Historia de la Sexualidad Tomo 1 Capítulo 5
Michel Foucault
Derecho de muerte y Poder sobre la vida
Durante mucho tiempo, uno de los privilegios característicos del poder soberano fue el derecho de vida y muerte. Sin duda derivaba de la vieja patria potestas que daba al padre de familia romano el derecho de “disponer” de la vida de sus hijos como de la de sus esclavos; la había “dado”, podía quitarla. El derecho de vida y muerte ya no es un privilegio absoluto: está condicionado por la defensa del soberano y su propia supervivencia. Derecho específico que aparece con la formación de ese nuevo ser jurídico: el soberano. El derecho de vida y muerte es un derecho disimétrico. El sobreaño no indica su poder sobre la vida sino en virtud de la muerte que puede exigir. El derecho que se formula como “de vida y muerte” es en realidad el derecho de hacer morir o dejar vivir. El poder era ante todo derecho de captación: de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminaba en el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla.
El Occidente conoció desde la edad clásica una profundísima transformación de esos mecanismos de poder. Un poder destinado a producir fuerzas, a hacerlas crecer y ordenarlas más que a obstaculizarlas, doblegarlas o destruirlas. A partir de entonces el derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos a apoyarse en las exigencias de un poder que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias. Ese formidable poder de muerte parece ahora como el complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y regulaciones generales. Las guerras ya no se hacen en nombre del soberano al que hay que defender; se hacen en nombre de la existencia de todos. El poder de exponer a una población a una muerte general es el envés del poder de garantizar a otra su existencia. Si el genocidio es por cierto el sueño de los poderes modernos, ello no se debe a un retorno, hoy, del viejo derecho de matar; se debe a que el poder reside y ejerce en nivel de la vida, la especie, de la raza y de los fenómenos masivos de población.
Desde que el poder asumió como función administrar la vida, no fue el nacimiento de sentimientos humanitarios lo que hizo cada vez más difícil la aplicación de la pena de muerte, sino la razón de ser del poder y la lógica de su ejercicio. Poder, su papel mayor es asegurar, reforzar, sostener, multiplicar la vida y ponerla en orden.
No hay que asombrase si el suicidio llegó a ser durante el siglo XIX una de las primeras conductas que entraron en el campo del análisis sociológico; hacía aparecer en las fronteras y los intersticios del poder que se ejerce sobre la vida, el derecho individual y privado de morir.
Ese poder sobre la vida se desarrolló desde el S XVII en dos formas principales. Uno de los polos, al parecer el primero en formarse, fu centrado en el cuerpo como máquina: su educación, el aumento de sus aptitudes, quedó asegurado por procedimientos de poder característicos de las disciplinas: anatomopolótica del cuerpo humano. El segundo, formado alfo más tarde, hacia mediados del S XVIII, fue centrado en el cuerpo-especie, en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, todos esos problemas los toma a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población. Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización del poder sobre la vida. El establecimiento, durante la edad clásica, de esa gran tecnología de doble faz, caracteriza un poder cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente.
Se inicia así la era de un “bio-poder”. En la vertiente de la disciplina figuraban instituciones como el ejército y la escuela; reflexiones sobre la táctica, el aprendizaje, la educación. En la vertiente de las regulaciones de población, figura la demografía, la estimación de la relación entre recursos y habitantes. La Ideología como doctrina del aprendizaje, pero también del contrato y la formación reguladora del cuerpo social –constituye sin duda el discurso abstracto en el que se buscó coordinar ambas técnicas de poder para construir su teoría general. En realidad, su articulación no se realizará en el nivel de un discurso especulativo sino en la forma de arreglos concretos que constituirán la gran tecnología del poder en el S XIX: el dispositivo de sexualidad es uno de ellos, y de los más importantes.
Ese bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos. Pero exigió más; necesitó el crecimiento de unos y otros; requirió métodos de poder capaces de aumentar las fuerzas, las aptitudes y la vida en general.
Es sabido que muchas veces se planté el problema del papel que pudo tener, en la primerísima formación del capitalismo, una moral ascética; pero lo que sucedió en el S XVII en ciertos países occidentales y que fue ligado por el desarrollo del capitalismo, fue otro fenómeno y quizá de mayor amplitud que esa nueva moral que parecía descalificar el cuerpo; fue nada menso que la entrada de la vida en la historia en el campo de las técnicas políticas. No se trata de pretender que en ese momento se produjo el primer contacto de la vida con la historia. Al contrario, la presión de lo biológico sobre lo histórico, durante milenios, fue extremadamente fuerte; la epidemia y el hambre constituían las dos grandes formas dramáticas de esa relación que permanecía así colocada bajo el signo de la muerte. La era de los grandes estragos del hambre y la peste se cerró antes de la Revolución francesa; la muerte dejó, o comenzó a dejar, de hostigar directamente a la vida. Un relativo dominio sobre la vida aparaba algunas inminencias de muerte. En el espacio de juego así adquirido, los procedimientos de poder y saber, organizándolo y ampliándolo, toman en cuenta los procesos de vida y emprenden la tarea de controlarlos y modificarlos. Por primera vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; el hecho de vivir pasa en parte al campo de control del saber y de intervención del poder. Haber tomado a su cargo a la vida, más que a la amenaza de asesinato, dio al poder su acceso al cuerpo. Si se puede denominar “biohistoria” a las presiones mediante las cuales los movimientos de la vida y los proceso de la historia se interfieren mutuamente, habría que hablar de “biopolítica” para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana. El hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente.
Otra consecuencia del desarrollo del bio-poder es la creciente importancia adquirida por el juego de la norma a expensas del sistema jurídico de la ley. La ley se refiere siempre a la espada. Pero un poder que tiene como tarea tomar la vida a su cargo necesita mecanismos continuos, reguladores y correctivos. La ley funciona siempre más como una norma, y que la institución judicial se integra cada vez más en un continuo de aparatos (médicos, administrativos, etc.) cuyas funciones son sobre todo reguladoras. Una sociedad normalizadora fue el efecto histórico de una tecnología de poder centrada en la vida.
La vida, pues, mucho más que el derecho, se volvió entonces la apuesta de las luchas políticas, incluso si éstas se formularon a través de afirmaciones de derecho.
Sobre ese fondo puede comprenderse la importancia adquirida por el sexo como el “pozo” del juego político. Está en el cruce de dos ejes, a lo largo de los cuales se desarrolló toda la tecnología política de la vida. Por un lado, depende de las disciplinas del cuerpo. Por el otro, participa de la regulación de las poblaciones, por todos los efectos globales que induce. Da lugar a todo un micro-poder sobre el cuerpo; pero también da lugar a medidas masivas, a estimaciones estadísticas, a intervenciones que apuntan al cuerpo social entero o a grupos tomados en conjunto. El sexo es, a un tiempo, acceso a la vida del cuerpo y a la vida de la especie. Es utilizado como matriz de las disciplinas y principio de las regulaciones. En el S XIX, la sexualidad pasa a ser la cifra de la individualidad, a la vez lo que permite analizarla y torna posible amaestrarla. De uno a otro polo de esta tecnología del sexo se escalona toda una serie de tácticas diversas que en proporciones variadas combinan l objetivo de las disciplinas del cuerpo y el de la regulación de las poblaciones.
De ahí la importancia de las cuatro grandes líneas de ataque a lo largo de las cuales avanzó la política del sexo desde hace dos siglos. Las dos primeras se apoyan en exigencias de regulación para obtener efectos en el campo de la disciplina; la sexualización del niño se llevó a cabo con la forma de una campaña por la salud de la raza; la histerización de las mujeres. Control de los nacimientos y psiquiatrización de las perversiones. De una manera general, en la unión del “cuerpo” y la “población”, el sexo se convirtió en blanco central para un poder organizado alrededor de la administración de la vida y no de la amenaza de muerte.
Durante mucho tiempo la sangre continuó siendo un elemento importante en los mecanismos de poder, en sus manifestaciones y sus rituales. Nosotros estamos en una sociedad del “sexo” o, mejor, de “sexualidad”. Salud, progenitura, raza, provenir de la especie, vitalidad del cuerpo social, el poder habla de la sexualidad a la sexualidad; no es marca o símbolo, es objeto y blanco. Busco las razones por las cuales la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en la sociedad contemporánea, es en cambio permanentemente suscitada. Los nuevos procedimientos de poder elaborados durante la época clásica y puestos en acción en el S XIX hicieron pasar a nuestras sociedades de una simbólica de la sangre a una analítica de la sexualidad. Como se ve, si hay algo que esté del lado de la ley, de la muerte, de la trasgresión, de lo simbólico y de la soberanía, ese algo es la sangre; la sexualidad está del lado de la norma, del saber, de la vida, del sentido, de las disciplinas y las regulaciones.
Desde la segunda mirad del S XIX, sucedió que la temática de la sangre fue llamada a vivificar y sostener con todo un espesor histórico el tipo de poder político que se ejerce a través de los dispositivos de sexualidad. El racismo se forma en este punto. Proteger la pureza de la sangre y llevar la raza al triunfo. El nazismo fue sin duda la combinación más ingenua y más astuta de las fantasías de la sangre con los paroxismos de un poder disciplinario. La historia quiso que la política hitleriana del sexo no haya pasado de una práctica irrisoria mientras que el mito de la sangre se transformaba en la mayor matanza que los hombres puedan recordar ahora.
En el extremo opuesto, se puede seguir el esfuerzo teórico para reinscribir la temática de la sexualidad en el sistema de la ley, del orden simbólico y de la soberanía. S el honor político del psicoanálisis haber sospechado lo que podía haber de irreparablemente proliferante en esos mecanismos de poder que pretendían controlar y administrar lo cotidiano de la sexualidad: de ahí el esfuerzo freudiano para poner la ley como principio de la sexualidad. A eso debe el psicoanálisis haber estado en oposición teórica y práctica con el fascismo. Pero esa posición del psicoanálisis estuvo ligada a una coyuntura histórica precisa. Hay que pensar el dispositivo de la sexualidad a partir de las técnicas de poder que le son contemporáneas.
El objetivo de la presente investigación es mostrar cómo los dispositivos de poder se articulan directamente en el cuerpo; lejos de que el cuerpo haya sido borrado, se trata de hacerlo aparecer en un simple análisis donde lo biológico y lo histórico no se sucederían, sino que se ligarían con arreglo a una complejidad creciente conformada al desarrollo de las tecnologías modernas de poder que toman como blanco suyo la vida.
Se podría mostrar, en todo caso, cómo esa idea “del sexo” se formó a través de las diferentes estrategias de poder y qué papel definido desempeñó en ellas.
A lo largo de las líneas en que se desarrolló el dispositivo de sexualidad desde el S XIX, vemos elaborarse la idea de que existe algo más que los cuerpos, los órganos, las localizaciones somáticas, las funciones, los sistemas anatomofiosiológicos, las sensaciones, los placeres; algo más y algo diferente, algo dotado de propiedades intrínsecas y leyes propias: “el sexo”. Asó, en el proceso de histerización de la mujer, el “sexo” fue definido de tres maneras: como lo que es común al hombre y la mujer; o como lo que pertenece por excelencia al hombre y falta por tanto a la mujer; pero también como lo que constituye por sí solo el cuerpo de la mujer orientándolo por entero a las funciones de reproducción y perturbándolo sin cesar en virtud de los efectos de esas mismas funciones; en esa estrategia, la historia es interpretada como el juego del sexo en tanto que es lo “uno” y lo “otro”, todo y parte, principio y carencia. En la sexualización de la infancia, se elabora la idea de un sexo presente (anatómicamente) y ausente (fisiológicamente). Al sexualizar la infancia se constituyó la idea de un sexo marcado por el juego esencial de la presencia y la ausencia, de lo oculto y lo manifiesto; la masturbación, con los efectos que se presentaban, revelaría de modo privilegiado ese juego de la presencia y la ausencia, de lo manifiesto y lo oculto. En la psiquiatrización de las perversiones, el sexo fue referido a funciones biológicas y a un aparato anatomofisiológico que le da su “sentido”, es decir, su finalidad; pero también fue referido a un instinto que, a través de su propio desarrollo y según los objetos a los que puede apegarse, torna posible la aparición de conductas perversas e inteligible a su génesis; así el “sexo” es definido mediante un entrelazamiento de función e instinto, de finalidad y significación. En la socialización de las conductas procreadoras, el “sexo” es descrito como atrapado entre una ley de realidad y una economía de placer que siempre trata de esquivarla, cuando no la ignora; el más célebre de los fraudes, el coito interrumpido, representa el punto donde la instancia de lo real obliga a poner un término al placer y donde el placer logra realizarse a pesar de la economía prescrita por lo real. Como se ve, en esas diferente estrategias la idea “del sexo” es regida por el dispositivo de la sexualidad; y en las cuatro grandes formas: la histeria, el onanismo, el fetichismo y el coito interrumpido, hace aparecer al sexo como sometido al juego del todo y la parte, del principio y la carencia, de la ausencia y la presencia, de la realidad y el placer. Así se formó poco a poco el armazón de una teoría general del sexo.
Ahora bien, la teoría así engendrada ejerció en el dispositivo de sexualidad cierto número de funciones que la tronaron indispensable. Sobre todo tres fueron importantes. En primer lugar, la noción de “sexo” permitió agrupar en una unidad artificial elementos anatómicos, funciones biológicas, conductas, sensaciones, placeres, y permitió el funcionamiento como principio causal de esa misma unidad ficticia. La noción de sexo aseguró un vuelco esencial; permitió invertir la representación de las relaciones del poder con la sexualidad, y hacer que ésta aparezca no en su relación esencial y positiva con el poder, sino como anclada en una instancia específica e irreductible que el poder intenta dominar como puede.
El pacto fáustico cuya tentación inscribió en nosotros el dispositivo de sexualidad es, de ahora en adelante, éste: intercambiar la vida roda entera contra el sexo mismo, contra la verdad y soberanía del sexo. El sexo bien vale la muerte. Mientras que el dispositivo de la sexualidad permite a las técnicas de poder la invasión de la vida, el punto ficticio del sexo, establecido por el mismo dispositivo, ejerce sobre todos bastante fascinación como para que aceptemos oír cómo gruñe allí la muerte.
Al crear ese elemento imaginario que es “el sexo”, el dispositivo de sexualidad suscitó uno de sus más esenciales principios internos de funcionamiento: el deseo del sexo. Y esa deseabilidad del sexo nos fija a cada uno de nosotros a la orden de conocerlo, de sacar a la luz su ley y su poder; esa deseabilidad nos hace creer que afirmamos contra todo poder los derechos de nuestro sexo, cuando que n realidad nos ata al dispositivo de sexualidad que ha hecho subir desde el fondo de nosotros mismo, como un espejismo en el que creemos reconocernos, el brillo negro del sexo.
No hay que referir a la instancia del sexo una historia de la sexualidad, sino que mostrar cómo el “sexo” se encuentra bajo la dependencia histórica de la sexualidad. La sexualidad es una figura histórica muy real, y ella misma suscitó, como elemento especulativo requerido por su funcionamiento, la noción de sexo. No hay que creer que diciendo que sí al sexo se diga que no al poder; se sigue, por el contrario, el hilo del dispositivo general de sexualidad. Contra el dispositivo de sexualidad, el punto de apoyo del contraataque no debe ser el sexo-deseo, sino los cuerpos y los placeres.
Decía D. H. Lawrence: actualmente, nuestra tarea es comprender la sexualidad. Hoy, la comprensión plenamente consciente del instinto sexual importa más que el acto sexual.
Con frecuencia se evocan los innumerables procedimientos con los cuales el cristianismo antiguo nos habría hecho detestar el cuerpo; pero pensemos un poco en todas esas astucias con las cuales, desde hace varios siglos, se nos ha hecho amar el sexo, con las cuales se nos tornó deseable conocerlo y valioso todo lo que de él se dice; con las cuales, también, se nos incitó a desplegar todas nuestras habilidades para sorprenderlo, y se nos impuso el deber de extraer la verdad; con las cuales se nos culpabilizó por haberlo ignorado tanto tiempo. Ellas son las que hoy merecerían causar asombro. Y debemos pensar que quizás un día, en otra economía de los cuerpos y los placeres, ya no se comprenderá cómo las astucias de la sexualidad, y del poder que sostiene su dispositivo, lograron someternos a esta austera monarquía del sexo, hasta el punto de destinarnos a la tarea indefinida de forzar su secreto y arrancar a esa sombra las confesiones más verdaderas.
Ironía del dispositivo: nos hace creer que en ello reside nuestra “liberación”
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