jueves, 13 de octubre de 2011

Lenguajes II - Toda la materia / todos los textos

PEIRCE

El signo.
Semiosis: una acción que involucre una cooperación de tres elementos: signo, su objeto y su interpretante.
  Un signo es algo que, para alguien representa o se refiere a algo en algún aspecto o carácter (objeto). Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que se llama el interpretante del primer signo, el signo está de lugar de algo, su objeto.
  Representar es estar en lugar de otro, es decir, estar en tal relación con otro que, para ciertos propósitos, sea tratado por ciertas mentes como si se fuera ese otro.


Peirce distingue dos objetos del signo: el objeto dinámico y el objeto inmediato.

Objeto dinámico: es el objeto exterior al signo, es la realidad extralingüística a la que el signo se refiere; el objeto dinámico es "la realidad que de alguna manera contribuye a determinar al signo para su representación".
Objeto inmediato: es el objeto interior al signo, el objeto tal y como es representado por el signo; en este sentido, y según Peirce, el ser del objeto inmediato depende de su representación en el signo.

El objeto dinámico es el objeto exterior al signo. Pero el signo debe indicarlo mediante algún indicio; y este indicio es el objeto inmediato” CHARLES PEIRCE.

TRÍADA: el signo está en lugar de algo, su objeto que existe en la realidad (Peirce llama a este objeto: Objeto Dinámico), pero no en todos sus aspectos (sino teniendo en cuenta algunos, los que se conozca, según un punto de vista), en referencia a una idea vaga (llamada fundamento o ground u Objeto Inmediato). Ese ground o fundamento determina al representamen, que dice algo (una información suplementaria) y además origina una idea, su interpretante, que es una idea más desarrollada que también se refiere al objeto. En tanto que se refiere al objeto y es una idea, ese interpretante se convierte en representamen de un nuevo signo, que tendrá como ground un nuevo aspecto conocido ahora, gracias al signo anterior, y originará un nuevo interpretante aún más desarrollado. Y así al infinito. En esto se basa la semiosis ilimitada.

La semiosis ilimitada: Todo signo interpreta a otro signo, y la condición fundamental de la semiosis consiste en esta regresión al infinito. La semiosis ilimitada es el fenómeno por el cual un signo da nacimiento a otro signo y, especialmente, un pensamiento da nacimiento a otro pensamiento.

La semiosis social es una dimensión significante de los fenómenos sociales. Comprende una red de discursos de significación infinita, de la cual tomamos algunos de ellos, los procesamos y elaboramos un nuevo discurso con otra significación.

FABBRI

Concepto de pasión:
“¿Por qué pasión y no afecto u otros sinónimos? La idea consiste en apartar la pasión de su oposición habitual a la razón, relacionando la noción de pasión con la de acción. Descartes sostiene que la pasión es el punto de vista sobre la acción por parte del que la recibe. Se trata de un modelo sencillo, gramatical y comunicativo: alguien actúa sobre otro, que le ‘afecta’, en el sentido de que el afecto es una afección. Y el punto de vista de quien padece el efecto de la acción, es una pasión. La pasión es el punto de vista de quien es impresionado y transformado con respecto a una acción”

Cuatro componentes de la pasión: Obligan a reconsiderar los sistemas de signos que expresan la dimensión pasional (musicales, lingüísticos, espaciales, gestuales, icónicos, etc.). Son fenómenos semióticos subyacentes a todos estos sistemas de signos. Estos cuatro componentes son: modal, temporal, aspectual y estético.

Componente modal. Las pasiones se caracterizan por las modalidades clásicas: poder, saber, querer, deber. Nosotros creemos que el querer es un elemento dominante en las pasiones. Como se suele decir, el deseo es la base de toda pasión. Pero el poder también es una forma de pasión: gran cantidad de pasiones son pasiones del poder. También hay pasiones del deber. Ej: pensemos en la venganza, típica pasión del deber. Por último, hay pasiones del saber. Pensemos en la curiosidad, que es un querer-saber. Los celos son una pasión preñada de querer-saber; en realidad los celos son el querer-saber lo que en realidad no se quiere saber, porque llegados al momento en que se podría saber el celoso no quiere saber lo que querría saber.

Componente temporal. En la pasión interviene la temporalidad. Pensemos en la esperanza: es un querer, pero un querer algo que se refiere al futuro.

Componente aspectual. Relacionado con la temporalidad, el componente aspectual concierne al proceso con el que se desarrolla la pasión, vista por un observador exterior. El aspecto plantea cuestiones como la duración, la incoación y la terminación, que son cuestiones importantes para la pasionalidad. Por ejemplo, si hay una diferencia semántica entre miedo y terror, depende de los aspectos implicados en estas dos pasiones. La primera puede ser durativa, la segunda es sólo puntual. La música es un arte pasional por la razón de que en ella la disposición del tiempo es crucial. En efecto, las pasiones tienen un ritmo. La angustia puede ser durativa, la desesperación no tanto, la venganza tiene un tiempo continuo, la curiosidad tiene un tiempo alternante, etc.

Componente estético. Lo sensorial: no hay pasión sin cuerpo. Basta con leer cualquier descripción de una pasión determinada para encontrar algo referido al cuerpo. La pasión origina cambios de estados físicos del cuerpo. La vanidad tiene cierto color, la envidia otro, hay pasiones dulces, amargas, etc.

YURI LOTMAN

La cultura no es para la humanidad un suplemento facultativo, sino la condición necesaria para su existencia. La cultura procede de un comportamiento particular, en tiempos y espacios particulares, destinado a asumir una función específica en la condición antropológica y evolutiva de la especie. El hombre crea dos clases de objetos materiales, los que consume para vivir a diario y los que trata de acumular para producir la supervivencia del colectivo, a través del acrecentamiento de la información. Definirá la cultura como el conjunto de toda información no hereditaria y de los medios para su conservación y transmisión. Es un mecanismo organizado y complejo, que recibe, traduce, compacta e interpreta la materialidad productiva que adopta la función de signos.

Lotman trabaja sobre la hipótesis de la necesidad que tiene la cultura de generar conocimiento, el que es interpretado no solo como acopio de información sino como producción semiótica de modelos del mundo y de la realidad. Propone establecer nuevos paradigmas científicos para el estudio de la red global de textos que entreteje la cultura. Postula un nuevo campo de estudios: semiótica de la cultura. Dentro de este proyecto, establece unas tipologías de las culturas. Lotman diseña al menos dos enfoques: uno que proviene de la relación de las culturas con el signo, y otro que las describe según la jerarquía de los códigos, de acuerdo a los cuales se establecen las lenguas de las culturas en sus caracteres esenciales. Examinaremos 2 variaciones tipológicas:
  1. La primera establece diferencias entre culturas textualizadas y culturas gramaticalizadas.
  2. La segunda se refiere a cuatro modelos dominantes de la cultura.

La cultura no es solo un sistema de signos, sino también un modo de “relación entre signo y signicidad”. Teniendo en cuenta la biparticipación forma-contenido del signo, así también hay culturas centradas en la expresión y otras en el contenido, a las que podemos llamar culturas textualizadas y culturas gramaticalizadas. La expresión de las culturas textualizadas implica formas de comportamiento y protocolos rígidos, puesto que la relación plano de la expresión y plano del contenido son biunívocas y no arbitrarias. Este tipo de culturas se conciben a sí mismas como correctas y todo lo opuesto como no-cultura. En las culturas gramaticalizadas, en cambio, la cultura se modelizar como un sistema de reglas generativas de textos. Pero las reglas son variables y convencionales y se presupone una libertad, tanto en la elección del contenido como en su nexo con la expresión.
Resulta de importancia resaltar entonces cómo estas variedades de cultura consideran a la otra cultura. En las textualizadas no se da la tendencia a expandirse, sino a la clausura, a cerrarse. En las gramaticalizadas, se considera a la otra como lo ordenado versus lo desordenado.

Lotman también propone cuatro grandes sistemas de organización cultural atendiendo a la jerarquía de los códigos dominantes: este término se refiere a que la cultura es un conjunto de lenguajes particulares que están produciendo textos en forma ininterrumpida (un ballet, un desfile, un juego, una publicidad, un poema, etc.).
Los cuatro modelos que habla Lotman son:
Semántica simbólica: la cultura se caracteriza por la importancia otorgada a la signicidad y por lo tanto a la ritualidad y a la iconicidad. El mundo es imaginado como palabra, número o cifra y el acto de creación como la formación de un signo. Lo individual adquiere valor en relación a la totalidad y el individuo cobra mayor importancia en función del grupo social del que forma parte. En esta construcción del mundo, la variedad de textos se reduce a un único texto cuyo valor es semántico, establecido sobre el plano del contenido, puesto que el plano de la expresión no es arbitrario sino semejante (icónico). Es un modelo acrónico del mundo: lo que tiene principio existe y no tiene fin.
Sintáctica: Se opone a la anterior. Se caracteriza en que el todo no es el significado de las partes, sino la suma de fracciones. El todo tiene valor en cuanto es símbolo no de algo más profundo, que hay que buscar, sino de sí mismo. Es un modelo del mundo insertado en el desarrollo temporal, como sistema de eslabones que van cambiando hacia un progreso y un perfeccionamiento determinado por el orden de cada sistema, rígidamente organizado, el Estado, la Iglesia, las Ciencias, el Arte, en la que el individuo solo, no ligado al sistema, no tenía valor.
No semántica y no sintáctica: Es de fuerte tendencia a la desemiotización y nace en períodos de crisis históricas cuando están desacreditadas las instituciones sociales y la sociedad es sinónimo de opresión. Se expresa como cultos de las cosas que sostienen la vida (pan, amor, niñez, naturaleza), del individuo en su carácter antropológico y como rechazo al mundo de los signos cuyo valor es falso (palabras, dinero, uniforme, reputación), lo natural se opone a lo social. La lucha contra el signo, señala Lotman, no significa que no construye un modelo semiótico, pues de no haber sido así, hubiese sido una anticultura y hubiera destruido la información, sin cumplir su cometido de eslabón memorioso y comunicativo. El signo que construye esta cultura es un signo invertido, de segundo grado.
Sintáctico y semántico: El modelo correspondería a ciertas formas culturales en las que el mundo es la sucesión de hechos reales. El mundo adquiere la forma de un lenguaje, pero en sentido inverso al postulado por Saussure, pues los hechos materiales, los significantes, determinan el contenido. Destaca Lotman que el S XX se distingue de todas las épocas anteriores por la “globalidad” del proceso histórico, las “explosiones sociales”, “guerras y revoluciones”.

El agotamiento de un modelo supone la adopción de otro en alguna de sus variantes. Lotman observa que todos los modelos más complejos del mundo tienen su origen en alguno de los códigos culturales ya existentes.

ANTIGÜEDAD: ESFERA PÚBLICA Y PRIVADA

La distinción entre la esfera privada y pública de la vida corresponde al campo familiar y político. Como indica Hannah Arent, es muy probable que el nacimiento de la ciudad-estado y la esfera pública ocurriera a expensas de la esfera privada familiar. Lo que impedía a la polis violar las vidas privadas de sus ciudadanos y mantener como sagrados los límites que rodeaban cada propiedad era el hecho de que sin poseer una casa el hombre no podía participar en los asuntos del mundo, debido a que carecía de un sitio que propiamente le pertenecía.
El rango distintivo de la esfera privada era que en dicha esfera los hombres vivían juntos llevados por sus necesidades y exigencias. Esa fuerza que los unía era la propia vida que, para su mantenimiento individual y supervivencia de la especie, necesita la compañía de los demás. La familia nació de la necesidad y ésta rigió todas las actividades desempeñadas en su seno.
La esfera pública, por el contrario, era la de la libertad, y existía una relación entre estas dos esferas, ya que resultaba lógico que el dominio de las necesidades vitales en la familia fuera la condición para la libertad de la polis. La libertad de la sociedad es lo que exige y justifica la restricción de la autoridad política. La libertad está localizada en la esfera de lo social, y la fuerza o violencia pasa a ser monopolio del gobierno.
El concepto de gobernar y ser gobernado es propio de la esfera privada. La polis se diferenciaba de la familia, en que aquella sólo conocía “iguales”, mientras que la segunda era el centro de desigualdad. Ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado. Así, dentro de la esfera privada, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto tenía la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales. En la antigüedad, esta igualdad significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de “desiguales” que constituían la mayoría de la población. Ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse en una esfera en la que no existían ni gobernantes ni gobernados.
El concepto medieval de “bien común” solo reconoce que los individuos particulares tienen intereses en común, tanto materiales como espirituales, y que sólo puede conservar su intimidad y atender a su propio negocio si uno de ellos toma sobre sí la tarea de cuidar este interés común. Lo que distingue esta actitud cristiana hacia la política de la realidad moderna no es tanto el reconocimiento de un “bien común” como la exclusividad de la esfera privada y la ausencia de esa esfera híbrida donde los intereses privados adquieren significado público, es decir, lo que llamamos sociedad.
Dejar la casa con el fin de embarcarse en alguna empresa sólo para dedicar la propia vida a los asuntos de la ciudad, requería valor, ya que sólo allí predominaba el interés por la supervivencia personal. Quien entrara en la esfera política había de estar preparado para arriesgar su vida. El valor se convirtió en la virtud política por excelencia, y sólo esos hombres que lo poseían eran admitidos en una asociación que era política en contenido y propósito y de ahí que superara la simple unión impuesta a todos.
El verdadero carácter de la polis se refleja en la filosofía política de Platón y Aristóteles, aunque la línea fronteriza entre familia y polis queda a veces borrada, en especial en Platón, quien comenzó a sacar su ejemplo de la polis mediante las experiencias cotidianas de la vida privada, y también en Aristóteles, cuando da por sentado que el origen de la polis ha estado relacionado con las necesidades de la vida y que su contenido objetivo hace que ésta trascienda a una “buena vida”. Sin dominar las necesidades vitales en la casa, no es posible la vida ni la “buena vida”, aunque la política nunca se realiza por amor a la vida. En cuanto miembros de la polis, la vida doméstica existe en beneficio de la “gran vida” de la polis.
La emergencia de la sociedad en la esfera pública, no solo borró la antigua línea fronteriza entre privado y público, sino que también cambió el significado de las dos palabras y su significación para la vida del individuo y el ciudadano. En la actualidad llamamos privada a una esfera de intimidad cuyo comienzo puede rastrearse en los últimos romanos, apenas en algún período de la antigüedad griega, y cuya peculiar multiplicidad y variedad era desconocida en cualquier etapa anterior a la Edad Moderna.

LA ESFERA PÚBLICA: La palabra “público” significa, en primer lugar, que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo. La presencia de otros que ven lo que vemos y oyen lo que escuchamos nos asegura de la realidad del mundo y de nosotros mismos, y puesto que la intimidad de una vida privada desarrollada siempre intensifica las emociones subjetivas y sentimientos privados, esta intensificación se produce a consecuencia de la seguridad en la realidad del mundo y de los hombres. Por ejemplo, la sensación más intensa que conocemos -hasta el punto de borrar todas las otras experiencias-, es decir, la experiencia del dolor físico, es al mismo tiempo la más privada y la menos comunicable de todas. Nos quita nuestra sensación de la realidad a tal extremo que la podemos olvidar más fácilmente que cualquier otra.
En segundo lugar, el término público significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él. Este mundo está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común. La esfera pública nos junta e impide que caigamos uno sobre otro. Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas.
Si el mundo ha de incluir un espacio público, no se puede establecerlo para una generación y planearlo sólo para los vivos, sino que debe superar el tiempo vital de los hombres mortales.
Sin esta trascendencia en una potencial inmortalidad terrena, ninguna política, ningún mundo común ni esfera pública resultan posibles. Porque, a diferencia del bien común, tal como lo entendía el cristianismo –salvación de la propia alma como interés común a todos-, el mundo común es algo en que nos adentramos al nacer y dejamos al morir; trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público. Durante muchas épocas anteriores a la nuestra los hombres entraban en la esfera pública porque deseaban que algo suyo o algo que tenían en común con los demás fuera más permanente que su vida terrena.
La realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común y para el que no cabe inventar medida o denominador común. Si bien el mundo común es el lugar de reunión de todos, quienes están presentes ocupan diferentes posiciones en él, y el puesto de uno puede no coincidir más con el de otro. Éste es el significado de la vida pública, la vida familiar sólo puede ofrecer la prolongación de la posición de uno con sus acompañantes aspectos y perspectivas. Cabe que la subjetividad de lo privado se prolongue y multiplique en una familia, incluso que llegue a ser tan fuerte que su peso se deje sentir en la esfera pública, pero este “mundo” familiar nunca puede reemplazar a la realidad que surge de la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos, allí aparece la auténtica realidad mundana. El fin del mundo común ha llegado cuando se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva.

LA ESFERA PRIVADA: Vivir una vida privada por completo significa estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una “objetiva” relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida.
La sociedad de masas le quitó al hombre su hogar privado, donde en otro tiempo se sentía protegido del mundo y donde los excluidos del mundo podían encontrar un sustituto en el calor del hogar y en la limitada realidad de la vida familiar.
La propiedad posee ciertas calificaciones que siempre se consideraron de máxima importancia para el cuerpo político. La profunda relación entre público y privado, manifiesta en su nivel más elemental en la cuestión de la propiedad privada, posiblemente se comprende mal hoy día debido a la moderna ecuación de propiedad y riqueza por un lado y carencia de propiedad y pobreza por el otro. En sus orígenes, la propiedad significaba tener un sitio de uno en alguna parte concreta del mundo y por lo tanto pertenecer al cuerpo político, es decir, ser el cabeza de una de las familias que juntas formaban la esfera pública.
Lo sagrado de lo privado era como lo sagrado de lo oculto, es decir, del nacimiento y de la muerte, comienzo y fin de los mortales que, al igual que todas las criaturas vivas, surgían y retornaban a la oscuridad de un submundo. El rasgo no privativo de la esfera familiar se basaba originalmente en ser la esfera del nacimiento y de la muerte, que, debe ocultarse de la esfera pública porque acoge las cosas ocultas a los ojos humanos.
No es exacto decir que la propiedad privada era la condición evidente para entrar en la esfera pública, sino que era mucho más que eso. Lo privado era semejante al aspecto oscuro y oculto de la esfera pública, y si ser político significaba alcanzar la más elevada posibilidad de la existencia humana, carecer de un lugar privado propio -como el esclavo- significaba dejar de ser humano.
La riqueza privada se convirtió en condición para ser admitido en la vida pública no porque su poseedor estuviera entregado a acumularla, sino por el contrario, debido a que aseguraba con seguridad que su poseedor no tendría que dedicarse a buscarse los medios de uso y consumo y quedaba libre para la actividad pública. Ser propietario significaba tener cubiertas las necesidades de la vida y ser una persona libre para trascender la propia vida y entrar en el mundo que todos tenemos en común.

EDAD MEDIA: CULTURA POPULAR Y CULTURA DOMINANTE

La risa popular y sus formas constituyen el campo menos estudiado de la creación popular. La concepción estrecha del carácter popular y del folklore nacida en la época pre-romántica excluye casi por completo la cultura específica de la plaza pública y también el humor popular en toda la riqueza de sus manifestaciones. Entre las investigaciones científicas consagradas a los ritos, los mitos y las obras populares, líricas y épicas, la risa ocupa un lugar modesto. La naturaleza específica de la risa popular aparece deformada porque se le aplican ideas y nociones que le son ajenas pues pertenecen al dominio de la cultura y la estética burguesa contemporánea. El mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial (cultura dominante) al tono serio religioso y feudal de la época. Dentro de su diversidad estas formas y manifestaciones (las fiestas publicas carnavalescas, los ritos y cultos cómicos, los bufones y “bobos”, gigantes, enanos, etc.) poseen una unidad de estilo y constituyen la cultura cómica popular principalmente de la cultura carnavalesca. Las múltiples manifestaciones de esta cultura pueden subdividirse en 3 categorías: formas y rituales del espectáculo (carnavales, obras cómicas representadas en la plaza pública, etc.); obras cómicas verbales (incluso las parodias) de diversas naturalezas: orales y escritas, en latín o en lengua vulgar; diversas formas y tipos del vocabulario familiar y grosero (insultos, juramentos, lemas populares, etc.).
El núcleo del carnaval, es la vida misma presentada con los elementos característicos del juego. En un cierto tiempo, el juego se transforma en la vida real. El carnaval, es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. Ésta penetra temporalmente en el reino utópico de la universidad, de la libertad, de la igualdad, de la abundancia.
Los individuos establecían nuevas relaciones verdaderamente humanas con sus semejantes. La alineación desaparecía provisionalmente y un auténtico humanismo caracterizaba las mismas. Esta eliminación provisional, a la vez ideal y afectiva creaba en la plaza pública un tipo particular de comunicación inconcebible en situaciones normales. Se elaboran formas especiales del lenguaje y de los ademanes, que abolían toda distinción entre individuos.
A lo largo de siglos de evolución, el carnaval medieval originó una lengua propia de gran riqueza, capaz de expresar formar y símbolos, y de transmitir la cosmovisión carnavalesca.
Ninguna de las fiestas se desarrollaba sin la intervención de los elementos de una organización cómica, ya sea bufones o payasos. El principio cómico que preside los ritos carnavalescos los exime de todo dogmatismo religioso o eclesiástico, del misticismo, de la piedad y están por lo demás desprovistos de carácter mágico o encantador. Ciertas formas carnavalescas son unas verdaderas parodias del culto religioso. La naturaleza de este tipo de humor es lisa y llanamente festivo. La risa carnavalesca es patrimonio del pueblo: todos ríen, es universal, contiene a todas las cosas, el mundo parece cómico y es percibido y considerado en un aspecto jocoso. Una importante cualidad de la risa en la fiesta popular es que escarnece a los mismos burlones. El pueblo no se excluye a sí mismo del mundo en evolución, sino que él también se siente incompleto.
La plaza pública era el punto de convergencia de lo extraoficial y gozaba de un cierto derecho de “extraoficialidad” dentro del orden y la ideología oficial. En aquel sitio, el pueblo llevaba la voz cantante. Vale aclarar que esto se producía sólo en los días de fiesta: la cultura popular extraoficial tenía un territorio propio en la Edad Media y en el Renacimiento, que era la plaza pública, y disponía también de fechas precisas, que eran los días de fiesta y de feria. La plaza pública constituía un segundo mundo dentro del oficial de la Edad Media. Reinaba allí una forma especial de comunicación humana, es decir, el trato libre y familiar. En los palacios, templos, instituciones y casas privadas, reinaba en cambio un principio de comunicación jerárquica, la etiqueta y las reglas de urbanidad. En la plaza pública se escuchaban los dichos del lenguaje familiar, imposible de emplear en otra parte, y diferenciado del lenguaje de la iglesia, de la corte, de los tribunales, de las instituciones públicas, de la literatura oficial, y de la lengua utilizada por las clases dominantes.
Las fiestas oficiales de la Edad Media (tanto las de la Iglesia como las del Estado feudal) contribuían a consignar, sancionar y fortificar al régimen vigente. Sólo se miraba el pasado, con el objetivo de consagrar el orden social presente. Estas fiestas oficiales tendían a consignar la estabilidad e inmutabilidad de las reglas que seguían el mundo: jerarquizar valores, normas, tabúes religiosos, políticos y morales corrientes. La fiesta era el triunfo de la verdad prefabricada, victoriosa, dominante, que asumía la apariencia de una verdad eterna, inmutable y perentoria. Por eso el tono de la fiesta oficial traicionaba la verdadera naturaleza de la fiesta humana y la desfiguraba. Pero como su carácter auténtico era indestructible, tenían que tolerarla, legalizarla y cederle un lugar en la plaza pública. En estas jornadas festivas, cada personaje se presentaba con las insignias de sus títulos, grados y funciones y ocupaba el lugar reservado a su rango. Esta fiesta tenía por finalidad la consagración de la desigualdad, a diferencia de las fiestas populares (el carnaval) donde todos eran igualmente reconocidos.

MODERNIDAD

Se hace necesario aclarar la distinción entre Modernidad y Modernismo. Esta primera, es considerada como un tiempo de crisis histórica, que coincide con el auge histórico del capitalismo y a su vez con el desencanto y secularización del mundo.
La modernización afecta lo social, lo cultural y lo personal. Su especificidad en la esfera cultural (saberes, creencias y valores) está signada de manera distinta para el mundo occidental europeo y para el mundo latinoamericano. En el primero, la Ilustración fue el hito principal del proceso de formación cultural con que se identifica la modernización occidental, este proceso se desarrolló entre fines del siglo XVI y fines del XX. A diferencia de la Modernidad, el Modernismo alude a un período artístico de unos quince años, iniciado en Europa hacia 1890 y terminado en los primeros años del siglo XX.
Establecida esta distinción inicial, entraremos más en profundidad en cada uno de estos conceptos. Berman, considera a la modernidad como un conjunto de experiencias vitales, en el que están involucrados la aventura y el poder, el crecimiento y la transformación. Pero siempre bajo la amenaza de que todo se puede destruir, dado su carácter de disgregación y renovación. Experiencia del tiempo y el espacio, de uno mismo y de los demás, de las posibilidades y los peligros de la vida, experiencia que no propone fronteras y por lo tanto traspasa etnias, clases, nacionalidad, religión e ideologías.
Este autor plantea que la Modernidad se inicio a fines de la Edad Media, momento en el que la cultura occidental fue partícipe de grandes cambios que modificaron radicalmente la visión del mundo para el hombre de aquel entonces. De aquí la aparición de un nuevo sujeto, portador de un pensamiento autónomo y excepcional montado sobre el pilar de su individualidad, fue el sujeto que surgía en una época donde se daba el descubrimiento de América, los avances en astronomía, que permitieron la aparición de figuras independientes que incursionaron por sí mismas en la realidad y en los distintos saberes que motivaban su interés. En el siglo XVIII con la Ilustración, brotaría este pensamiento centrado en el ser humano y sus capacidades racionales de entender todo lo que lo rodea. Sin embargo, el inicio de la manera “moderna” de pensar y ver el mundo, tendrían el germen de la época moderna en el siglo XVI.
“Al la espera de un asidero en algo tan vasto como la historia de la modernidad”, citando a Berman, éste divide la historia de la Modernidad en tres fases:
Una primera fase que abarca los siglos XVI-XVII, momento en el cual aún no había conciencia de la vida moderna ni de estar frente a un proceso colectivo de cambio.
Una segunda fase iniciada con la serie de revoluciones de la década de 1790 -la Revolución Francesa trajo un público que ya podía ser considerado “moderno”, afectado por una época de cambios abruptos en la vida social, política y personal-: en esta etapa, afirma Berman, aún se recordaba la etapa no moderna anterior y los individuos se sentían viviendo dos mundos al mismo tiempo.
La tercera fase y última es el siglo XX, en que se expande el proceso de modernización abarcando todo el mundo, triunfando lo que Berman llama "la cultura mundial del modernismo".
El concepto de modernidad de Marshall Berman, señala que ésta es una experiencia vital que une en desunión a toda la humanidad, que actúa a la manera de un remolino de promesas y amenazas simultáneas. Esta experiencia vital en perpetuo cambio que es la modernidad se funda en una serie de elementos o procesos que conforman lo que Berman llama la modernización:
Situado dentro del marco del mercado capitalista mundial, en continuo desarrollo y mutación, se conforma por los grandes descubrimientos científicos que cambiaron la imagen del universo, del hombre y del mundo, la industrialización de la producción, que transformó el conocimiento científico en tecnología y aceleró el ritmo de vida, creando nuevos mecanismos de funcionamiento social. Además, abarca el crecimiento urbano desmesurado, sumado a los movimientos sociales masivos que buscaban ser escuchados. También dentro de esta “experiencia vital”, se encuentra la interrelación entre distintas sociedades por los macro sistemas de comunicación, el fortalecimiento de los estados nacionales basado en un aparato burocrático y la aspiración a expandirse.
Para Berman, la expansión de la modernización, provocó una manera de pensar de tipo modernista. Esto significa, una manera de pensar situada en lo efímero y pasajero de un sistema de valores sujeto a continuos cambios.
De este modo, el modernismo para Berman será una determinada cosmovisión situada dentro del marco de la modernización, según la cual se tiene la sensación de que nada permanece. Por este motivo Berman considera que la crisis del siglo XIX es la tercera fase y ultima de la modernidad: aquí se funden los procesos externos con los que ocurrían en el interior de los individuos, ajustando la modernización con la conciencia modernista y dando forma a un fenómeno ya no sólo económico o social sino cultural. Este nuevo estadio que nace en el siglo XIX, que continuaría en el siglo XX y en adelante hasta hoy, es aquel donde se lograr la toma de conciencia que no se había en las fases anteriores.
En general, se señala como eje en torno al cual detona la modernidad al siglo XVIII y la Ilustración –momento en que se produce una eclosión del antropocentrismo y de la fe en el saber humano y su capacidad de progresar hacia estadios más perfectos y felices.

SOBREMODERNIDAD – LUGARES Y NO LUGARES – MARC AUGÉ

Apenas tenemos tiempo de envejecer un poco que ya nuestro pasado se vuelve historia, que nuestra historia individual pasa a pertenecer a la historia. Las personas de mi edad conocieron en su infancia y en su adolescencia la especie de nostalgia silenciosa de los antiguos combatientes del 14-18, que parecía decirnos que ellos eran los que habían vivido la historia, y que nosotros no comprenderíamos nunca verdaderamente lo que eso quería decir. La historia nos pisa los talones. Nos sigue como nuestra sombra, como la muerte. La historia, es decir, una serie de acontecimientos reconocidos como acontecimientos por muchos (Los Beatles, el 68, la guerra de Argelia, Vietnam, el 81, la caída del muro de Berlín, entre otros), acontecimientos que sabemos que tendrán importancia para los historiadores de mañana.
El acontecimiento siempre fue un problema para los historiadores que entendían ahogarlo en el gran movimiento de la historia y lo concebían como un puro pleonasmo entre un antes y un después concebido él mismo como el desarrollo de ese antes.
La “aceleración” de la historia corresponde de hecho a una multiplicación de acontecimientos generalmente no previstos por los economistas, los historiadores ni los sociólogos. Es la superabundancia de acontecimientos lo que resulta un problema, y no tanto los horrores del Siglo XX, ni la mutación de los esquemas intelectuales o los trastornos políticos, de los cuales la historia nos ofrece muchos otros ejemplos. Esta superabundancia, que no puede ser plenamente apreciada más que teniendo en cuenta por una parte la superabundancia de la información de la que disponemos y por otra las interdependencias inéditas de lo que algunos llaman hoy el “sistema planetario”, plantea un problema a los historiadores, especialmente a los de la contemporaneidad, denominación que a causa de la frecuencia de acontecimientos de los últimos decenios corre el riesgo de perder toda significación.
Esta necesidad de dar un sentido al presente, si no al pasado, es el rescate de la superabundancia de acontecimientos que corresponde a una situación que podríamos llamar de “sobremodernidad” para dar cuenta de su modalidad esencial: el exceso. Es con una figura del exceso – el exceso del tiempo- con lo que definiremos primero la situación de sobremodernidad. De ésta se podría decir que es el anverso de una pieza de la cual la posmodernidad sólo nos presenta el reverso: el positivo de un negativo. Desde el punto de vista de la sobremodernidad, la dificultad de pensar el tiempo se debe a la superabundancia de acontecimientos del mundo contemporáneo, no al derrumbe de una idea de progreso desde hace largo tiempo deteriorada, por lo menos bajo las formas caricaturescas que hacen particularmente fácil su denuncia.
La segunda transformación acelerada propia del mundo contemporáneo, y la segunda figura del exceso característica de la sobremodernidad, corresponde al espacio. Del exceso de espacio podríamos decir en primer lugar que es correlativo del achicamiento del planeta: de este distanciamiento de nosotros mismos al que corresponden la actuación de los cosmonautas y la ronda de nuestros satélites. Estamos en la era de los cambios en escala, en lo que se refiere a la conquista espacial, sin duda, pero también sobre la Tierra: los veloces medios de transporte llegan en unas horas de cualquier capital del mundo a cualquier otra. En la intimidad de nuestras viviendas, por último, imágenes de todas clases, recogidas por los satélites y captadas por las antenas erigidas sobre los techos del más recóndito de los pueblos, pueden darnos una visión instantánea y a veces simultánea de un acontecimiento que está produciéndose en el otro extremo del planeta. Esta superabundancia espacial funciona como un engaño, pero un engaño cuyo manipulador sería muy difícil de identificar (no hay nadie detrás del espejismo).
Así como la inteligencia del tiempo –creímos- se complica más por la superabundancia de acontecimientos del presente de lo que resulta socavada por una subversión radical de los modos prevalecientes de la interpretación histórica, del mismo modo, la inteligencia del espacio la subvierten menos los trastornos en curso (pues existen todavía terruños y territorios, en la realidad de los hechos de terreno y, más aún, en la de las conciencias y la imaginación, individuales y colectivas) de lo que la complica la superabundancia espacial del presente. Esta concepción del espacio se expresa en los cambios en escala, en la multiplicación de las referencias imaginadas e imaginarias y en la espectacular aceleración de los medios de transporte y conduce concretamente a modificaciones físicas considerables: concentraciones urbanas, traslados de poblaciones y multiplicación de lo que llamaríamos los “no lugares”, por oposición al concepto sociológico de lugar. Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes (vías rápidas, empalmes de rutas, aeropuertos) como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales, o también los campos de tránsito prolongado donde se estacionan los refugiados del planeta. Pues vivimos en una época paradójica: en el momento mismo en que la unidad del espacio terrestre se vuelve pensable y en el que se refuerzan las grandes redes multinacionales, se amplifica el clamor de los particularismos: de aquellos que quieren quedarse solos en su casa o de aquellos que quieren volver a tener patria.
El mundo de la supermodernidad no tiene las medidas exactas de aquel en el cual creemos vivir, pues vivimos en un mundo que no hemos aprendido a mirar todavía. Tenemos que aprender de nuevo a pensar el espacio.
La tercera figura del exceso con la que se podría definir la situación de sobremodernidad es la del “ego”. En las sociedades occidentales, el individuo se cree un mundo. Cree interpretar para y por sí mismo las informaciones que se le entregan. Los sociólogos de la religión pusieron de manifiesto el carácter singular de la práctica católica misma: los practicantes entienden practicar a su modo. Asimismo, la cuestión de la relación entre los sexos quizá no pueda ser superada sino en nombre del valor individual indiferenciado. Esta individualización de los procedimientos no es tan sorprendente. Nunca las historias individuales han tenido que ver tan explícitamente con la historia colectiva, pero nunca tampoco los puntos de referencia de la identidad colectiva han sido tan fluctuantes. La producción individual de sentido es, por lo tanto, más necesaria que nunca.

BAUDRILLIARD – EL ORDEN DE LOS SIMULACROS.
Cuatro órdenes de simulacros, paralelamente a las mutaciones de la ley del valor, se han sucedido desde el Renacimiento:
  • La falsificación: esquema dominante de la época clásica, del Renacimiento a la revolución industrial.
  • La producción: esquema dominante de la era industrial.
  • La simulación: esquema dominante de la fase moderna regida por el código.
  • Hedonismo conectado: esquema dominante del posmodernismo.
La falsificación es el esquema dominante de la época “clásica”, o sea, desde el Renacimiento hasta la revolución industrial. “Es pues en el Renacimiento cuando lo falso nace con lo natural”, con la imitación de la naturaleza. El simulacro de primer orden, de la era de la falsificación, del doble, del espejo, del juego de máscaras y de apariencias, no suprime jamás la diferencia; supone la porfía siempre sensible del simulacro y lo real. Ese tipo de simulacro como la “copia” renacentista garantizaba la verdad de original (verdad sobre verdad”).
La producción es el esquema dominante de la era industrial donde el orden de la falsificación ha sido tomado por el de la producción serial, liberado de cualquier analogía con lo real (el simulacro de segundo orden). Se acabó el teatro barroco, comienza la mecánica humana. En la “serie” de la industrialización los objetos producidos en masa no se referían a un original o un referente sino que generaban sentido el uno en relación con el otro, según la referencia a una lógica de mercancía, por eso mismo desafiando el orden natural de la representación y del sentido.

La simulación es el esquema dominante de la fase actual. Aquí estamos en los simulacros de tercer orden, ya no hay falsificación de original como en el primer orden, pero tampoco se encuentra la serie pura como en el segundo: sólo la ampliación al modelo da sentido, y nada procede ya según su fin, sino del “significante de referencia” que es la única verosimilitud. En este nivel de la simulación la reproducción indefinida de los modelos pone fin al mito de origen y a todos los valores referenciales, se acaba la representación: no más real ni referencia a que contratarlo; el simulacro “ya no es del orden de lo real, sino de lo hiperreal”.

Es cierto que esa tendencia fue inaugurada por el realismo; el último, sin embargo, nunca redoblaba lo que dijo con un efecto de realidad; la representación clásica basada en “las viejas ilusiones de perspectiva y de profundidad (espaciales y psicológicas)” no es equivalencia, es transcripción, interpretación y comentario. En este sentido, “lo hiperreal representa una fase mucho más avanzada, en la medida en que incluso esta contradicción de lo real y lo imaginario queda en él borrada. La irrealidad no es en él la del sueño o del fantasma… es la de alucinante semejanza de lo real consigo mismo. Si la propia definición de lo real es “aquello de lo cual es posible dar una reproducción equivalente”, lo hiperreal “es no solamente lo que puede ser reproducido, sino lo que está siempre reproducido”, y, podemos decir, preferentemente a partir de otro medio reproductivo – publicidad, foto, etc. – de médium en médium lo real se volatiliza y se hunde en lo hiperreal – triunfo de los simulacros.
Como resumen de esta genealogía de los simulacros podemos presentar el siguiente cuadro:

EPOCA CLÁSICA: FALSIFICACIÓNSIMULACRO COMO IMITACIÓN.
EPOCA INDUSTRIAL: PRODUCCIÓNSIMULACRO COMO PRODUCCIÓN EN SERIE.
EPOCA POST-INDUSTRIAL: SIMULACIÓNSIMULACRO COMO REPRODUCCIÓN DEL MODELO.

4TO ORDEN DEL SIMULACRO: Video, culto al cuerpo y look.

El que se desliza sobre su monopatín, el intelectual que trabaja con su procesador de textos o el culturista: por todas partes la misma soledad, la misma refracción narcisista, bien se dirija al cuerpo o a las facultades mentales.
El cuerpo es el único objeto sobre el cual vale la pena concentrarse. El cuidado que se le presta mientras está en vivo prefigura el maquillaje de las funeral homes, con la sonrisa conectada con la muerte.
HEDONISMO CONECTADO. Porque todo está ahí, en la conexión. No se trata de ser un cuerpo, sino de estar conectado con su cuerpo. Hedonismo conectado: el cuerpo es un escenario cuya curiosa melopea higienista circula entre los innumerables estudios de culturismo, musculación, estimulación y simulación, que describen una asexuada obseción colectiva. A lo cual se corresponde la otra obsesión: estar conectado con su propio cerebro. Lo que las gentes contemplan en la pantalla de su procesador de textos es la operación de su propio cerebro.
Actualmente, ninguna dramaturgia del cuerpo, ninguna actuación puede prescindir de una pantalla de control –no para verse o reflejarse, sino como refracción instantánea. En todas partes, el video no sirve más que para esto: la pantalla de refracción estática que ya no tiene nada de imagen, que no sirve para representar o para contemplarse, pero que va a servir para estar conectado consigo mismo. Sin esta conexión circular, sin esa red que un cerebro, un objeto, un acontecimiento, un discurso crean conectándose con ellos mismos, sin ese video perpetuo, nada tiene sentido hoy. El estadio video ha reemplazado al estadio del espejo.
No se trata ya de una esfera narcisista con todos sus efectos de profundidad, es un cortocircuito que una lo mismo con lo mismo, la conexión con ella misma. Es el efecto especial de nuestro tiempo, tener casi simultáneamente el objeto y su imagen, como si se realizara esa metafísica de la luz que cada objeto segregue unos dobles. Quizá tengamos tanta necesidad de vernos en videos porque estamos tan inseguros de existir. Es siempre esa misma tentativa desesperada de identidad inmediata lo que está en juego en el inmenso videojuego de la cultura moderna. Lo que hoy se busca no es tanto la salud, que es un estado orgánico estable, sino la forma, que es una especie de resplandor higiénico y publicitario del cuerpo. La salud deviene una actuación y la enfermedad una contra actuación. En términos de presentación de si, esto se convierte actualmente en el look.
Cada uno busca su look. Como ya no es posible encontrar gracia en la mirada del otro, cada uno se ve obligado a aparecer por sí, sin preocuparse de ser, y ni siquiera de ser mirado. Eso es el look, es todavía una vez más el ¡existo… estoy aquí… soy una imagen! Es quizá el simulacro, pero no el narcisismo, es una exhibición sin inhibición, una especie de ingenuidad publicitaria donde cada uno deviene el empresario de su propia apariencia, de su propio artificio. El look es una especie de imagen al mínimo, de imagen de minima definición, de apariencia táctil, que no provoca ni siquiera la mirada ni la admiración, como lo hace aún el espejo de la moda, sino un puro efecto especial, sin significación particular. Existe un look de vestimenta, un look político, un look erótico, un look socialista, etc.
En el orden de la acción, el look actuación toma la forma de acción-actuación. “¡Lo conseguí!” es el eslogan de una nueva forma de actividad autista, de un desafío a sí mismo. Victoria sin historia, proeza sin consecuencia. Así puede correrse la maratón de New York simplemente para decir, agotado, ¡lo conseguí! El desembarco en la Luna es del mismo orden, ¡nosotros lo conseguimos! Es una actuación, es decir, un acontecimiento programado en la trayectoria de la ciencia y el progreso. Existe el mismo efecto de inutilidad en toda esa cultura moderna en forma de exhibición, de representación video. El mismo efecto de inutilidad que hay en todo lo que se hace simplemente para probarse que se es capaz de hacerlo: un niño, una escalada, una hazaña sexual, un suicidio… Todo lo que separa la acción de la actuación: es decir, el acto por el cual vivimos de aquel por el cual nosotros no hacemos otra cosa que la prueba de nuestra propia vida.

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