GEERTZ - Géneros confusos. La refiguración del pensamiento social
En los últimos años, se ha dado una reconfiguración del pensamiento social que provocó un giro cultural en el ámbito de las ciencias sociales:
- en años recientes ha habido una enorme mezcla de géneros en la ciencia social, así como en la vida intelectual en general;
- muchos científicos sociales se han apartado de un ideal de explicación de leyes‑y‑ejemplos hacia otro ideal de casos‑e‑interpretaciones;
- las analogías que se trazan desde las humanidades están comenzando a jugar el mismo tipo de papel en la comprensión sociológica que las analogías trazadas desde las industrias y la tecnología han jugado, desde hace tiempo, en la comprensión de los fenómenos físicos.
Por supuesto, en cierta medida este tipo de cosa se hizo siempre. Pero la actual mezcolanza de variedades de discurso se ha incrementado hasta un punto en que resulta difícil ya sea rotular a los autores o clasificar las obras. Esto es mucho más que una cuestión de deportes raros y curiosidades ocasionales, o que el hecho admitido de que lo innovador es, por definición, difícil de categorizar. Es un fenómeno lo suficientemente general y distintivo como para sugerir que lo que estamos viendo es una alteración radical del modo en que pensamos sobre el modo en que pensamos.
Las propiedades que conectan los textos entre sí, están pareciendo tan importantes para caracterizarlos como aquellas propiedades que los dividen. No se trata de que no tengamos más convenciones de interpretación; tenemos más que nunca, construidas —y a menudo mal construidas— para acomodar una situación que al mismo tiempo es fluida, plural, descentrada y fundamentalmente ingobernable.
En lo que a las ciencias sociales concierne, los individuos que se piensan a sí mismos como científicos sociales (o conductuales, o humanos, o culturales) son libres ahora de dar a su trabajo la forma que deseen en términos de sus necesidades, más que en términos de ideas heredadas (de las ciencias naturales) sobre la forma en que eso debe o no debe ser hecho.
Muchos investigadores han asumido una actitud esencialmente hermenéutica ("interpretativa"). Dada la nueva dispersión del género, muchos han adoptado otras estrategias (estructuralismo, neopositivismo, neomarxismo, micro‑micro descriptivismo, macro‑macro construcción de sistemas, etc). Pero la tendencia hacia una concepción de la vida social como algo que está organizado en términos de símbolos, cuyo significado debemos captar si es que queremos comprender esa organización y formular sus principios, ha crecido hasta alcanzar proporciones formidables.
La explicación interpretativa encarrila su atención sobre lo que las instituciones, las acciones, las imágenes, las expresiones, los sucesos, las costumbres y todos los objetos habituales de interés científico‑social, significan para aquellos cuyas instituciones, acciones, costumbres, etcétera, son. Como resultado, la explicación interpretativa se expresa no en leyes, o en fuerzas, o en mecanismos, sino en construcciones la indagación se dirige hacia casos o conjuntos de casos y hacia los rasgos particulares que los singularizan.
La teoría -científica o lo que fuere— se mueve principalmente por analogía. En las etapas iniciales de las ciencias naturales, ha sido el mundo de las artes y oficios, y posteriormente el de la industria el que proporcionó el mayor número de las realidades bien comprendidas con las que las mal comprendidas podían ser llevadas al círculo de lo conocido. En las ciencias sociales, las analogías provienen ahora más de los artefactos de la performance cultural que de los de la manipulación física: provienen del teatro, la pintura, la gramática, la literatura, la ley, el juego.
Este recurso a las humanidades en busca de analogías explicatorias es al mismo tiempo evidencia de la desestabilización de los géneros y del surgimiento del "giro interpretativo"; y su resultado más visible es un estilo modificado de discurso en los estudios sociales. Los instrumentos de razonamiento están cambiando, y cada vez se representa menos a la sociedad como una máquina elaborada o como un cuasi organismo, que como un juego serio, un drama callejero o un texto conductista.
El punto en el cual las reflexiones de los humanistas sobre las prácticas de los científicos sociales parecen más urgentes, es el que concierne al despliegue, en el análisis social, de modelos trazados a partir de dominios humanistas: ese "cauteloso razonamiento según analogías", como lo llamaba Locke, que "a menudo nos conduce al descubrimiento de verdades y producciones útiles que de otro modo hubieran permanecido ocultas". Mantener el razonamiento cauteloso, y por ende útil, y por ende verdadero, es la clave del juego.
LA ANALOGÍA DEL JUEGO. La metáfora del juego es tanto cada vez más popular en la teoría social contemporánea como cada vez más necesitada de examen crítico. El impulso para observar una u otra clase de conducta social como una y otra clase de juego provienen de cierto número de fuentes: de Wittgenstein proviene la noción de la acción intencional como algo "que sigue una regla"; de Huizinga la concepción del juego como la forma paradigmática de la vida colectiva; de Von Neumann y Morgenstern la concepción de la conducta social como una maniobra recíproca en pos de beneficios distributivos. Los escritos de Erving Goffman por ejemplo, descansan casi enteramente sobre la analogía del juego. (Goffman también emplea extensivamente el lenguaje de la escena, pero su visión del teatro es la de un juego extrañamente amanerado). Según Goffman, la vida no es más que un tazón de estrategias.
La imagen de la sociedad que surge de la obra de Goffman es una corriente continua de tácticas, trucos, artificios, engaños, disfraces, conspiraciones y fraudes en la que los individuos y las coaliciones de individuos se esfuerzan por jugar juegos enigmáticos cuya estructura es clara pero cuyo objetivo no lo es. La de Goffman es una visión de las cosas radicalmente no romántica, un conocimiento amargo y gélido, uno que hace muy mala pareja con las tradicionales piedades humanistas.
Es la idea de que los seres humanos están menos impulsados por fuerzas que sometidos a reglas, que las reglas son tales que sugieren estrategias, que las estrategias son tales que inspiran acciones, y que las acciones son tales como para ser gratificantes, pour le sport.
Los juegos crean pequeños universos de significado en los cuales algunas cosas pueden hacerse y otras no. Contemplar la sociedad como un conjunto de juegos significa verla como una enorme pluralidad de convenciones aceptadas y de conocimientos apropiados.
La analogía del juego no es una visión de las cosas que pueda llegar a agradar a los humanistas quienes piensan que la gente no obedece reglas y no intriga en busca de ventajas, sino que actúa libremente y realiza sus más bellas capacidades.
Sin embargo, a medida que la teoría social se vuelve de las metáforas propulsivas (el lenguaje de los pistones) hacia las metáforas lúdicas (el lenguaje de los pasatiempos), las humanidades se conectan a sus argumentos no a la manera de escépticos mirones sino, al igual que la fuente de su imaginería, como cómplices imputables.
Tal aprovechamiento exhaustivo de la analogía del drama en la teoría social -como una analogía, no como una metáfora incidental- se ha originado en fuentes de las humanidades no conmensurables en su totalidad. Por un lado está la llamada teoría ritual del drama y, por el otro, está la acción simbólica. El problema es que estas estrategias empujan en direcciones más bien opuestas: la teoría ritual hacia las afinidades del teatro y la religión (el drama como comunión, el tiempo como escenario), la teoría de la acción simbólica hacia las analogías del teatro y la retórica (el drama como persuasión, la tarima como escenario). Y esto deja la base de la analogía en un punto difícil de focalizar.
El principal defensor de la estrategia de la teoría ritual en las ciencias sociales en este momento es Víctor Turner. Él ha desarrollado una concepción del drama social como un proceso regenerativo. Para Turner, los dramas sociales ocurren en "todos los niveles de la organización, del estado a la familia". Esos dramas se originan en situaciones de conflicto y proceden hasta su desenlace a través de conductas públicamente ejecutadas y convencionales. A medida que el conflicto se agrava hasta la crisis y la excitada fluidez de una emoción exaltada, en la que la gente se siente al mismo tiempo compartiendo un estado de ánimo común y liberada de sus amarras sociales, e invocan formas ritualizadas de autoridad para contenerlo y ejecutarlo ordenadamente. Si tienen éxito, la fractura es curada y se restaura el status quo, o algo que se le parece. Si no lo tienen, se acepta que la situación no tiene remedio y las cosas se precipitan en diversas suertes de finales no felices.
Su ductilidad ante todos los casos, es simultáneamente la mayor fuerza de versión ritual de la analogía del drama y su debilidad más prominente. Ella puede presentar algunos de los rasgos más profundos de los procesos sociales, pero al costo de hacer que asuntos vívidamente dispersos parezcan aburridamente homogéneos. Estos procesos, formalmente similares, poseen contenidos diferentes, y de esta manera poseen diferentes implicaciones para la vida social. Con este análisis algo se pierde: lo que la acción significa exacta y socialmente.
Son las estrategias de la acción simbólica las que están diseñadas para llevar a cabo este desvelamiento del significado ejecutado. Michel Foucault o Emile Durkheim, por ejemplo, se ocupan de decir qué es lo que dice algún fragmento del decir actuado. Si los teóricos del ritual tienen sus ojos sobre la experiencia; los teóricos de la acción simbólica tienen sus ojos sobre la expresión.
Dada la naturaleza dialéctica de las cosas, todos necesitamos oponente, y estas clases de estrategias son esenciales. Lo que mayormente buscamos ahora es alguna forma de sintetizarlas. Quienes pretendan juzgar sobre este tipo de trabajos deberían ser humanistas que reconocidamente sepan algo sobre lo que es el teatro, la mimesis y la retórica. En un momento en el que los científicos sociales están charlando sobre actores, escenas, tramas, representaciones y personajes, y los humanistas están barboteando sobre motivos, autoridad, persuasión, intercambio y jerarquía, la línea entre ambos (por más tranquilizadora que sea para el puritano que está de un lado y para el caballero que está del otro) parece más bien incierta.
La clave para la transición del texto al análogo del texto, de la escritura como discurso a la acción como discurso es el concepto de "inscripción" la fijación del significado. Cuando hablamos, nuestras frases se volatilizan como sucesos al igual que cualquier otra conducta, es tan evanescente como lo que hacemos. Pero su significado puede persistir de una manera en que su realidad no puede.
La gran virtud de la extensión de la noción de texto más allá de las cosas escritas en papel o esculpidas en piedra es que dirige la atención sobre precisamente este fenómeno: cómo se lleva a cabo la inscripción de la acción, cuáles son sus vehículos y cómo trabajan, y que es lo que la fijación del significado a partir del flujo de sucesos. Para construir una expresión, para interpretarla, para comprender no sólo lo que significa sino cómo es que lo hace, se necesita, según Becker, una nueva filología.
La filología se ha preocupado tradicionalmente de hacer que los documentos antiguos, o extranjeros, o esotéricos, fueran accesibles a aquellos para los cuales esos documentos eran antiguos, o extranjeros, o esotéricos. Su finalidad es la de producir una edición anotada tan legible como el filólogo pueda hacerla. El significado se fija a un meta nivel; lo que hace esencialmente un filólogo —una especie de autor secundario— es reinscribir: interpretar o reinterpretar un texto mediante un texto.
Mirándolo así, las cosas son relativamente sencillas. Pero cuando la preocupación filológica va más allá de los procedimientos artesanales de rutina (la autentificación, la reconstrucción, la anotación) y se dirige a cuestiones conceptuales, concernientes a la naturaleza de los textos como tales la simplicidad se esfuma. El resultado, como lo hace notar Becker, ha sido la quiebra de la filología: el surgimiento de una división entre quienes estudian textos individuales (Historiadores, editores, críticos, que se llaman a sí mismos humanistas) y aquellos que estudian la actividad de la creación de textos en general (lingüistas, psicólogos, etnógrafos, que se llaman a sí mismos científicos). El resultado es una doble estrechez. No sólo queda bloqueada la extensión del análisis del texto a materiales no escritos, sino también la aplicación del análisis sociológico a textos escritos. La "nueva filología" se ocuparía de arreglar esta quiebra y de la integración del estudio sobre cómo se construyen los textos en el estudio de los fenómenos sociales.
Becker observa cuatro órdenes de conexión semiótica en un texto social que su nuevo filólogo debería investigar:
1) la relación de sus partes entre sí, ("coherencia")
2) la relación de ese texto social con otros cultural o históricamente asociados con él, ("intertextualidad"),
3) su relación con aquellos que en alguna medida lo construyen, ("intención")
4) y su relación con realidades concebidas como algo que yace fuera de él. ("referencia")
Estas cuatro relaciones se vuelven nociones cada vez más elusivas cuando uno deja el párrafo o la página y aborda el acto o la institución. Y además, como lo demostró Nelson Goodman, esas nociones no están siquiera bien definidas para el párrafo o la página, para no decir nada del dibujo, la melodía, la estatua o la danza. Si es que existe esta teoría del significado implícita por esta múltiple contextualización de fenómenos culturales (una suerte de constructivismo simbólico), existe en términos de un catálogo de insinuaciones ondulantes y de ideas a medio reunir.
Por supuesto, no está todavía claro cuán lejos puede llegar este tipo de análisis. Uno trata, naturalmente, de aplicar sus analogías allí donde parecen funcionar mejor. Pero sus destinos a largo plazo reposan en su capacidad para trasladarse más allá de sus fáciles éxitos iniciales, hacia otros desafíos más difíciles y menos predecibles. La mayor parte de estos triunfos está todavía por venir. Por el momento, todo lo que sus apologistas pueden hacer es ofrecemos algunos ejemplos de aplicación, algunos síntomas de problemas y algunos pedidos de auxilio.
CONCLUSIÓN. Obviamente, estas tres analogías en particular se esparcen unas sobre las otras, existen también otras analogías humanistas en la escena de la ciencia social por lo menos tan prominentes como aquellas, los análisis de los actos de habla que siguen a Austin y a Searle; modelos de discurso tan diferentes como el de la "competencia comunicativa" de Habermas y el de la "arqueología del conocimiento" de Foucault, estrategias representacionistas que se inspiran en la estética cognitiva de Cassirer, Langer, Gombrieh o Goodman; y por supuesto la criptología de alto vuelo de Lévi‑Strauss. Tampoco están estas estrategias internamente asentadas ni son homogéneas. El problema más interesante no es cómo arreglar todo este enredo, si no qué significa todo este fermento.
Una de las cosas que significa es que, todo lo andrajosamente que se quiera, se ha suscitado un desafío a algunos de los supuestos centrales de la corriente principal de la ciencia social. La estricta separación entre la teoría y el dato, la idea del "hecho en bruto"; el esfuerzo por crear un vocabulario formal purificado de toda referencia subjetiva, la idea del "lenguaje ideal"; y la afirmación de la neutralidad moral y la visión olímpica, la idea de la "verdad de Dios”.
La refiguración de la teoría social representa —o lo hará, si continúa en curso— un cambio monumental no tanto en nuestra noción de lo que es el conocimiento, sino en nuestra noción de lo que deseamos saber.
El camino que ha tomado un importante segmento de científicos sociales - de las analogías con procesos físicos a las analogías con formas simbólicas ha introducido un debate fundamental en la comunidad de la ciencia social, concerniente no sólo a sus métodos si no a sus objetivos. El objetivo básico de toda la empresa era un acuerdo universal —encontrar la dinámica de la vida colectiva y alterarla en la dirección deseada— que claramente ya ha pasado. Hoy ya hay demasiados científicos sociales trabajando, para quienes el objetivo es la anatomización del pensamiento, y no la manipulación de la conducta.Pero no es solamente para las ciencias sociales que esta alteración en el modo en que pensamos acerca de cómo pensamos posee consecuencias desestabilizadoras: se plantea la cuestión de la relación de tales sistemas con lo que sucede en el mundo (preocupación por el sentido y la significación).
AUGÉ – Lugares y no lugares.
Apenas tenemos tiempo de envejecer un poco que ya nuestro pasado se vuelve historia, que nuestra historia individual pasa a pertenecer a la historia. Las personas de mi edad conocieron en su infancia y en su adolescencia la especie de nostalgia silenciosa de los antiguos combatientes del 14-18, que parecía decirnos que ellos eran los que habían vivido la historia, y que nosotros no comprenderíamos nunca verdaderamente lo que eso quería decir. La historia nos pisa los talones. Nos sigue como nuestra sombra, como la muerte. La historia, es decir, una serie de acontecimientos reconocidos como acontecimientos por muchos (Los Beatles, el 68, la guerra de Argelia, Vietnam, el 81, la caída del muro de Berlín, entre otros), acontecimientos que sabemos que tendrán importancia para los historiadores de mañana.
El acontecimiento siempre fue un problema para los historiadores que entendían ahogarlo en el gran movimiento de la historia y lo concebían como un puro pleonasmo entre un antes y un después concebido él mismo como el desarrollo de ese antes.
La “aceleración” de la historia corresponde de hecho a una multiplicación de acontecimientos generalmente no previstos por los economistas, los historiadores ni los sociólogos. Es la superabundancia de acontecimientos lo que resulta un problema, y no tanto los horrores del Siglo XX, ni la mutación de los esquemas intelectuales o los trastornos políticos, de los cuales la historia nos ofrece muchos otros ejemplos. Esta superabundancia, que no puede ser plenamente apreciada más que teniendo en cuenta por una parte la superabundancia de la información de la que disponemos y por otra las interdependencias inéditas de lo que algunos llaman hoy el “sistema planetario”, plantea un problema a los historiadores, especialmente a los de la contemporaneidad, denominación que a causa de la frecuencia de acontecimientos de los últimos decenios corre el riesgo de perder toda significación.
Esta necesidad de dar un sentido al presente, si no al pasado, es el rescate de la superabundancia de acontecimientos que corresponde a una situación que podríamos llamar de “sobremodernidad” para dar cuenta de su modalidad esencial: el exceso. Es con una figura del exceso – el exceso del tiempo- con lo que definiremos primero la situación de sobremodernidad. De ésta se podría decir que es el anverso de una pieza de la cual la posmodernidad sólo nos presenta el reverso: el positivo de un negativo. Desde el punto de vista de la sobremodernidad, la dificultad de pensar el tiempo se debe a la superabundancia de acontecimientos del mundo contemporáneo, no al derrumbe de una idea de progreso desde hace largo tiempo deteriorada, por lo menos bajo las formas caricaturescas que hacen particularmente fácil su denuncia.
La segunda transformación acelerada propia del mundo contemporáneo, y la segunda figura del exceso característica de la sobremodernidad, corresponde al espacio. Del exceso de espacio podríamos decir en primer lugar que es correlativo del achicamiento del planeta: de este distanciamiento de nosotros mismos al que corresponden la actuación de los cosmonautas y la ronda de nuestros satélites. Estamos en la era de los cambios en escala, en lo que se refiere a la conquista espacial, sin duda, pero también sobre la Tierra : los veloces medios de transporte llegan en unas horas de cualquier capital del mundo a cualquier otra. En la intimidad de nuestras viviendas, por último, imágenes de todas clases, recogidas por los satélites y captadas por las antenas erigidas sobre los techos del más recóndito de los pueblos, pueden darnos una visión instantánea y a veces simultánea de un acontecimiento que está produciéndose en el otro extremo del planeta. Esta superabundancia espacial funciona como un engaño, pero un engaño cuyo manipulador sería muy difícil de identificar (no hay nadie detrás del espejismo).
Así como la inteligencia del tiempo –creímos- se complica más por la superabundancia de acontecimientos del presente de lo que resulta socavada por una subversión radical de los modos prevalecientes de la interpretación histórica, del mismo modo, la inteligencia del espacio la subvierten menos los trastornos en curso (pues existen todavía terruños y territorios, en la realidad de los hechos de terreno y, más aún, en la de las conciencias y la imaginación, individuales y colectivas) de lo que la complica la superabundancia espacial del presente. Esta concepción del espacio se expresa en los cambios en escala, en la multiplicación de las referencias imaginadas e imaginarias y en la espectacular aceleración de los medios de transporte y conduce concretamente a modificaciones físicas considerables: concentraciones urbanas, traslados de poblaciones y multiplicación de lo que llamaríamos los “no lugares”, por oposición al concepto sociológico de lugar. Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta. Pues vivimos en una época paradójica: en el momento mismo en que la unidad del espacio terrestre se vuelve pensable y en el que se refuerzan las grandes redes multinacionales, se amplifica el clamor de los particularismos: de aquellos que quieren quedarse solos en su casa o de aquellos que quieren volver a tener patria.
El mundo de la supermodernidad no tiene las medidas exactas de aquel en el cual creemos vivir, pues vivimos en un mundo que no hemos aprendido a mirar todavía. Tenemos que aprender de nuevo a pensar el espacio.
La tercera figura del exceso con la que se podría definir la situación de sobremodernidad es la del “ego”. En las sociedades occidentales, el individuo se cree un mundo. Cree interpretar para y por sí mismo las informaciones que se le entregan. Los sociólogos de la religión pusieron de manifiesto el carácter singular de la práctica católica misma: los practicantes entienden practicar a su modo. Asimismo, la cuestión de la relación entre los sexos quizá no pueda ser superada sino en nombre del valor individual indiferenciado. Esta individualización de los procedimientos no es tan sorprendente. Nunca las historias individuales han tenido que ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero nunca tampoco los puntos de referencia de la identidad colectiva han sido tan fluctuantes. La producción individual de sentido es, por lo tanto, más necesaria que nunca.
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