la linterna. La imagen animada aparece en el S XVIII con la invención del travelling por Robertson, creador de las “Fantasmagorías” que se deslizaban sobre unos raíles, detrás de una pantalla, gracias a una linterna colocada en una carretilla. Pero la entrada al nuevo mundo de la imagen se opera en 1839, ni en 1859, primera exposición de fotos. Ni en 1895, primera proyección de los hermanos Lumiere. Ni en 1928, “El cantor de jazz”, primera película sonora. Ni en 1951, salida del Eastmancolor. Se opera en los años ’70 con el uso de la TV en color. El inicio de la videosfera se situaba en torno a 1968. La fotografía no fue el primer multiplicador. Fue la introducción de un automatismo en el trabajo manual de las ilustraciones. El 18 de agosto de 1839 es un punto de inflexión. Entonces se inaugura la larga fase de transición de las artes plásticas a las industrias visuales. Ese día, Arago, en nombre del Estado francés y en el Instituto de Francia, hace pública la invención de “ese nuevo instrumento para el estudio de la naturaleza”. El procedimiento no era nada más que una herramienta, un elemento auxiliar del trabajo científico puesto a disposición de los astrónomos, de los botánicos, de los arqueólogos. Pero Delaroche, pintor, salió de la sesión exclamando: “Desde hoy, la pintura ha muerto”. A fines del S XVIII ya se había iniciado una mecanización del retrato con el pantógrafo, después con la silueta recortada con el physionotrace, aparato para grabar los perfiles que hizo furor en tiempos de la Revolución, y por último con el retrato miniatura, artesanal, que estuvo de moda hasta 1850. La imagen argéntica aparece con el ferrocarril, la autorización de las cámaras y el gran almacén. En 1850 la mayoría de retratistas profesionales están arruinados, como lo estarán en 1900 los cultivadores del paisaje de género por culpa de la tarjeta postal. Pero sin ese competidor cápital, Cézanne nunca habría podido exclamar: “Yo soy el primitivo de un nuevo arte”. Picasso a Brassaï: “La fotografía ha venido para liberar la pintura de toda literatura, de la anécdota e incluso del motivo”. El aparato fotográfico ha forzado al pintor a pintar mejor. Lo mismo que el cine, 100 años más tarde, obligará al teatro a mejorar.
Se ha puesto de manifiesto que las dos imágenes fijas no eran del mismo orden. La pintura procede del icono, y la foto del indicio. Es, más exactamente, una formalización de la impronta, o sea un compromiso entre creación y reproducción.
EL REY CINE, 1895. Con sus pesados marcos dorados, sus retoques, su pasión de embellecer y sus “imágenes borrosas y artísticas”, la fotografía ha corrido durante medio siglo detrás de la pintura. Pero ésta ha corrido detrás del cine desde su salida de las barrancas de feria.
Cada época tiene un inconsciente visual, foco central de sus percepciones (en la mayoría de casos no percibido), código figurativo que le impone como denominador común su arte dominante. Dominante es el arte de las artes, aquel que tiene la capacidad de integrar o de modelar las otras a su imagen. El más adecuado a la mediasfera ambiente y de manera especial a sus medios de transporte. Cuando el automovilista va al cine, no cambia de velocidad. “Darse una vuelta” ya no es ir a ver una exposición sino una película. En el reconocimiento del cine como arte, los filósofos han acusado 50 años de retraso con respecto a los poetas. Los teóricos caían de las nubes, pero los escritores apenas si han sido afectados por la invención visual, pues ese híbrido ferial y literario, a la vez populista y elitista, se ha impregnado desde su nacimiento de lo escrito y lo impreso. Como las actualidades cinematográficas de ayer proyectaban sobre la pantalla grande los cánones de la información de prensa, la mayoría de filmes de repertorio copian grandes textos, novelas y teatro. La psicología, como la práctica del cine, ha estado más cerca de la cosa escrita que de la pintada. La pintura ha sido el psicoanálisis del S XVI, el cine el del S XX. Se puede resumir visualmente el Renacimiento con un Durero, un Da Vinci y un Tiziano. Pero los siglos, como los días, tienen su puesta de sol. Y el elemento cine es “cosa del pasado”.
LA TV EN COLOR, 1968. A medida que se impone la videosfera, esos dos exploradores que son la foto y el cine se van acercando a la grafosfera que los ha alimentado. La TV numérica nos revelará mañana la verdadera naturaleza de la TV hertziana. Ésta nos ha mostrado el cine, como la foto la pintura, pues hoy sabemos lo que no sabían los contemporáneos de la innovación: la foto no es una pintura menor, como tampoco la TV es un cine pequeño. Es otra imagen. La TV, en un primer tiempo, revivificó las virtudes propias del cine como la fotografía había devuelto sus derechos a la “pintura-pintura”.
En la foto y el cine, la imagen existe físicamente. Una película es una sucesión de fotogramas visibles al ojo desnudo en régimen continuo. En el video, materialmente, no hay ya imagen, sino una señal eléctrica en sí misma invisible, que recorre 25 veces por segundo las líneas de un monitor. Somos nosotros los que recomponemos la imagen. Todos los elementos de la imagen de cine son registrados instantáneamente y en bloque. Es un todo. La transposición de una imagen luminosa en señal eléctrica en un telecine (el procedimiento de registro video de un film de cine), se efectúa punto por punto. La imagen de vídeo ya no es una materia sino una señal. Para ser vista, la imagen debe ser leída por un cabezal registrador.
Recordemos algunas propiedades del soporte video: 1) imagen y sonido en la misma pista, 2) no revelado químico en laboratorio (que exige entre 1 y 2 horas para un carrete de filme), 3) muy bajo costo del soporte, 4) posibilidad de transmisión instantánea a distancia (por satélite, mientras antes el carrete se enviaba por avión).
Todo ello modifica el oficio del periodista, el régimen de información, y la percepción de espacio y tiempo. En la visibilidad instantánea de la imagen registrada está nuestro “tiempo real”. En la abundancia del soporte hay inflación vertiginosa del número de imágenes disponibles, y por lo tanto un riesgo serio de desvalorización (influencia y afluencia están en razón inversa). En la capacidad de retransmisión inmediata está la abolición de las distancias. La logística de lo visible gobierna la lógica de lo vivido. Con el video ligero, el ilustrador como mediador de lo visible, el escritor o el periodista como mediadores de la historia pierden su antigua primacía, en beneficio del presentador para el que llega la actualidad. La inmediatez del video economiza las profundidades de campo y de tiempo.
La TV se propone como el difusor natural del video, que también puede pensar en subvertirla. El material impreso es sin duda el que ha inventado “la actualidad”, esa extravagancia que inicia su vuelo en el S XVIII, salida de la gaceta, catalizada luego, a finales del S XIX, por la alianza del telégrafo eléctrico y del diario popular, poderosamente reforzada por la radiodifusión tras la 1º GM. El televideo podría hacer implosionar la actualidad por contracción de tiempos poco antes de distintos: el tiempo en el que ocurre la cosa; el tiempo de su relación; y, por último, el tiempo de su difusión.
EL FIN DEL ESPECTÁCULO. ¿Por qué ver en la imagen polícroma de video la cesura capital? Por dos razones acumuladas. Primeramente, el tubo catódico nos hace pasar de la proyección a la difusión, o de la luz reflejada desde fuera a la luz emitida por la pantalla. La TV destruye el inmemorial dispositivo común al teatro, a la linterna mágica y al cine, oponiendo una sala oscura a una revelación luminosa. Aquí la imagen tiene su luz incorporada; se revela a sí misma. Al surgir por sí misma, ante nuestros ojos, se convierte en “causa de sí misma”.
El color refuerza de manera decisiva lo analógico, la concreción y la capacidad alucinatoria de la impronta. Como el carácter escrito negro sobre blanco, el signo impreso en la página, la abstracción distante del blanco y negro mantiene con su contemplador una separación convencional, desconcertante y fría. El blanco y negro corresponde a un distanciamiento simbólico; el color, a una atracción basada en el indicio. Menos exigente y más ameno, produce “el efecto de realidad”. Con la videosfera vislumbramos el fin de la “sociedad del espectáculo”. Se reservaba el término “paisaje” al ojo y el de “entorno” al sonido. Pero lo visual se ha convertido en un ambiente casi sonoro, y el viejo “paisaje” en un entorno siniestésico y envolvente. Fluxus es el nombre de nuestra época. El sonido se propaga y posiblemente ha propagado la imagen con él.
El oído es arcaico por origen y constitución. Pero lo audiovisual atempera el distanciamiento óptico por el acercamiento sonoro, en una combinación inestable en la que lo auditivo tiende a imponerse. Técnicamente se puede cortar el sonido de la televisión, cosa que no se puede hacer en el cine. Pero ha habido y puede haber cine mudo, mientras que no se puede concebir una TV muda. Si nos cuesta proyectarnos en una imagen de TV, más que en la imagen de cine o en una escena e teatro, es por la simple razón de que ya estamos adentro. El presentador es un invitado entre la gente: y todos vibramos con él en la conversación, sobre el plató. Ahora todo ocurre en la proximidad. El plató ya no es un espacio fuera de nuestro espacio, un tiempo fuera de nuestro tiempo. Entra en crisis la separación entre sujeto y objeto que mantenía bloqueado el resorte de las catarsis. El show está en lo real, y el telespectador casi detrás de su pequeña pantalla, no para mirar sino para participar en un happening en el que el periodista también participa en la fabricación del acontecimiento. El cine, huella en diferido, mantenía la separación. La TV, por vía directa, la suprime. En el momento presente, la noticia es el acontecimiento, la imagen es la cosa, la carta es el territorio y la noción de “tamaño natural” ya no es reguladora.
LA BOMBA NUMÉRICA, 1980. En la historia de la imagen, el paso de lo analógico a lo numérico instaura una ruptura equivalente en su principio al arma atómica en la historia de los armamentos o a la manipulación genética en la biología. Lo que capta la vista ya no es nada más que un modelo lógico-matemático provisionalmente estabilizado. Ese paso por la numerización binaria que afecta a la vez a la imagen, al sonido y al texto hace que se agrupen bajo un común ordenador el ingeniero, el investigador, el escritor, el técnico y el artista. Todos ellos pitagóricos.
La simulación elimina al simulacro, levantando así la inmemorial maldición que unía imagen e imitación. Ése sería entonces el fin del milenario proceso de las sombras, la rehabilitación de la mirada en el campo del saber platónico. Con la concepción asistida por ordenador, la imagen reproducida ya no es copia secundaria de un objeto anterior, sino lo contrario. Al eludir la oposición del ser y el parecer, de lo parecido y lo real, la imagen infográfica ya no tiene por qué seguir imitando una realidad exterior, pues es el producto real el que deberá imitarla a ella para existir. Liberada de todo referente (al menos en principio), la imagen autorreferente de los ordenadores permite visitar un edificio que aún no está construido, circular en un coche que no existe todavía sino sobre el papel, pilotar un falso avión en una cabina de mando auténtica, por ejemplo, para repetir en el suelo una misión de bombardeo. Eso es en definitiva lo visual en sí mismo.
Una entidad virtual es efectivamente percibida por un sujeto, pero sin realidad física correspondiente. La paradoja es que, entonces la imagen y la realidad se hacen indiscernibles: un espacio así es explorable e impalpable, a la vez no ilusorio e irreal.
La producción industrial se une por medio del ordenador a la creación artística; sonora, con la musica electro-acústica y electrónica; visual, con la infografía. Las máquinas ya no están ahí sólo para difundir, con el magnetoscopio, el lector hi-fi, etc.: o para almacenar y archivar, para fabricar.
¿Hasta qué grado de inmaterialidad y abstracción física puede llegar la invención plástica? Con la formalización creciente de las imágenes (y de los sonidos sinéticos), todo se hace en frío y a distancia, con control remoto. En el cine, para una toma de vistas el operador se sirve de la cámara in situ. El vídeo de alta definición, se opera desde control, en una furgoneta, a 100 metros del lugar de rodaje. En el sistema numérico se hace variar la intensidad de las luces, los ambientes, las posiciones de la cámara, las texturas de las superficies (mate, brillante, etc.) con un movimiento de dedo en el teclado. Más contacto con una materia. El espíritu se ha liberado de la mano, el cuerpo entero se hace cálculo, el hombre se ha despegado de la tierra. Los colores pueden variar a voluntad hasta el infinito y se podrían encontrar tantos matices entre un tierra de Siena y un azafrán como decimales entre dos números enteros. Libertad fabulosa pagada con la pérdida del deseo. Todo se vuelve fácil y rápido. En principio, pues la velocidad así ganada se pierde luego en las demoras de cálculo necesarias para interpretar las apariencias. El ser humano sintetizado es siempre una marioneta, a veces un androide, nunca una mirada. El rostro, aún más que la voz, escapa al cálculo. El problema no es el alma sino el cuerpo, pues donde no hay cuerpo no hay alma, o sea, mirada. ¿Y qué hay de perdurable en ausencia de los ojos? Una imagen viva presenta un curioso parentesco con la individualidad. Es una sorpresa que queda. Lo inerte y los algoritmos tienen una esencia repetible, como todo lo que carece de ser.
En el tecnoarte, el concepto precede al sentimiento. Pero aquí el número predetermina el resultado, no hay montaje posible y lo que se encuentra está íntegramente en el cálculo; desencarnación logocéntrica de la carne sensorial de lo visible. En la imagen de arte, pongamos por caso el retrato, había un estremecimiento ligado a la imprevisible aparición de un semejante que no se asemeja a ningún otro. Ese pathos de la última veces lo que había de común en cualquier hombre nacido por azar y mortal por necesidad con la imagen, sea la que fuere, fabricada por él y que capta la captación óptica de un modelo matemático no parece en condiciones de asumir. Lo irreemplazable de la obra de arte constituye sin duda una ventaja económica, pero no la agota. La obra es cara porque, contrariamente al producto industrial, no es un bien reproducible. La obra no era singular por ser cara. Era lo imprevisto que surge a la vista, a la vida. La obra, como el individuo, es hallazgo, accidente, sorpresa agradable. El problema, con esas tecnologías maravillosas y ultramodernas, es su fiabilidad: ellas lo prevén todo. El tecnoarte es más fecundo en procedimientos, procesos y programas que en objetos acabados. Una foto, una película, incluso un videocasette, son objetos de cerrados, mostrables, transportables, comercializables. Un software no es un opus sino una matriz de operaciones innumerables. Un software puede tener muchas aplicaciones: es evolutivo. La obra está acabada y es definitiva. ¿Quién es el autor de un filme numérico? ¿El ingeniero o el infografista? Alguien contestará: ni uno ni el otro, sino el autor del story-board. En realidad, en la fabricación de un software hay trabajo de creación y en una creación numérica hay mucho software.

BAUDRILLARD – Lo orbital, lo exorbital.

Comenzó la era orbital, de la que forma parte el ámbito espacial, pero precisamente, la TV y otras cosas más, como las moléculas y las espirales del ADN en lo oculto de nuestras células. Ségalen ya decía que a partir del momento en que se supo que la tierra era una esfera, el viaje dejó de existir pues, por definición, en una esfera, abandonar un punto ya implica empezar a acercarse a él. La esfera es monotonía, los polos son una ficción y lo lineal adquiere una extraña curvatura.
En lo imaginario espacial, los cohetes emprendían su vuelo lineal hacia otros mundos: directamente al espacio infinito. En realidad, la primera vez que partieron empezaron a girar en derredor y desde entonces no han dejado de hacerlo. Lo orbital prevaleció sobre lo exótico.
Nuestros saberes, nuestras tecnologías, nuestro conocimiento que en la era clásica aspiraban a la superación, a la trascendencia, a la infinidad, se han desviado sutilmente para ponerse en órbita: todo esto empezó a girar alrededor de sí mismo y a tejer una órbita perpetua alrededor de nosotros. La información es orbital: es un saber que nunca más se superará a sí mismo, que no se trascenderá ni se reflejará más al infinito, pero que tampoco toca tierra nunca más ni tiene punto de fijación ni referente verdadero. La TV es una imagen que ya no sueña más, que ya no imagina, pero que tampoco tiene ya nada que ver con lo real. Es un circuito orbital. La bomba nuclear, ya sea satelizada o no, también es orbital: nunca más dejará de obsesionar a la tierra en su trayectoria, pero tampoco está hecha para tocar tierra: no es más una bomba finita, ni tampoco encontrará su fin: está en órbita, y eso es suficiente para el terror. Todo se sateliza.
El muy filosófico ser-sujeto del mundo se ha convertido en la universalización del hombre a través de sus extensiones mediáticas. Todas las partes del cuerpo del hombre se han satelizado a su alrededor en orden excéntrico, se han puesto en órbita para ellas mismas, y al mismo tiempo, en relación a ellas, es decir, en relación a esa extraversión circular de sus propias tecnologías, el hombre está en estado de exorbitación, de excentricidad. Está actualmente satelizado respecto de los satélites que creó y que él mismo puso en órbita. El hombre era trascendente: se ha vuelto exorbitante.
La guerra, los intercambios financieros, la tecnoesfera se satelizan en un espacio inaccesible, dejando al resto abandonado. Todo lo que no accede a la potencia orbital es exorbitado, abandonado, de ahora en más, y sin apelación, pues ya no hay recurso a ninguna trascendencia.
EL SUJETO FRACTAL. Una vez alcanzados los límites del planeta y explorados todos sus confines, lo único que podemos hacer es circular en redondo cada vez más rápido e implorar en tierra, en un espacio que se encoge cada día más en nuestra movilidad creciente, ya sea la del avión o la de los medios de comunicación. Es el fin del viaje pues es el fin del espacio, dada la inexistencia de límites para atravesar.
La trascendencia explotó en mil fragmentos que son espejos en el que todavía vemos nuestro rostro. La implosión es esa calidad del objeto fractal de hallarse entero en el más mínimo de sus detalles en lugar de trascenderse en un conjunto que lo supera. En ese sentido, podemos hablar de sujeto fractal que, en lugar de proyectarse a una totalidad o una finalidad, se disfracta en una multitud de egos en miniatura, todos parecidos. Hasta hace mucho, el peligro para el individuo era perderse en la multitud y parecerse a los demás. Ya no es ésta su obsesión: el miedo al anonimato y al conformismo, la idea de la diferencia y de la alteridad ya no atormentan nuestro imaginario. Lo mejor de lo mejor es parecerse sólo a sí mismo, lo que libera del miedo de parecerse a los demás. En la actualidad, la imaginación es imposible porque todos los horizontes han sido franqueados, porque uno se ve confrontado de antemano con todos las otras partes y lo único que puede hacer es retraerse ante una experiencia demasiado vasta e inhumana por su ilimitada envergadura. Todos conocemos bien esta retracción: es la del sujeto narcisista. Aquél cuyo horizonte mental se ha restringido a la manipulación de sus imágenes y sus pantallas. Con eso, tiene todo lo que necesita. El desapego sexual nace a lo largo de las redes, nace del entrecruzamiento y la velocidad de los circuitos. Es contemporáneo de la forma desértica del espacio que engendra la velocidad, y de la forma desértica de lo social engendrada por la comunicación y la información.
Toda imagen, toda forma, toda parte del cuerpo vista muy de cerca es un sexo. Lo que se vuelve sexual es la promiscuidad del detalle, lo que adquiere valor sexual es el aumento del zoom. La exorbitancia de cada detalle no atrae como un abismo. O la ramificación, la multiplicación serial al infinito del mismo detalle. Contra la distancia extrema de la seducción, está la promiscuidad extrema de la pornografía.
Buscamos la desmultiplicación del deseo en objetos parciales, y la realización del deseo está ahí, en la sofisticación técnica del cuerpo sexual. Tal como lo cambia en sí mismo la liberación sexual, el cuerpo ya no es más que una diversibilidad de superficies, una diversificación de los detalles, una microscopia del deseo, una pululación de la vida sexual en sus múltiples objetos. Así, cuerpo y sexo pierden, en la aceleración y el aumento, su definición misma. Todo esto se aplica sin duda mucho más al tiempo que al espacio. Lo que decíamos sobre el encogimiento del espacio, vale para el tiempo. De nada sirve ya pasearse en el tiempo con el sueño, el proyecto, pues todos los puntos del tiempo están ahí resumidos en uno solo: éste, el nuestro, donde se inscriben como huellas toda la información del pasado y la autorregulación del futuro. Por consiguiente, el uso del tiempo se ha encogido y miniaturizado considerablemente.
Estaríamos pues, tanto para el tiempo como para el espacio, ante una forma transfinita. Hemos alcanzado los límites del espacio y del tiempo y ya no queda nada por atravesar. Esta transfinitud hace que dispongamos de todo el tiempo y que, en consecuencia, no tengamos más tiempo ni adelante ni atrás. En la aceleración, el tiempo también hace masa, y como cualquier fluido ante un proyectil contraído, densificado, termina obstaculizando nuestra progresión misma y convirtiéndose en un muro insalvable. Del mismo modo en que la emulsión artificial de la comunicación y de la información termina haciendo masa y obstaculizando la progresión de lo social. Todo lo que atravesamos a una velocidad alocada es un desierto. Una ciudad que se cruza en un auto, un campo cruzado por la autopista, se transforman automáticamente en desiertos. Asimismo, el campo de las relaciones humanas, atravesado por los flujos ultra-rápidos de la comunicación, se transforma automáticamente en desierto. Son los nuevos desiertos. Existen también en el campo social, donde no derivan de una miseria natural o de una falta de socialización, sino del proceso de socialización total y de su retracción a zonas privilegiadas, dejando en el abandono sectores enteros, que se convertirán en el cuarto mundo. El cuarto mundo son los olvidados del proceso informático, de la gigantesca recentración informática de las sociedades, y por consiguiente de una desuniversalización de los sistemas. El cuarto mundo es olvidado, abandonado por el movimiento de contracción y de sobreconcentración de los intercambios.
El hombre se vuelve satélite de sus propias funciones. Está exinscripto a su propio cuerpo. Salvo, quizás, en esto: lo que distinguirá siempre el funcionamiento del hombre de las máquinas mecánicas, incluso de las más “inteligentes”, es la embriaguez de funcionar, el placer. Inventar máquinas que tengan placer algo que felizmente todavía está más allá de los poderes del hombre. Mientras inventa máquinas que trabajan, que piensan mejor que él, o por él, no hay extensión mediática, no hay extensión del placer del hombre. Para ello sería necesario que las máquinas pudieran tener una idea del hombre, inventar al hombre –pero es tarde para eso: el hombre ya existe-. Lo único que puede hacer es destruirlo.
Es indudable que los hombres han perfeccionado los medios para su propia muerte, es indudable que han materializado su propia muerte en su propia tecnología, pero al mismo tiempo la han puesto en órbita. Y eso es tal vez lo que los hombres encontraron para exorcisar su propio fin: ponerlo en órbita.

BAGGIOLINI – Aportes para pensar una historia de las tecnologías de comunicación.

Hay una serie de campos de conocimiento en rápida transformación que en los últimos años están siendo aglutinados en torno al concepto de “historia de las tecnologías de comunicación”. No me propongo aquí darle consistencia a un campo en formación, pero me gustaría aportar algunos nexos entre corrientes en apariencia distantes entre sí, dejando de lado una historia descriptiva y positiva de las tecnologías en tanto “invenciones”, dado que nos interesa desentrañar la calidad de estas mutaciones, las nuevas prácticas que se instauran, los modos, en definitiva, a partir de los cuales la sociedad hace suya determinada tecnología. Un aporte a una historia de este tipo debería recuperar al menos 2 líneas, 2 tipos de saberes que se han ido gestando a lo largo de esta última mitad del siglo.
El primer campo, coincidente con la llamada “Filosofía de la tecnología”, y que podría entenderse como los modos en que el hombre occidental pensó su relación con la tecnología, tiene mucho que decir al respecto. El hecho, incluso, a partir de esta última década, de que se comience poco a poco a utilizar la terminología tecnologías de comunicación por la más tradicional de medios de comunicación, pone al descubierto la necesidad de “pensarlas” dentro de la tradición de los estudios sobre tecnología en general. Si bien no todas las tecnologías son medios de comunicación, sí todos los medios son tecnologías de comunicación y comparten toda la tradición epistémica de la técnica en tanto techné, primero, y de la tecnología moderna con todas sus relaciones con la ciencia, después.
Una segunda línea a tener en cuenta gira en torno a una visión histórica donde la serie “medios” aparece independiente de las demás series históricas: esta tendencia formalista y generalista de algunos de los autores que podríamos colocar en esta línea –McLuhan, Lowe o Debray- no invalida el aporte que han hecho a la definición del campo mediático. También dentro de este campo de conocimientos podríamos colocar todos aquellos trabajos que organizan historias particulares de cada medio –cine, radio, fotografía, TV, etc.-, que permiten construir una historia de las mediaciones.
Volviendo al 1º aspecto, a la llamada “filosofía de la tecnología”, nos interesa recuperar dentro de esa corriente la obra de Mitcham y elegimos en particular la perspectiva histórica manifestada en su artículo “3 formas de ser-con la tecnología”, donde resume 3 actitudes del hombre respecto con la tecnología históricamente:
  1. El escepticismo antiguo, que toma a toda tecnología sospechosa.
  2. El optimismo ilustrado, que promociona a la tecnología como la quintaesencia del progreso y el conocimiento.
  3. El desasosiego romántico, que promueve una actitud ambigua con la tecnología ya que si bien es un aspecto de la creatividad humana termina debilitando los lazos de afecto sociales.
Si bien Mitcham define estas 3 actitudes en relación a la tecnología en momentos históricos determinados, pueden también éstas ser consideradas como “tipos”, es decir 3 formas o modos de pensar la relación del hombre con la tecnología.
Una visión más discontinua de la historia nos permitiría pensar en la aparición y utilización de las distintas tecnologías de comunicación (medios) como acontecimientos que, en muchos casos, reorganizan el ambiente cultural y social.
Una historia donde los medios, en tanto tecnologías, van constituyendo una cierta autonomía simbólica y redefiniendo continuamente ciertos parámetros interpretativos, es decir, lo que en un momento histórico particular se entiende como lo real, la verdad, las formas de presentar o representar el mundo, etc. Bien podría ser pensada, esta manera de ver las tecnologías e comunicación, como una historia de las representaciones que los medios han ido construyendo desde sus “usos” reales, y en muchos casos potenciales: una historia de las representaciones sociales producidas por las tecnologías de comunicación a partir de su propia especificidad.
Una de las ideas fuerza que guían a algunos de estos autores –especialmente a McLuhan- reside en concebir a los medios e comunicación como “prótesis”, es decir, artefactos tecnológicos que, una vez que entran a formar parte del “ambiente” cultural, conforman una especie de simbiosis hombre-máquina, potencian ciertas capacidades humanas y adormecen otras, reorganizando la percepción y aprehensión del mundo exterior, transformando la identidad del hombre. Este concepto junto al de “ablación” –que remite a la pérdida de la capacidad física corpórea que el medio extiende tecnológicamente- son dos aspectos complementarios que McLuhan utiliza para dar cuenta tanto de la limitación como de la expansión que la tecnología provoca en el hombre. Desde este punto de vista, al cambiar los ambientes tecnológicos, y a medida que se van incorporando nuevas prótesis, el hombre muta su propia “naturaleza”: la identidad humana se reorganiza a partir del cambio tecnológico y la Historia de las tecnologías de comunicación no es otra cosa que la historia de esos cambios.
Después de las rupturas que impulsaron Copérnico en el campo cosmológico, Darwin en el biológico, y Freud en el psicológico, el desarrollo tecnológico reciente viene a poner en duda una vieja “discontinuidad”: la del hombre con la máquina. Dado que el hombre fue evolucionando con y por las herramientas, entre ellas el lenguaje, se podría decir que es producto y, al mismo tiempo, artífice de sus técnicas y herramientas. En este sentido, según Mazlish, el hombre debe “aceptar su propia naturaleza como ser continuo con las herramientas y las máquinas que él construye”, ya que, a esta altura del desarrollo tecnológico, “se encuentra en el umbral que le permite irrumpir más allá de las discontinuidades entre él y las máquinas”.


MITCHAM – Tres formas de ser-con la tecnología.

Construimos nuestros edificios, luego nuestros edificios nos construyen a nosotros. Pero ¿qué viene primero, humanidad o tecnología? Humanidad y tecnología siempre se encuentran juntas. La relación mutua no es una cosa única; las relaciones mutuas toman muchas formas diferentes. Humanidad y tecnología pueden encontrarse juntas en más de un sentido. Propongo destacar 3 formas que puede tomar la relación, 3 maneras de ser-con la tecnología.
La idea de ser-con la tecnología presupone este abarcamiento “lógico” de las técnicas por una sociedad y su articulación filosófica. Las 3 formas de ser-con la tecnología son: la primera es lo que puede llamarse el escepticismo antiguo; la segunda, el optimismo del Renacimiento y la Ilustración; y la tercera, la ambigüedad o desasosiego románticos.
EL ESCEPTICISMO ANTIGUO. La articulación original de una relación entre humanidad y técnicas, articulación que es en sus formas primerizas contemporánea con la aparición de la historia escrita, puede establecerse, de manera audaz, como “la tecnología es mala pero necesaria”. Las técnicas, hasta cierto punto requeridas por la humanidad y e ocasiones, causa de legítima celebración, fácilmente se tornan en contra de la humanidad al separarla de una realidad mucho mayor –separación que puede manifestarse en un deterioro de la fe o una negativa a confiar en Dios-. Los argumentos éticos en apoyo de esta desconfianza o escepticismo acerca de las actividades técnicas pueden detectarse en los primeros estratos de la filosofía occidental. Sócrates enfatiza que los seres humanos deben determinar por sí mismos cómo llevar a cabo sus acciones; sin embargo, las consecuencias de sus acciones técnicas son ocultas. Su ejemplo es tomado de la agricultura: el hombre que sabe cómo sembrar un campo no sabe si recogerá la cosecha. Por tanto, si debemos o no emplear nuestros poderes técnicos es un asunto acerca del cual debemos confiar en la guía de los dioses. Sócrates argumenta que los seres humanos no deberían preocuparse por búsquedas científicas y tecnológicas debido a la confusión cosmológica y moral que tendían a engendrar. La cultura griega clásica estaba cargada de recelo hacia el bienestar y opulencia que las artes producen cuando no se las mantiene dentro de límites estrictos. Pues de acuerdo con los antiguos, ese bienestar acostumbra a los hombres a las cosas fáciles. La dificultad es lo bello o lo perfecto; la perfección, incluyendo la naturaleza humana, es lo opuesto de lo fácil o débil.
Es conveniente que la obediencia a la ley descanse fundamentalmente en el hábito más que en la fuerza. El cambio tecnológico, que socava la autoridad del hábito y la costumbre, tiende así a introducir la violencia en el estado.
Debido a que no es capaz de conducir a una conversión o emancipación de la mente de los asuntos mundanos, la tecnología no debe ser el objetivo principal de la vida humana. Dado que se interesa en remediar los defectos de la naturaleza, la orientación de la técnica siempre se dirige a los inferiores o más débiles.
Para Platón y la tradición platónica el artificio es menos real que la naturaleza. En efecto, en la República X hay una discusión acerca de la fabricación de camas por el dios o naturaleza, por el carpintero y por el pintor o artista. El argumento de Sócrates es que la cama natural, aquella hecha por el Dios, es la realidad primara; las múltiples camas hechas en imitación por los artesanos son una realidad secundaria; y las pinturas de camas pintadas por artistas son una realidad terciaria. La techné es por tanto creativa en un sentido de segunda o tercera generación”.
La crítica antigua de la tecnología descansa así en un argumento de estrecho entramado en cuatro partes: 1) el deseo de la tecnología implica una desviación de la fe o la confianza en la naturaleza; 2) la opulencia técnica y los procesos de cambio tienden a socavar el esfuerzo individual hacia la excelencia y la estabilidad social; 3) el conocimiento tecnológico conduce al ser humano a relacionarse con el mundo y obscurece lo trascendente; 4) los objetos técnicos son menos reales que los objetos de la naturaleza.
EL OPTIMISMO ILUSTRADO. Una forma de ser-con la tecnología diferente argumenta la bondad inherente de la tecnología. Al igual que Sócrates, Bacon acepta que la iniciación de las acciones humanas debe estar guiada por el consejo divino. Pero a diferencia de Sócrates, Bacon mantiene que Dios ha impartido a la humanidad un claro mandato de aspirar a la tecnología como medio para el alivio compasivo del sufrimiento de la condición humana. La discusión entre Sócrates y Bacon no es sólo una discusión entre partidarios anti y pro-tecnología. Sócrates otorga a las técnicas una función legítima pero estrictamente utilitaria, y por tanto recalca la dificultad de obtener un conocimiento de consecuencias sobre el cual basar cualquier certeza de fe o compromiso. La acción técnica está circunscrita por la incertidumbre o el riesgo. Bacon, sin embargo, aunque apela a veces a una justificación consecuencialista, basa en última instancia su cometido en algo que se acerca a principios deontológicos. La prueba es que nunca considera siquiera la evaluación de los proyectos técnicos individuales o su mérito, sino que simplemente defiende una afirmación sin reservas de la tecnología en general.
La versión ilustrada del argumento religioso de Bacon reemplazará la obligación teológica por una natural. En primer lugar, los seres humanos simplemente no podrían sobrevivir sin las técnicas. En las palabras de Kant, “la naturaleza ha querido que el hombre deba producir todo lo que va más allá de la ordenación mecánica de su existencia animal, y que no deba participar de ninguna otra felicidad de aquella que él mismo ha creado”.
Los compromisos técnicos promueven la paz civil porque canalizan la energía que de otra manera se dedicaría a la competencia sectaria. Las aspiraciones tecnológicas comerciales y científicas tienden a romper las barreras nacionales, introduciendo así la tolerancia y la sociabilidad.
La significación ética de la actividad tecnológica no se limita, sin embargo, a su influencia socializadora. La tecnología es tanto una virtud intelectual como moral, ya que es un medio de adquisición de conocimiento verdadero. El conocimiento ha de adquirirse mediante la experimentación activa, y se evalúa fundamentalmente por su capacidad de engendrar trabajo. Los medios para llegar al conocimiento verdadero son lo que Bacon cándidamente llama “torturar a la naturaleza”.
Para Hobbes, el arte humano por sí mismo puede decirse que produce objetos naturales, o, para decirlo en otras palabras, la distinción entre naturaleza y artificio desaparece. Si naturaleza y artificio no son diferentes, entonces la distinción tradicional entre técnicas de cultivo y técnicas de dominio desaparece. No hay técnica que ayude a la naturaleza a manifestar su realidad interna, y los seres humanos son libres de perseguir el poder. Si la naturaleza es otra forma de artificio mecánico, es asimismo razonable pensar en el ser humano como máquina.
La forma distintivamente moderna de ser con la tecnología puede ser articulada en cuatro segmentos interrelacionados: 1) la voluntad de la tecnología es ordenada a la humanidad por Dios o por la naturaleza; 2) la actividad tecnológica es moralmente beneficiosa porque, al tiempo que estimula la acción humana, contribuye a satisfacer las necesidades físicas y aumenta la sociabilidad; 3) el conocimiento adquirido por un contacto técnico con el mundo es más verdadero que la teoría abstracta, 4) la naturaleza no es más real que los artificios; en realidad opera con los mismos principios.
DESASOSIEGO ROMÁNTICO. El Romanticismo contiene una nueva forma de ser-con la tecnología. El romanticismo es un fenómeno multidimensional. Puede referirse a una tendencia permanente en la naturaleza humana que se manifiesta a sí misma de manera diferente en épocas diferentes. En otro, se refiere a una particular manifestación en la literatura y el pensamiento del S XIX. Contra la mecánica newtoniana, los románticos proponen una cosmología orgánica; en oposición a la racionalidad científica, los románticos afirman la legitimidad e importancia de la imaginación y el sentimiento. El romanticismo refleja un desasosiego acerca de la tecnología que es ambiguo; aunque en conjunto la crítica romántica puede ser distinta del escepticismo antiguo y del moderno optimismo, en sus partes exhibe sin embargo afinidades diferenciales con ambos. En la visión antigua, la tecnología era considerada como un alejamiento de Dios. En la visión moderna, es ordenada por Dios o, con el rechazo de Dios durante la Ilustración, por la naturaleza. Con los románticos, el deseo de la tecnología o mantiene sus cimientos en la naturaleza, o es separado de toda determinación extra-humana. Cuando es liberada de aquella creatividad orgánica, la tecnología se fundamenta únicamente en la voluntad de poder humana, pero reconociendo sus consecuencias a menudo negativas. Lo máximo que puede argumentarse es que la intención tecnológica, es decir, la voluntad de poder, no debe perseguir hasta la exclusión de otras opciones volitivas. La tecnología es vista como una extensión de la naturaleza, e incluso es descrita en términos baconianos como el triunfo del tiempo sobre el espacio.
Con respecto al carácter moral de la tecnología, la ambigüedad es más evidente. Consideremos los argumentos de Rousseau, padre del movimiento romántico. Él critica el tipo de ideas que pronto serían pregonadas en el “Discurso Preliminar” de D’Alambert, Rousseau osadamente concluye que “a medida que aumentan las comodidades de la vida, a medida que las artes son llevadas a la perfección y que el lujo se extiende, al verdadero coraje languidece, las virtudes desaparecen”. “El dinero, aunque compra todo lo demás, no puede comprar moral y ciudadanos”. La acción, incluso la acción destructiva, particularmente a gran escala, es preferible a la inacción. La virtud, para Rousseau, no es lo mismo que para Platón o Aristóteles. Rousseau critica la “filosofía moral” como una excrecencia del “orgullo humano”, así como el hiato entre conocimiento y poder, pensamiento y acción, que son según él característicos de la civilización. Rousseau defiende la necesidad de acciones, no de palabras, y aprueba los logros iniciales del Renacentismo, que liberó a la humanidad del estéril escolasticismo medieval. Pero a diferencia de Bacon, Rousseau se percata de que también la racionalidad científica puede debilitar la determinación y el compromiso necesario para la acción decisiva. Así, en una paradoja que se convertirá en sello distintivo del romanticismo, Rousseau se vuelve contra la tecnología. Critica una encarnación histórica determinada de la tecnología, pero sólo para avanzar un proyecto que se ha vuelto impotente.
En lo respecta a los artefactos, la visión romántica tiene de nuevo semejanzas y diferencias como la Ilustración. Se semeja a la de la Ilustración en la creencia de que naturaleza y artificio operan mediante los mismos principios. Sin embargo, a diferencia de la Ilustración, la visión romántica considera a la naturaleza como la llave del artificio más que el artificio la llave de la naturaleza. La máquina es una forma disminuida de vida, y no la vida una compleja máquina.
La forma de ser-con la tecnología romántica puede así ser caracterizada por ideas que constituyen un desasosiego crítico: 1) la voluntad de tecnología es un acto auto-creativo necesario que sin embargo tiende a sobre pasar sus justos límites; 2) la tecnología posibilita una nueva libertad material pero aparta la fuerza decisiva para ejercitarla y crea riqueza mientras que socava el afecto social; 3) la razón y el conocimiento científico son criticados en nombre de la imaginación; y 4) los artefactos son caracterizados más por el progreso que por la estructura e investidos de una nueva ambigüedad asociada con la categoría de lo sublime.

MAZLISH – La cuarta discontinuidad.

A fin de explicar lo que quiero decir con esa “cuarta discontinuidad”, antes debo situar el término en un contexto histórico. Freud sugirió su propio lugar entre los pensadores del pasado que habían herido el ingenuo amor propio del hombre. El primero en la fila fue Copérnico, que enseñó que nuestra tierra “no era el centro del universo”. El segundo fue Darwin, que “despojó al hombre de su peculiar privilegio de haber sido especialmente creado, y lo relegó a una descendencia a partir del mundo animal”. El tercero era ahora el propio Freud. Por su propia cuenta, Freud admitió que el psicoanálisis estaba “tratando de demostrar el ego de cada uno de nosotros que ni siquiera es amo en su propia casa, sino que debe contentarse con los retazos de información acerca de lo que está ocurriendo inconscientemente en su mente”.
En esta versión de los 3 aplastamientos históricos del ego, el hombre ya no es discontinuo con el mundo que lo rodea. Todavía existe en nuestro tiempo una cuarta e importante discontinuidad, o dicotomía. Se trata de la discontinuidad entre hombre y máquina. Estamos ahora empezando a comprender que el hombre y las máquinas que éste crea son continuos y que los mismos esquemas conceptuales, por ejemplo, que ayudan a explicar las actividades de su cerebro también explican el funcionamiento de una “máquina pensante”. El orgullo del hombre, y su negativa a reconocer esta continuidad, es el substrato en el que se ha criado la desconfianza respecto a la tecnología y una sociedad industrial. Ésta desconfianza se apoya en la negativa del hombre en cuanto a comprender y aceptar su propia naturaleza… como ser continuo con las herramientas y las máquinas que él construye.
Sólo un antimarxista podría negar que la gran imaginación de Marx le llevó a percibir una parte de la continuidad entre el hombre y sus herramientas. Antes que nuestros actuales antropólogos, Marx había notado la irrompible conexión entre la evolución del hombre como ser social y su creación de herramientas. Sin embargo, no percibió la segunda parte de nuestro sujeto: que el hombre y sus herramientas, especialmente en la forma de máquinas complicadas y modernas, forman parte de un continuo teórico.
Expuestos en los términos más simples, los dos criterios de Descartes para discriminar entre el hombre y la máquina consisten en que esta última no tiene 1) mecanismo feedback (“nunca podría modificar sus frases) ni 2) razón generalizadora (“la razón es un instrumento universal que puede ser utilizado en toda suerte de situaciones”). Pero es precisamente en estos puntos donde hoy ya no podemos sustentar con seguridad la dicotomía. Las investigaciones acerca de cómo forma conceptos el propio cerebro son básicas para intentar la construcción de ordenadores capaces de hacer lo mismo. A Descartes no le hubiera agradado presenciar la realización de este avance. Eliminar la dicotomía entre hombre y máquina sería como borrar a Dios del universo. El alma racional, insistía Descartes, “no podría proceder de los poderes de la materia… sino que ha de haber sido especialmente creada”. Una creación especial requiere a Dios, ya que el razonamiento de Descartes es circular. El impacto en el ego del hombre, al aprender la lección darwiniana según la cual él no fue “especialmente creado”, es, bajo esta luz, tan sólo un temor subyacente del gran terremoto que amenazó la visión de Dios en el hombre, así como la suya propia.
El hombre se siente amenazado por la máquina, es decir, por sus herramientas agrandadas, y se siente en desarmonía consigo mismo porque está en desarmonía –lo que yo he llamado discontinuo- con las máquinas que son parte de sí mismo. Hoy está de moda describir ese estado con la palabra “alienación”. En la fraseología marxista, nos alienamos respecto a nosotros mismos cuando situamos falsos dioses o economías por encima de nosotros y después nos comportamos como si tuvieran una vida propia, eterna e independiente de nosotros. Mi versión sigue la tradición de Darwin y la de Freud, más que la de Marx, y se refiere más bien al ego del hombre que a su sentido de alienación.
Butler previó la amenaza del final de la cuarta discontinuidad, tal como vio que la obra de Darwin amenazaba la tercera de las discontinuidades que hemos comentado: “Me causa tanto horror el creer que mi raza pueda ser superada o rebasada un día, como me lo causa el creer que, aunque sea en el más remoto período, mis antepasados fuesen otra cosa que seres humanos”.
Mi tesis ha sido la de que el hombre se encuentra en el umbral que le permite irrumpir más allá de la discontinuidad entre él y las máquinas. Por una parte, esto se debe a que el hombre puede percibir ahora su propia evolución como inextricablemente entretejida con su uso y perfeccionamiento de las herramientas, de las que la máquina moderna es únicamente la última extrapolación. Ya no podemos pensar en el hombre sin máquina. Por otra, se debe a que el hombre moderno percibe que los mismos conceptos científicos ayudan a explicar su propio funcionamiento y el de sus máquinas, y que la evolución de la materia continúa en la tierra en función de los mismos átomos de carbono y sus intrincadas combinaciones hasta la estructura de la vida orgánica. Y hoy en la arquitectura de nuestras máquinas pensantes. Este cambio en nuestro conocimiento, esta trascendencia de la cuarta continuidad, son esenciales para nuestra aceptación de un mundo industrializado.

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